lunes, 26 de diciembre de 2011

Había una vez un euro

Bichos, Autores varios



Luego de más de un año de publicar en este bendito blog voy a transgredir una de las pocas normas que me autoimpuse: comentaré algo que no he leído completamente. Pero ojo que hay atenuantes. Uno: no se trata de “una” obra, sino de un ¿proyecto? Dos: ni siquiera está terminada. Sigue creciendo.

Había una vez en que las historias comenzaban con “había una vez…”. Hadas y príncipes, brujas y animalitos parlantes que a veces eran sabios y otras malvados: todos ellos habitaban esas historias, vehículos de profundas enseñanzas y moralejas. Andersen, Perrault, Collodi y sus secuaces pusieron en palabras a Caperucita, Blancanieves, Pinocho y Barba Azul, todos esos clásicos. Infantiles, sí, pero de una crueldad apenas disimulada. Me pregunto cuántas generaciones, a lo largo de un largo par de siglos, alojamos pasivamente en el chip —que los filósofos, críticos y educadores discutan si salimos ganando o no— estos relatos.

Pero sucede que en el siglo XXI el mundo es un poco distinto al de aquellos tiempos de castillos y nobles. Hoy por hoy, si Caperucita se manda a cruzar el bosque con una canasta y sólo se encuentra un lobo, puede decir que la sacó barata.

Parece entonces que la gente del sitio sigueleyendo.es, con la escritora Cristina Fallarás a la cabeza, pensaron que un mundo hostil, hambreado, embrutecido y rabioso merece historias más oscuras, más violentas, en las que los finales sean menos felices y más finales. ¿Por qué no “ennegrecer” la carga de violencia que ya traen estos relatos, y re-versionarlos a través de la pluma de un seleccionado de autores españoles e hispanoamericanos del género negro? Interesante idea, ¿verdad? Bueno, pero eso no es todo. Para patear el tablero completamente se han decidido por la edición en formato electrónico (.epub y .pdf), a sólo un euro por cuento. Exacto: un euro, menos de dos dólares, cerca de seis pesos. Mitad para el autor, mitad para los editores. Sin protecciones extrañas. Todo simple.

Allí fui, para encontrar al flautista de Hamelin en la pesadilla urbana ideada por Kike Ferrari, con ratas, asentamientos y niños vejados que buscan venganza. Me maravillé con la desgarradora, sucia y luminosa poesía que pela Gabriela Cabezón Cámara en su Beya Durmiente, hundida en un prostíbulo del conurbano. Presencié una historia de rencores, traiciones y venganzas entre los cuatro cerditos Cerdán de Diego Ameixeiras. Me divertí como loco con el rockero gato con botas de gamuza azul del catalán Carlos Zanón. Y fui testigo de la suerte de la Caperucita creada por Juan Abreu, balsera ella entre los cubanos de Miami.

Y lo mejor de todo es que esto recién comienza: hay más Bichos concebidos por Guillermo Orsi, Raúl Argemí, Rolo Diez, Javier Sinay, Lázaro Covadlo, Miguel Molfino, Juan Ramón Biedma, Juan Mattio…

Hacete un favor y date una vuelta.

Yo, mientras, sigoleyendo.

sábado, 24 de diciembre de 2011

Comer y beber en Madrid, vestido para la ocasión


Era el día libre del Cuquita y lo invité a cenar a la Tienda de Vinos, en Augusto Figueroa, para celebrar mi nuevo trabajo. Nos colocamos en la mesa del fondo y pedimos nuestros platos favoritos: Cuquita, el filete de cebón, poco hecho, con patatas, y yo, el pisto con huevos revueltos. El hijo de Ángel nos había traído ya la ensalada y una frasca de valdepeñas y nos las estábamos bebiendo tranquilamente. El local todavía no se había llenado, aunque sabíamos que más tarde, sobre las diez y media, se llenaría a rebosar. Era una buena casa de comidas que nunca se pasaba con los precios.
No era la primera vez que el Cuquita y yo comíamos allí. Cuando queríamos celebrar algo, solíamos ir a la Tienda de Vinos. Yo llevaba un flamante traje nuevo que me había preparado Huang el Chino en tres horas.

(Juan Madrid, Adiós, princesa, Barcelona, Ediciones B, 2011, pg 152)

lunes, 19 de diciembre de 2011

Clubes finos y cabarés


Le dije al taxista que me dejara en Plaza de España. Caminé despacio, en dirección a la Plaza del Callao. Esa zona me despertaba recuerdos que yo creía ocultos y sepultados en la memoria. Madrid era entonces mucho más pequeño y aquél había sido mi territorio: en la cercana Gran Vía brillaban el Pasapoga, Jahy, Montmartre, Fuyma… Nombres de locales nocturnos que apenas si ocupaban ya un minúsculo lugar en un pasado cada vez más remoto.
Antes, cuando era joven y aún no conocía a Delforo, salíamos del turno de noche y nos íbamos a la Gran Vía o a Leganitos. Entonces era la calle de los clubes finos y los cabarés: el Riverside, el Señorial, el Alexandra… No existía la movida, pero en aquellos lugares se encontraban los mejores bares de alterne y los restaurantes que nunca cerraban.
Me detuve frente a Casa Justo. Antes había sido un bonito y barato restaurante que vendía una estupenda ginebra a granel a sesenta pesetas el litro, y Justo, un buen amigo. Pero nada de eso existía ya. Justo llevaba cinco años muerto y sus hijos habían convertido el restaurante en una pizzería posmoderna.

(Juan Madrid, Adiós, princesa, Barcelona, Ediciones B, 2011, pg 379)

El oficio de escribir


Delforo y yo llegamos a intimar, o casi. Le gustaba hablar de su oficio a altas horas de la madrugada, apoyador en el mostrador de cualquier bar. Y a mí me gustaba escucharlo. Hablaba de su trabajo de escritor como lo haría un albañil, o un mecánico, del suyo. Relataba con sencillez su dedicación a escribir, consciente de los desafíos que entraña el conocimiento de un oficio. Algo muy diferente de lo que hacían los otros escritores o periodistas que yo había conocido.
“Mira, Toni —me decía—, yo subordino los recursos estilísticos a las necesidades de la historia, ¿entiendes? Trabajo con las palabras de la misma manera que otros trabajan con ladrillos y cemento, para construir algo que sirva y se entienda. Y creo que las palabras deben ser justas y verdaderas, ligadas a la percepción de la realidad, o de parte de ella, desde un lugar nuevo. Y quiero decir con eso de lugar nuevo, desde mi propuesta de mirada. ¿Entiendes lo que te digo?”
Lo entendía, o creía entenderlo, y me gustaba que  me hablara de esa manera. La gente como yo admira a los que hablan bien, a los que saben expresarse con claridad.

(Juan Madrid, Adiós, princesa, Barcelona, Ediciones B, 2011, pg 90)

Un comienzo


Esta historia pasó hace tiempo y la olvidé.
Han pasado ocho años de la muerte de Lidia y yo continúo trabajando para Draper, caminando solo y aburrido hacia el umbral de la vejez, aún sin saber a ciencia cierta por qué no conservo a ninguna de las mujeres que he amado durante mi vida, consciente de que mi tiempo se acaba, filtrado a través de los dedos de mis manos como la arena en una playa.
Y puestos así, esta historia puede comenzar un día cualquiera a finales de septiembre del año 2000, en aquel taxi que me traía a Madrid, un poco antes de que Matos me llamara al móvil.

(Juan Madrid, Adiós, princesa, Barcelona, Ediciones B, 2011, pg 18)

Pongamos que hablo de Madrid

Adiós, princesa, Juan Madrid


Por si no quedó claro en mi comentario anterior, voy a ser explícito en este: soy un fan incorregible de las novelas de Toni Romano. Espero que esto sea suficiente para que se entienda desde dónde arranco.

Adiós, princesa es la séptima y —por ahora— última novela de la serie de Toni Romano. También es la que transcurre en tiempos más recientes: Toni nos relata acontecimientos sucedidos “ocho años atrás”, en septiembre del año 2000. La aclaración no es gratuita: considerando que la primera novela de Toni, Un beso de amigo, fue publicada en 1980, y transcurría en esos primeros años de la transición, el Toni que nos narra Adiós, princesa tiene 30 años más que aquel: mucha agua bajo el puente.

En esta oportunidad el viejo Toni deberá salir en ayuda de su amigo el escritor Juan Delforo —reconocido alter ego del propio autor—, cuando este es acusado por el asesinato de una conocida periodista televisiva. La chica en cuestión, Lidia, había sido su alumna en la universidad. De sus diarios íntimos surgen los indicios que involucran a Delforo. Pero es él mismo quien ha grabado en unas cintas la información que podría librarlo de esas acusaciones. Toni deberá rastrearlas, y en el camino se codeará con los poderosos que tendrían intereses en este entuerto: los grandes medios de comunicación, las empresas de seguridad privada en auge en España, los servicios de inteligencia, la propia Casa Real… “Una historia que pudo suceder”, dice Juan Madrid en la dedicatoria del ejemplar que atesoro. Y créanme que es así.

En esta novela, como ya se ha dicho, Toni está más viejo. Sigue siendo el mismo cabeza dura de siempre pero se lo ve cada vez más envuelto en cierta melancolía. Es un Toni crepuscular, que mira para atrás y quiere recuperar lo irrecuperable. Así es que aparece nuevamente Juanita, la del bar Burbujas, y su hijo Silverio. Así es que Toni recuerda cada vez más aquella tarde atroz en la que se despidió de su padre a los golpes …

Más allá de este paso del tiempo, Adiós, princesa conserva las que yo creo que es la característica más saliente de esta serie de novelas de Juan Madrid: la presencia de la ciudad y sus habitantes —el habla callejera, los bares tristes y oscuros, las tabernas donde comer “bueno y barato”—, en pasajes de un costumbrismo muy bien logrado, como no es habitual encontrar en el género. Sirva como ejemplo de esto la relación de Toni con sus tres vecinas solteronas, las hermanas Abril, y el desopilante pedido de “un favor” que le hace Angustias a lo largo de esta historia.

Por eso siempre me digo que una novela de Toni Romano es mi manera preferida —por estar siempre al alcance— de viajar a Madrid. A un Madrid “hecho a medida” para mí, lejos de las urbanizaciones de extrarradio y bien concentrado en las antiguas calles del centro. Un Madrid que conserva lugares y aromas, hábitos y palabras que ya no están, que han caído en desuso, pero que forman parte esencial de su identidad.

lunes, 12 de diciembre de 2011

Madre modélica

Hay demasiadas cosas que se hacen por el bien de los menores, pensó Victoria mientras se despegaba del inodoro y recuperaba con dificultad el equilibrio vertical. ¿Es suficiente una borrachera, aunque sea la madre de todas las borracheras de sesenta horas, para retirarle a una madre sus dos hijas?, se preguntó. Y más: ¿qué sucederá conmigo, con lo que yo sea cuando sea madre, qué sucederá con lo que yo haga? ¿Será mejor para mi hija una mujer ecuánime, serena, coherente que la bestia parda que le ha tocado como madre? Preparó un Alka-Seltzer y masculló mecagoenlaputa, mecagoenlaputamadre de los jueces, mecagoenlaputamadre de los justos, y mecagoenlaputamadre de los ladrones de hijos. Yo no seré la mejor, pequeña, dijo en un susurro, yo no seré una madre modélica ni pienso mostrarte el camino recto a ningún sitio, yo tengo rabia y muchas pensiones con chinche en mi pasado, pero al primer hijodelagranputa que te ponga la mano encima para retirarte de mi lado aunque sea por un minuto, lo mato. Juro que lo mato, y sé cómo hacerlo. Qué hostias, ¡tu madre soy yo! Pegó una patada a la pared del pasillo y puso algo de hardcore para ducharse, vestirse y salir sin perder el cabreo.

(Cristina Fallarás, Las niñas perdidas, Barcelona, Roca Editorial, 2011, pg 103)

El Santo

Cuando Victoria empezó a tratar con él, el Conseguidor todavía era el Santo, y en el barrio todo el mundo conocía al Santo. Desde siempre. Llegados a cierta edad, el Santo era el que estaba más arriba, el que podía conseguirlo todo, el que movía los hilos, la referencia, aquel con quien solo trataban quienes manejaban el cotarro en Viviendas Nuevas, los más duros, los músicos, los camellos, los montadores de escenarios, los libertarios punkis, los dueños de los locales oscuros, los moteros y las chavalas con más piernas, más labios, mejor culo. En un barrio donde el trabajo es un torno de extrarradio, la madre sobrevive agarrada a una fregona y los once son una buena edad para empezar a cargar el pitillo con polen, dios tiene forma de camello con un par de lecturas. El Santo, dos metros de largo, flaco como un perchero e inclinado, melena lacia color miel, melena de niña suave y dentadura del infierno. El Santo, ojos de ámbar, uñas marfileñas, dientes amarillos, hombre correoso color tabaco, piel lisa de cuero brillante tensada por dos pómulos como albaricoques maduros. En el barrio de Viviendas Nuevas se hablaba del Santo como en otros lugares se habla del arcángel san Gabriel o de Ernesto Che Guevara, colocándolo entre las figuras familiares en la estantería del salón pese al miedo de la madre, desafiando al padre. El Santo irrumpía en las familias de Viviendas Nuevas de la mano de la adolescencia del primer hijo, y llegaba para quedarse.

(Cristina Fallarás, Las niñas perdidas, Barcelona, Roca Editorial, 2011, pg 94)

Tres violencias

Hay tres violencias diferentes, pienso.
Lo digo en voz alta: Por mi madre, por mí, por mis hijas. Violencia de tres generaciones sucesivas.
La primera violencia es delicada, líquida, elegante, propia de un mundo de formas y piel de melocotón que ya hemos perdido definitivamente. Violencia muelle. Pequeña molicie criminal. Va por mi madre.
La segunda violencia es química. No viene de afuera, se revuelve desde dentro, pero se obtiene. Violencia adquirida por el desarraigo, la segunda viene del íntimo dolor y del pasmo. Va por mí.
La tercera es la violencia de un mundo navaja, afilado, puntiagudo. Nace de la pérdida total, no conoce las formas ni guarda información genética al respecto. Viene de fuera, con crueldad. Es una violencia ejercida por el otro con toda su bestia actuando. Va por mis hijas, mis dos niñas que flotan en esa voluta de mi imaginación.

(Adela Sánchez de Andrade)

(Cristina Fallarás, Las niñas perdidas, Barcelona, Roca Editorial, 2011, pg 88)

Dejad atrás toda esperanza

Las niñas perdidas, Cristina Fallarás

A esta altura del partido, uno cae en la tentación de creer que todo está escrito. A decir verdad, muchas novelas “de molde” que se publican —y que ganan suculentos premios— abonan esa teoría. Incluso a veces uno cree que las formas en que se escribe este género ya están todas ensayadas. “Otra novela sobre…” u “otra historia de…” que pasan por nuestras vidas sin dejar huella. Eso, hasta que te cae en las manos un hierro caliente con forma de libro, literatura que te agarra de los pelos y te golpea la cabeza una y otra vez contra la pared, mientras te grita, mientras te ruge cosas que ni siquiera estás seguro de querer comprender.

Algo así es lo que puedo decirles, para empezar, de Las niñas perdidas.

Primero la historia: Victoria González, detective que opera en el barcelonés barrio del Raval, recibe el encargo anónimo de averiguar lo que pasó con dos hermanitas perdidas. Una de ellas pronto aparece muerta, vejada y mutilada hasta lo indecible. De la otra no se sabe nada, pero el panorama no es alentador. Hay un pedófilo que es salvajemente asesinado, y hay una película, que el lector nunca llega a “ver” pero que a la fuerza debe imaginar —lo que es infinitamente peor—. Hay un asesino a sueldo duro de coca, y traficantes de todo tipo por los barrios bajos. Entre ellos, y por esos lugares que conoce bien gracias a su vida pasada, debe moverse Victoria. Claro que no está sola: tiene a su ayudante Jesús, un borrachín de pasado dudoso. Y también tiene a su bebé en la panza: Victoria está embarazada de cinco meses. De una nena.

El recorrido de Victoria en esta investigación es tortuoso, un hundirse en los infiernos. La Barcelona que nos presenta como escenario Cristina Fallarás —periodista además de escritora— es profunda, revulsiva y hostil. De todas formas, bien podría cambiar el Raval y poner Lavapiés o San Telmo o el Bajo Flores, pues esta no es una novela para hacer turismo. No es una novela para viajar a otro lado que no sea al mal que se esconde en los hombres, en cualquier calle de cualquier ciudad de un siglo XXI en el que ya todo parece perdido. Siempre más violencia, más locura, más tristeza, más dolor.

Las niñas perdidas ha sido reciente ganadora del premio L’H Confidencial de novela negra. ¿Qué la distingue de todo lo que yo haya leído, publicado recientemente, premiado o no, en este género? Menciono sólo dos cosas. Una: el abordaje de la cuestión de la maternidad. Lejos de contaminar la historia con un sentimentalismo hueco, aquí la maternidad es amor, pero un amor que es rabia, dolor y miedo. Son dos las madres: Adela, la borracha que es despojada de sus dos niñas, y Victoria, la detective futura madre. Puesto que conoce el mundo sucio al que traerá a su hija, puesto que no confía del todo en su propia capacidad —ha sido en un tiempo tan borracha y drogada como Adela—, la apuesta de Victoria es doblemente valiente y valiosa. Dos: la determinación de la autora de barrer con toda corrección política. El lenguaje es brutal, la ciudad y sus habitantes son brutales, y la propia Victoria es brutal. Su costumbre de matar animales (dejando constancia escrita en cortazarianas instrucciones que se intercalan en la trama), para combatir su frustración vale como ejemplo: si el mundo es como en Las niñas perdidas —y yo creo que es— no me extrañaría que algún idiota se ponga en evidencia, rasgándose las vestiduras por el asunto del maltrato animal.

En suma, una novela que, a través de las niñas, y de lo que este mundo desastroso es capaz de hacerles, termina hablándonos de una sola cosa: de nuestro viejo Miedo. Si vos también tenés ahí agazapado el tuyo, ponele el pecho a estas niñas y tratá de no perdértelas. Ojalá te animes, y que algún ejemplar llegue a Buenos Aires (Roca editorial, ¡teléfonooo!).

11/11

lunes, 5 de diciembre de 2011

Criatura satánica

Se despertó. Ella estaba sentada a su lado, fumando un cigarrillo.

—¿Qué estás escuchando? —le preguntó.

—Beethoven. Opus 123.

—¿Esa lúgubre misa? ¡Qué horror!

—¿Le desagradan las misas?

—Afirmativo. Apaga eso.

Se guardó el walkman. ¿Intentaría escapar? ¿Levantarse de un brinco y saltar por la barandilla? ¿Lo alcanzaría ella y lo empujaría al vacío? ¿Qué le iría a pasar? ¡Sin duda, algo espantoso! Los demonios cuando se enfadaban eran unos enemigos terribles…

Pero ella no parecía estar enfadada. Y su perfume no tenía nada de repugnante. Expulsó una bocanada de humo y bostezó.

—¿Realmente es usted una criatura satánica?

—Sí.

—¡Es increíble!

—Si no fuera increíble, no existiría.

—En realidad, ¿qué… qué hace usted exactamente?

—Soy comerciante. Me dedico al trueque de… de bienes personales, digamos.

—¿Quiere usted decir… (bajó el tono de voz) trueque de almas?

Ella murmuró en el mismo tono de voz.

—Eso es.

—¿Se dedica a comprar almas que se condenan por toda la eternidad?

—Cada cual se condena a sí mismo. Yo me ocupo sólo del papeleo.

—¿Era eso lo que hacía en Las Vegas?

—Fundamentalmente. El resto del tiempo era bailarina del Gold Rush Casino con otras veinte chicas.

—Se nota que es usted bailarina.

—En realidad no bailábamos. Íbamos con mallas y plumas en la cabeza y caminábamos de delante a atrás moviendo el culo para dar un toque erótico.

—Enséñeme cómo.

—Vale.

(Marc Behm, “El timo”, Aullidos, Gijón, Semana Negra, 2008, pg 34)

Tallar un palo

Jake robó el enorme cuchillo en una carnicería situada en las proximidades del barrio judío. Estaba hincado en un cuarto de res colgado de un gancho. Seguramente podré sacar unas monedas de esto, pensó. Lo cogió, lo introdujo entre el cinturón y el pantalón y se largó a todo correr.

Aquella tarde, en Bucks Row, estaba tallando un bastón, sentado en un cubo de madera, cuando una puta le preguntó:

—¿Qué estás haciendo, Jake?

—Tallo un palo de madera.

—¿Para qué?

La conocía. Se llamaba Mary Ann. La odiaba porque era muy fea. Todas las chicas de Whitechapel eran feas. Francamente feas, como simios.

—Para afilar mi nuevo cuchillo.

Y se lo hundió en la tripa.

(Marc Behm, “Jake”, Aullidos, Gijón, Semana Negra, 2008, pg 63)

Relatos de lo inesperado

Aullidos, Marc Behm

Se da de vez en cuando que nos encontramos con un nuevo viejo autor. Es decir, un autor que es nuevo para nosotros, pero que quienes conocen el paño ya lo tienen bien recorrido y, en ocasiones, catalogado como un clásico. Así me pasó con Marc Behm.

Aún sin haberla leído conocía su novela La mirada del observador. Supe que su reciente reedición llevaba prólogo de Paco Camarasa —todo un indicio—, gracias a cuya generosidad llegó a mis manos este ejemplar de Aullidos. Ejemplar que, dicho sea de paso, arranca con prólogo de Paco Taibo II, confeso admirador de Behm —todo otro indicio—, a quien invitó reiteradas veces a la Semana Negra, sin éxito.

Behm murió en 2007. Fue entonces cuando desde la Semana Negra se publicó este libro de relatos que hoy comento. Y que me dejó agradablemente sorprendido.

A ver: tiendo a “catalogar”, a “ubicar” a los autores que voy conociendo. Es un ejercicio vano, pero del que me cuesta zafar, esquemático como es mi pensamiento. Es cierto que muchos autores me la hacen difícil, pero en general uno puede decirle a un amigo “este está cerca de aquel”, o “está en la línea de”. Bueno, con Marc Behm no. No encontré ninguno dentro del género negro que yo conociera. Sin embargo, podría decir que a mí me hizo acordar a otro enorme escritor, que no visita mucho este género, pero al que tengo entre mis preferidos: el galés Roald Dahl. Si el autor de Relatos de lo inesperado se hubiera largado al ruedo del relato negro, hubiera escrito cuentos parecidos a estos.

Así de sorprendentes son los relatos de Aullidos. Trece historias que ponen a Behm, al menos como cuentista, a la altura de todo lo que se ha dicho de él. Sin una sola palabra de más, tremendamente sarcásticos y de un humor filoso —y, atención, una cosa es el humor en una novela de 300 páginas, y otra en un cuento de dos—, difícilmente el lector olvidará estos “aullidos”. Aun cuando alguien quizás se sienta “engañado” —algo que suele suceder cuando un artista se sale del molde, desplaza los límites— por el viraje extraño que toman estos relatos, que se meten en el fantástico como si nada, tan eficaces que te dejan con las cejas alzadas, los ojos como platos.

Con ganas de más.

De pronto, mi ejemplar de La mirada del observador ha avanzado a los primeros lugares en mi lista de pendientes.

Traducción (del francés): Lourdes Pérez

11/11

lunes, 28 de noviembre de 2011

Perder la cabeza

—En este palo —agrega—, cuando querés voltear a alguien, lo mejor es empezar sabiendo qué vicios son los que no controla, las adicciones gordas que le hacen perder la cabeza, lo que lo puede, digamos —se pega los dedos contra los labios, sopla, me habla con el humo en la gargante—. Para pescar hay que usar carnada, ¿verdad? —nos miramos—. Pues eso.

Se me aparece la imagen del gordo Viedma jadeando en cuatro patas, rodeado de putas bochincheras. El gordo Viedma sorprendido y asustado y pidiendo no me hagáis esto, joder, que soy padre de familia. El gordo Viedma iluminado por los fogonazos del flash, acaso llorando mientras las putas, con las tetas al aire, se cagaban de la risa y empezaban a vestirse.

(Marcelo Luján, La mala espera, Madrid, Editorial EDAF, 2009, pg 188)

Extranjeros

Hace varios meses ya que estoy dudando de si fue un acierto irme de Buenos Aires, dejar lo que tenía allá para venir a probar suerte a Madrid, renunciar a sus calles, a sus domingos, a mi trabajo en la fábrica de escobas, inmundo pero trabajo al fin; renunciar a cualquier posibilidad de ver a Marisa, su perfume y sus manos de hada y su voz. Irme fue también allanarle un poco el camino, darle el oxígeno que tanto me pedía. Irme fue renunciar a tener a mi madre todos los días o el día que me diera la gana. No sé qué me pasa, pero me persigue una extraña sensación de fracaso, de ilusiones que ya, visto lo visto, no se pueden cumplir ni seguir posponiendo. Vivir en el exterior es algo muy personal, cada cual siente cosas diferentes y ve el panorama desde ángulos distintos. Yo no estoy a disgusto acá, todo lo contrario, pero tampoco es cuestión de andar mendigando y pasarse uno los días sin ideas, algo así como aburrido o decaído, que cualquier cachafaz de pocos modales te corte el rostro porque no tenés los papeles en regla o porque sos extranjero y los extranjeros, (siempre) en todas las épocas y en todos los países, sobran.

(Marcelo Luján, La mala espera, Madrid, Editorial EDAF, 2009, pg 30)

Nene, vente pa’ Madrid

La mala espera, Marcelo Luján

La mala espera es la primera novela de Marcelo Luján, escritor argentino que vive en Madrid desde 2001. Ese año, el de la gran crisis de nuestro país, motivó la emigración masiva de miles de argentinos. Muchos de ellos, como el Nene Rubén, protagonista y narrador de esta historia, eligieron España y Madrid para hacer su intento.

Como todos, el Nene también tiene su entorno de compatriotas inmigrados a quienes recurre apelando a esa solidaridad nunca del todo desinteresada que aflora lejos de casa. Están la Rojita y su esposo Pipo, conocido de la infancia y peleado a muerte con su mellizo Basilio, que agoniza en Buenos Aires. Y está Nicolás, compañero de piso y antítesis del propio Nene: ordenado, pulcro y bastante “pijo”.

No todos ellos saben que el Nene trabaja para Fangio, un argentino medio tullido por la polio. ¿Haciendo qué? De todo un poco: siguen gente, averiguan cosas; cobran y pagan; advierten, convencen y asustan. De allí conoce a la colombiana Angie, que lo tiene un tanto “enganchado”, diríamos que por doble vía. Una es la “sentimental/sexual”, y la otra, más importante, son los negocios: Angie le debe la parte de una operación que planearon y ejecutaron juntos, un desvío en cierto cargamento de drogas a introducir en la península.

Desde luego, en semejante ambiente, nadie la tiene fácil para salirse con la suya. El Nene no es la excepción: unos matones rumanos se ocuparán de que sienta en carne propia el tamaño de su error. El Nene sobrevive, a duras penas, y a partir de allí intentará averiguar quién es quién en esa maraña en la que se mezclan las drogas con el tráfico de mujeres del este europeo, y en la que se descubrirá como engranaje en una terrible historia de venganza originada muy lejos del animado y acogedor Madrid post 2001.

Dueño de un registro ideal para la historia relatada, que combina la novela más negra y sórdida, con las sensaciones y experiencias del desarraigo, Marcelo Luján logra lo que es muy difícil, aquello en lo que otros autores tambalean: en un relato en primera persona, plagado de momentos en los que el personaje reflexiona sobre su situación —como delincuente, como víctima, como inmigrante— el lector nunca siente que se desvía de la histroria. Todo está puesto al servicio del relato, y el interés nunca decae. Como mérito adicional, la voz del narrador mezcla con total naturalidad el hablar porteño de su origen con algunos giros madrileños, en la justa proporción en la que se suele dar con los inmigrantes argentinos, que —según me ha tocado vivir— en un año o dos ya andan diciendo “vale” o “mola”: hasta eso resuelve bien Luján.

La mala espera fue ganadora del Premio de Novela Negra Ciudad de Getafe 2009. Tiene méritos más que suficientes. Y tiene, además, otra cosa buena: se consigue en Buenos Aires.

11/11

martes, 22 de noviembre de 2011

Mantenimiento suburbano

Los estadounidenses somos una raza extraña. Creemos en la ley y el orden, pero también creemos que los verdaderos crímenes los comente un tipo de persona distinta, cuya vida no tiene nada en común con la nuestra ni con el comportamiento razonable y respetuoso de nuestro mundo. La consecuencia de esto es que mucha gente, sobre todo entre las clases con ingresos altos, ve a la policía como una suerte de personal de mantenimiento suburbano al que se debe tratar con respeto, pero cuya importancia social está sólo un escalón por encima de los jardineros.

(James Lee Burke, El huracán, Barcelona, RBA Libros, 2009, pg 198)

La vieja némesis

Nueva Iberia y Lafayette no sólo estaban superpobladas por la llegada de los refugiados del Katrina, sino también por los evacuados que ahora llegaban huyendo del huracán Rita. Las ventas de armas y municiones se dispararon. La caridad que en primer momento suscitaron los evacuados de Nueva Orleans estaba sufriendo una extraña transformación. En la radio, los oyentes llamaban a las tertulias de derechas quejándose con furia visceral de que los evacuados recibieran un bono excepcional de dos mil dólares para comprar alimentos y conseguir albergue. La vieja némesis sureña había vuelto a surgir entre nosotros con toda su desnudez y crudeza: el odio absoluto por los más pobres de los pobres.

(James Lee Burke, El huracán, Barcelona, RBA Libros, 2009, pg 147)

Lo que dejó la tormenta

El huracán, James Lee Burke

Como me prometí luego de terminar la excelente Cielo rojo sobre Montana, comentada en este blog, busqué más novelas de Burke que se hubieran publicado en español. No tuve éxito hasta que RBA vino en mi ayuda y publicó (o mejor dicho, al fin mandó a Buenos Aires) El huracán, novela sobre la que había oído sólo elogios.

Todas las expectativas, tanto las creadas por mi propia lectura previa como por los comentarios leídos, fueron superadas. El huracán es una novela enorme, de esas que uno le marca mil pasajes, y ya la guarda en el estante de las “relecturas futuras”.

El narrador es el detective Dave Robicheaux, que trabaja en la policía del condado de Nueva Iberia. Es un ex alcohólico, un hombre de fe que está casado con Molly, ex monja. Ambos tienen una hija adoptiva, Alafair.

En medio de un panorama estremecedor, en el que quienes no pudieron abandonar sus casas viven ahora en los techos, o son cadáveres flotando aguas abajo, Dave debe encontrar al sacerdote Jude LeBlanc. Enseguida, y al igual que toda la fuerza policial, se ve arrasado por el caos: los saqueadores viajan en bote, los vecinos armados defienden sus propiedades a los tiros, los centros de refugiados están que explotan.

La novela recorre varias tramas que van envolviendo a Robicheaux. Por un lado, Dave quiere encontrar al padre Jude LeBlanc, desaparecido durante la inundación de su iglesia, junto a varios fieles. Paralelamente, una pandilla de ladrones asalta una mansión de las afueras. Son baleados desde una casa vecina: uno muere, otro va al hospital. Por cierto, se llevan un botín extraordinario. Demasiado grande como para ser los ahorros de un honesto ciudadano. Conclusión: son perseguidos por la policía —Robicheaux—, por el agente de la condicional que los buscaba desde antes —Clete Purcel, amigo íntimo de Dave—, por los sicarios del dueño de casa —el hampón Sidney Kovick—, y por el enigmático psycho de Ronald Bledsoe, el malísimo villano que es casi una perfecta encarnación demoníaca, según la visión de Robicheaux, quien debe enfrentarlo también.

El autor elige el escenario dominado por la furia del Katrina para poner a sus personajes a funcionar en varias tramas policíacas, pero para contarnos, en el fondo, un verdadero drama, profundamente conmovedor. Sin ser una narración de tipo “cine catástrofe”, ni un panfleto en contra de la inacción y la desidia de los gobernantes —si bien Robicheaux se explaya a veces con sus reflexiones acerca de la sociedad norteamericana—, el autor se vale de la catástrofe natural que fue Katrina (y el posterior Rita) para pintarnos a una sociedad entera mostrando sus miserias y virtudes.

Me permito señalar varias coincidencias con la otra obra que leí del autor. Acá también los protagonistas son un narrador y su amigo. En ambas hay un villano ultra jodido y muy bien logrado. Hay interés en tópicos relacionados con el medio ambiente. Y hay profundas reflexiones sobre las relaciones personales, la amistad y la familia, el insondable misterio que en el alma humana trastoca el barro en oro. El dolor, al amor, la pobreza material y de espíritu, la violencia y la búsqueda de redención. La fe.

La exquisita manera que tiene Burke de describir los paisajes y los hombres, esa forma no tan velada de poesía que tiene su escritura, más su tremenda eficacia en la construcción de diálogos hacen que las más de 400 páginas que tiene El huracán se transiten con absoluto disfrute. Otra novela excelente de un autor que cada vez me gusta más. A ver si traducen otras obras suyas (sólo la serie de Robicheaux lleva ya alrededor de 20 novelas).

Traducción: Claudio Molinari

11/11

domingo, 20 de noviembre de 2011

El grito de un nombre

Enfrente hay un Ford Falcon estacionado en doble fila, junto a él está parado un hombre con una escopeta. De un edificio salen otros dos hombres, con sus .45 desenfundadas. Arrastran al muchacho que es quien grita. Uno de los hombres armados, al ver que en la puerta del cine hay una multitud observando, intenta golpearlo, pero el joven da un tirón y se les suelta. Corre hasta la mitad de la calle mirando hacia los espectadores. Allí tropieza y cae, eso les da tiempo a sus captores para reapresarlo. El joven grita su nombre. Uno de los hombres se abalanza sobre él y lo golpea en la cabeza con su pistola. Entre dos lo cargan, lo llevan hasta el Falcon y lo meten dentro. Cierran. El hombre con la escopeta apunta a la multitud y grita algo que no se entiende, pero que todos entienden y comienzan a dispersarse. Lascano se queda solo en la vereda observando el Falcon que desaparece rápidamente al doblar por Libertad. Donde muere la diagonal, detrás de los frondosos eucaliptos de la plaza Lavalle, se alza el Palacio de Justicia, ciego, sucio y mudo.

(Ernesto Mallo, La aguja en el pajar, Buenos Aires, Planeta, 2006, pg 137)

lunes, 7 de noviembre de 2011

El Once

Hay que caminar por el Once, el barrío judío de Buenos Aires, cualquier día después de que los comercios han bajado sus cortinas y las veredas quedan inundadas por rezagos de tela, rollos de cartón, papeles y otros desechos abandonados por los comerciantes, para encontrarse con los hombres, mujeres y niños que revuelven los desperdicios a la pesca de materiales aprovechables, reducibles, que venderán por monedas el kilo a los recicladores. Familias pioneras de una actividad que les permite sobrevivir a expensas de rebuscar en la basura. De ella se benefician los policías de la decimotercera que obtienen su mordida, no a cambio de protección, sino sólo, por el momento, de hacerse los distraídos, permiso precario. Las familias judías ricas han comenzado un éxodo lento y sostenido y, aunque mantienen sus negocios en el Once, comienzan a elegir el Barrio Norte o Belgrano, zonas con mayor prestigio social, para instalar sus residencias. En los antiguos edificio de lujo de la época de oro van quedando los ancianos, fundadores de las fortunas que ahora hacen posible los grandes pisos sobre los jardines de Libertador, las vacaciones en Punta del Este, los colegios privados, dudosamente ingleses, los autos importados. A estas nuevas generaciones el afán de amarrocar no les quita el sueño y encuentran gozo en ostentar. Hijos de la afluencia, que no han experimentado las privaciones de la guerra, las miserias de los pogroms, la fantasmagoría de los campos de concentración, que se permiten sentir y pensar y obrar a lo grande, que vivir mejor es gastar más. Quedan no pocas excepciones. Elías Biterman es una de ellas.

(Ernesto Mallo, La aguja en el pajar, Buenos Aires, Planeta, 2006, pg 53)

Zafar

La noche desciende pegajosa sobre la ciudad. Eva está en la terraza, recogiendo la ropa tendida, cuando oye corridas en la calle. Se asoma cautelosamente. La casa está siendo rodeada por soldados con armas largas en uniformes de fajina. Por la esquina asoma el capot verde oliva de un camión del ejército. Un miedo físico toma el control de sus músculos, vacía su mente de toda otra consideración que no sea huir. Por detrás del Falcon dobla a toda velocidad una tanqueta que derriba la verja del jardín arrasando los rosales marchitos, embiste la puerta que se hace pedazos y retrocede velozmente. Un grupo de soldados comienza a disparar contra la casa. Eva corre hacia la medianera, salta y pasa a la terraza vecina. Sigue corriendo, llega hasta la siguiente medianera y salta a otra terraza. Baja por una escalera al patio vecino. Un perro le salta encima gruñendo, ella lo esquiva, corre por un pasillo. Encuentra otra escalera. Trepa velozmente hasta la azotea. Una puerta. La abre, entra, cierra. Se amortigua un poco el estruendo del tiroteo. Sigilosamente anda por un pasadizo estrecho, iluminado únicamente por la luz que se filtra por una puerta apenas entreabierta.

(Ernesto Mallo, La aguja en el pajar, Buenos Aires, Planeta, 2006, pg 37)

Un solitario en los años de plomo

La aguja en el pajar, Ernesto Mallo

En la oscura Argentina de mediados de los setenta, hay un policía que todavía intenta resolver los asesinatos en lugar de perpetrarlos, como parece ser la norma. Ese policía es el Perro Lascano, protagonista que hace su aparición en esta clásica novela de Ernesto Mallo.

El Perro Lascano trabaja en la Federal. Es un solitario que fuma y fuma. Su mujer Marisa lo dejó viudo antes de tiempo, dejándole la vida llena de su ausencia. Una noche cualquiera Lascano recibe la orden de acudir a un descampado en los bordes de Buenos Aires, en la zona de Lugano. Alguien reportó que allí hay dos cadáveres. Lascano va. Encuentra los cuerpos: ejecutados con disparos en la cara, con el ya tradicional modus operandi de los grupos paramilitares que se mueven libremente por la ciudad. Pero también hay un tercer cuerpo: un hombre mayor que será fácilmente identificable, pues tiene la cara entera. Está claro que alguien lo asesinó en otro lugar y luego “plantó” el cuerpo aquí.

Este episodio es el disparador de la trama de La aguja en el pajar, recientemente reeditada en España con el título de Crimen en el barrio de Once. Lascano deberá moverse en medio de los asesinos para encontrar al asesino de aquel hombre. Y las pasará feas de verdad.

Creando personajes de carne y hueso, y manteniéndolos en movimiento a lo largo de una historia que atrapa y nunca se detiene, Mallo pinta con brillantez el desolador y terrorífico paisaje de la Argentina de aquellos años negros. Lascano arrastra su dolor por el hilo principal de la historia, el de resolver el crimen del prestamista Elías Biterman. Encontrará una ilusión del amor en la persona de Eva, una fugitiva que perdió a su pareja en un enfrentamiento con los militares, y que resulta la viva imagen de su ausente Marisa. Por otra parte está el usurero Biterman, sobreviviente de los campos de concentración polacos, duro y miserable en extremo, que opera desde su cueva en el barrio de Once. Uno de sus desesperados clientes es Amancio Pérez Lastra, hijo de un jet set decadente y acomodaticio. Así como los de su clase esperan recuperar las glorias de otros tiempos aplaudiendo y celebrando los crímenes del nuevo gobierno, de mano y botas duras, el propio Amancio se refugia en su viejo amigo Giribaldi. El Mayor Giribaldi es un asesino y apropiador de bebés, que se mueve con soltura en los juzgados presionando a jueces y policías, y con impunidad en las calles de muerte del Buenos Aires de entonces, una ciudad en la que escaparse parece ser la mejor de las ideas.

Mallo mantiene bien alta la tensión del relato sin sacrificar ni en un gramo el cuidado y la belleza de la forma, de su depurada prosa. Encima crea un gran personaje, al que todo lector querrá seguir. Sabemos que hay otra historia de Lascano, Delincuente argentino, también reeditada actualmente con un título más políticamente correcto para España: El policía descalzo de la Plaza San Martín. Transcurre ya en los años de la democracia, pero el Perro Lascano nos mostrará que aún hay mucha podredumbre por destapar.

Pero mejor empezar por este excelente principio: encontrando la aguja en el pajar.

Como observación personal acerca del estilo, otra vez —ay— los diálogos. En esta novela (y también en Delincuente) Mallo se toma ciertas “libertades” para la construcción de los diálogos que pueden entorpecer la lectura, por lo menos hasta que el lector logra habituarse: ausencia de guiones de diálogo, y por lo tanto de incisos; espacios entre párrafos “hablados” y “narrados”; letra itálica; separación de los parlamentos de los distintos personajes con punto seguido.

10/11

jueves, 3 de noviembre de 2011

Una celda sin fronteras

La noche perpetua se convirtió en mi vasta celda sin fronteras. En mi propia isla de brumas. También en mi exilio; la ceguera es mi exilio. De pronto me alcanzó el sopor calmo de la resignación, aunque las pesadillas jamás me abandonaron. Los rostros y los gestos quedaron envueltos por resplandores amarillos, las voces y aromas cobraron la riqueza de los diamantes. Comencé a vivir entre rumores, ecos, perfumes. Y presagios. Siempre. Una cascada que jamás se agota.

(El vidente, Mauro Bramuglia)

(Carlos Balmaceda, La plegaria del vidente, Buenos Aires, Ediciones B, 2010, pg 73)

El otro Vasco

“Yo trato de salvarles el pescuezo antes de que vos los cagués a tiros”, me decía cuando nos veíamos los domingos a la noche para cenar juntos en mi casa. “Vos cuidales el alma, que del cuerpo me ocupo yo”, le contestaba señalando mi Browning que dormía enfundada sobre el armario del living. Y nos reíamos como dos borrachos.

Cada domingo, lloviera o tronara, mi hermano terminaba su misa de ocho y venía a casa. Él traía el vino, entre los dos preparábamos algo simple de comer y poco a poco, entre charla y charla, nos tomábamos toda la botella, a veces dos. Nos quedábamos hasta muy tarde, hablando y fumando, discutiendo por todo. Nos despedíamos en la puerta de casa, con un abrazo, y después él cruzaba la calle al trote, doblaba la esquina, tomaba el colectivo que pasaba por la vuelta y volvía a su parroquia. Todos los domingos. Hasta que le metieron tres balazos en la nuca.

(El Vasco Bilbao)

(Carlos Balmaceda, La plegaria del vidente, Buenos Aires, Ediciones B, 2010, pg 64)

En los rincones de mi habitación

Ahí está la muerte, vagando por mi casa, olfateando sin apuro los rincones de mi habitación. No es la muerte harapienta; es la muerte luminosa, el relámpago azabache del puñal que atraviesa la noche buscándome. Pero cuando la muerte va a clavarme los dientes de lobo en el cuello, salto de la cama, me aprieto la cara con las manos mojadas, estoy empapado con el sudor pegajoso que huele a whisky y a cigarrillos negros.

Acabo de escapar otra vez de las catacumbas. Me levanto. Camino sobre vidrios rotos. Busco los Parisiennes. Enciendo el primero, regreso a la cama. Fumo uno, enseguida otro. El aire del cuarto se llena de sombras blancas.

Recién a la madrugada me duermo, vencido como un galeote.

(El periodista, Carlos Riveros)

(Carlos Balmaceda, La plegaria del vidente, Buenos Aires, Ediciones B, 2010, pg 35)

martes, 1 de noviembre de 2011

Un loco en La Feliz

La plegaria del vidente, Carlos Balmaceda

En la segunda mitad de los noventa, una serie de asesinatos tuvo lugar en la ciudad de Mar del Plata. Crímenes con ciertos denominadores comunes: todas las víctimas eran mujeres que ejercían la prostitución callejera en la zona de La Perla; todas aparecieron abandonadas en la ruta, muertas por estrangulamiento; todas golpeadas, algunas descuartizadas. Como suele suceder en Argentina, el asunto rápidamente se farandulizó, dándose en llamar el caso del Loco de la ruta. La resolución nunca fue clara pero, como suele tambien suceder en Argentina, hubo una banda policial sospechada de los homicidios.

Con el fondo de estos crímenes sucedidos en su ciudad natal, Carlos Balmaceda construye La plegaria del vidente, novela que resultó finalista del Premio Planeta y merecedora del Premio Memorial Silvero Cañada en la Semana Negra de Gijón. Y, la verdad, méritos no le faltan: es una muy buena novela.

El relato fluye en la voz de tres narradores.

El Vasco Bilbao es el policía que investiga los asesinatos. Un tipo que ha actuado con mano muy dura en el partido de La Matanza, y cuyo accionar fue la causa de la muerte de su hermano gemelo. Desde entonces, lo persigue “el eco de tres tiros”. Desorientado en su búsqueda, les habla a las víctimas, como esperando que lo ayuden con su trabajo.

El segundo narrador es el periodista Carlos Riveros. Alucinado, transita la noche de Mar del Plata, torturado por el recuerdo de su hijo muerto. Y sufriendo las pesadillas de los crímenes con los que se gana la vida escribiendo crónicas policiales para El País. Se obsesiona con el caso de las prostitutas, y lo indaga al Vasco y a la especialista en serial killers Natalia Soler.

El tercer narrador es Mauro Bramuglia, el vidente. Huérfano y ciego desde muy temprana edad, toda la vida se la pasó sufriendo su extraño poder que le permite ver sucesos del pasado y del futuro.

Desde luego, este tercer narrador, que es el primero que aparece, es el que tiene el registro menos “negro” de la narración, el más “psicológico”, por decirlo así. En cambio, el Vasco y Riveros llevan el tono violento, callejero, policial de la historia. Son, cada uno a su manera y en su ámbito, los sabuesos de esta historia.

Balmaceda utiliza de manera correcta sus recursos, cada uno en el momento adecuado, según el tramo de la narración. La mención detallada de las estructuras legales, policiales y mediáticas le otorga verosimilitud a las voces del Vasco y del periodista. Y con la prosa depurada y precisa, de alto vuelo, que aparece en los pasajes descriptivos y sensoriales del vidente Bramuglia, Balmaceda alcanza el gran mérito de poner cada palabra al servico de la narración, sin buscar expresamente el lucimiento “literario” —que finalmente logra, desde luego.

No quisiera dejar de mencionar, simplemente para mi registro —digo, para el día de mañana volver a este libro y ver el ejemplo—, algo que me llamó la atención en los diálogos —ay, ¡los diálogos y nuestros autores!—. No lo llamaría un recurso estilístico, pero sí una peculiaridad: la total ausencia de incisos del narrador en los tramos dialogados. Pocas veces son necesarios para aportar claridad, pero su inexistencia en algunos casos termina achatando, opacando el dramatismo de las escenas.

Esperaremos a la adaptación cinematográfica de esta muy meritoria novela que, con guión del propio autor, estaría estrenándose durante 2012.

10/11

sábado, 29 de octubre de 2011

Turnos

El “tercer turno” quiere decir de once de la noche a siete de la mañana, como en prisión. Cuando estás cumpliendo condena aprendes que cada turno tiene su personalidad propia. En el primero, la comunidad exhibe sus mejores modales; es cuando se permiten visitas y la única hora en que aparecen los de la Comisión para la libertad condicional, así como los insoportables terapeutas, consejeros y maniáticos religiosos. El segundo turno es donde se resuelven las disputas, si se trata de cosas serias. Las peleas en la cárcel duran pocos segundos: uno muere y el otro se va por ahí. Si el tipo a quien apuñalas no muere, tiene derecho a la revancha. Y el tercer turno es aquel en el que si no te gusta la habitación, te vas del hotel: es cuando los más jóvenes se ahorcan en sus celdas. La prisión es exactamente igual al mundo libre: prepotencia, violencia y muerte, sólo que en prisión los horarios son más ajustados.

(Andrew Vachss, Strega, Barcelona, Ediciones B, 1988, pg 34)

martes, 25 de octubre de 2011

Hippies y revolucionarios

Por aquel entonces me ganaba bien la vida. Lo único que se necesitaba era conseguir algunos representantes genuinos del Tercer Mundo como compañeros, y recaudabas fondos más rápido que el Reverendo Ike, diciendo a los hippies que estabas financiando una acción revolucionaria, como, por ejemplo, el robo de un banco. En el Village se había levantado la veda, mejor todavía que en el East Side. Los hippies que vivían allí creían que con sus conspiraciones, planes, simulacros de bomba y cartas al editor estaban haciendo una verdadera contribución. Estaban demasiado ocupados organizando a los oprimidos, como para percibir el valor de una transacción monetaria, pero nunca sabían donde comprar los explosivos, así que también hice negocios con ellos. Menos mal que nunca intentaron tomar el Banco de América con la levadura que les vendía.

(Andrew Vachss, Strega, Barcelona, Ediciones B, 1988, pg 104)

Una transacción neoyorquina

Cerca de la pista donde aterrizan y despegan los helicópteros hay un aparcamiento al aire libre. El empleado era un chico con cara de hurón.

—¿Necesitas un ticket, tío?

—No lo sé —dije—. ¿Lo necesito?

—Dame cinco y estaciona allá —dijo señalando un rincón vacío—. Guarda las llaves.

El rótulo que había en el aparcamiento ponía siete dólares por la primera media hora. Una transacción neoyorquina: un poco para ti, otro poco para mí y a la mierda el que no está allí en el momento de hacer el trato.

(Andrew Vachss, Strega, Barcelona, Ediciones B, 1988, pg 293)

Contra la oscuridad, más oscuridad

Strega, Andrew Vachss

Es un lugar común ese que reza que se viaja a través de la lectura. Aunque prefiero viajar en aviones, yo mismo podría coincidir con dicha afirmación. Al fin y al cabo, casi todo lo que conozco del mundo se lo debo a los libros. Y como todo lector de novela negra, soy un viajero frecuente a ciertos destinos: Nueva York es uno de ellos. De modo que mi plan al abrir Strega era recorrer otra vez la Gran Manzana. Ya saben: un poco de acción cosmopolita en la capital del mundo, esas cosas…

Pero me equivoqué. Fiero me equivoqué. Porque cuando abrí Strega, el que me recibió fue Burke. Y Burke, un sujeto que mete miedo de verdad, peleador sobreviviente, me llevó a otro lado, a una Nueva York aterradora que junta la ferocidad del Harlem de Himes y la podredumbre moral del Brooklyn de Selby.

Pero más allá del escenario, Burke es el magnífico astro sombrío que tiene esta novela. Un magnético agujero negro, un personaje que irradia oscuridad. ¿Qué sabemos de él? Como narrador de esta historia, Burke no nos aburre con descripciones de sí mismo. Al contrario, y como debe ser, llegamos a conocerlo por el relato de sus episodios carcelarios, de sus delitos, sus escasas pero indestructibles lealtades, la forma ultraviolenta en que resuelve ciertos entuertos. Ha elegido una familia adoptiva que también dice mucho: Mamá, matriarca dueña de un restaurante chino; Max, un oriental sordomudo y letal, al que Burke considera su hermano; el Profeta y el Topo, dos malvivientes que saben de autos y de explosivos; Michelle, prostituta travesti que le oficia de secretaria callejera. Y Pansy, su enorme perra mastín napolitano, “sesenta kilos de músculo asesino”.

Burke se gana la vida de mil formas distintas, casi todas reñidas con la ley. Su único interés es sobrevivir un día más entre la basura, y le importa poco cómo. Una de sus tantas ocupaciones es la de investigador privado —desde luego, sin licencia—, que trabaja para otros delincuentres como él. Aunque no parece que aceptara fácilmente ninguno, hay un tipo de trabajo que Burke no puede rechazar…

En Strega una enigmática mujer logra contratarlo para que encuentre y destruya una fotografía. En ella aparece un niño siendo abusado por un adulto. Burke tiene algo personal con los pederastas: criado sin familia, en los reformatorios del Estado, se adivina el deseo de venganza que lo atraviesa cuando de abuso infantil se trata. Y sabemos que Burke puede ponerse muy violento: cualquier abusador pedirá a gritos una piedra de molino al cuello y un empujón al mar antes que cruzarse con él.

Además de ser un autor filoso como pocos, seco y magistral para tratar con la violencia extrema de una sociedad —o de toda una civilización—, Andrew Vachss es un abogado neoyorkino de activa lucha en contra del abuso infantil. Defensor de posturas (muy) políticamente incorrectas con respecto este delito, que él considera un flagelo que está llevando a la ruina a la humanidad, ha creado a Burke, especie de alter ego todoterreno, protagonista de una serie de 18 novelas de las que sólo se han traducido al castellano tres: Flood, Strega y Blue Belle.

Habrá que ir por las otras dos entonces.

Traducción: Susana Constante

10/11

Vaya un especial agradecimiento a Juan, Kike y Nicolás, la banda de secuaces de Vachss en Buenos Aires que me introdujeron en tan devastadora y alucinante lectura. Me deben una.

jueves, 20 de octubre de 2011

Pagar un tributo

… la organización entera estaba repleta y rebosante de frustrados diversos: ex artistas, científicos, campesinos, escritores, explotadores, poetas, abogados, médicos, músicos; todos ellos se pasaban sus vidas conformándose, por cierto. ¿Y conformándose con qué? Con formar parte de una especie de máquina gigantesca, sin objeto y diseñada al azar, que los hacía ir siempre corriendo en busca de psicoanalistas, que los enviaba a sanatorios mentales, les producía hipertensión y úlceras de estómago, los mataba a base de hemorragias cerebrales, ataques cardíacos y, a veces, suicidios. ¿Por qué debía pagar yo un tributo aún mayor a esa maquinaria fatal? Sería más fácil y más sencillo ser aplastado tratando de desmontar sus engranajes que ser machacado por ayudarla a funcionar.

(George Stroud)

(Kenneth Fearing, El gran reloj, Barcelona, RBA Libros, 2011, pg 126)


Sordo y ciego

Me dije a mí mismo que no era más que un instrumento, una máquina enorme, y que las máquinas eran ciegas. Pero no había comprendido enteramente el alcance de su peso y su fuerza aplastante. Era demencial. No se puede confiar en la máquina. Crea y destruye, y lo hace todo con glacial inhumanidad. Valora a las personas del mismo modo que valora el dinero, el crecimiento de los árboles, el ciclo vital de los mosquitos, la moral o el avance del tiempo. Y cuando suena la hora en el gran reloj, es que, en efecto, ha llegado la hora, el día, el momento preciso. Cuando dice que un hombre tiene razón, la tiene, y si descubre que está equivocado, está acabado, sin apelación. El gran reloj es sordo y ciego.

Claro que yo me lo había buscado.

(George Stroud)

(Kenneth Fearing, El gran reloj, Barcelona, RBA Libros, 2011, pg 159)

Como algo definitivo

Al fondo del vestíbulo, en el despacho de Sydney, había una ventana desde la que, mucho tiempo antes, se había tirado un director adjunto ya casi olvidado. Yo me preguntaba de vez en cuando si lo habría hecho después de una reunión como aquélla. Recogió sus notas, recorrió el pasillo hasta su despacho, abrió la ventana y saltó al vacío. Así de sencillo.

Pero nosotros no estábamos locos.

No éramos críos de una guardería progresista que se contaban unos a otros sus fantasías grandilocuentes. Ni las cosas que hacíamos allí eran completamente inútiles.

Lo que decidíamos en aquella habitación sería leído tres meses después por más de un millón de nuestros conciudadanos, y lo que leyesen lo aceptarían como algo definitivo. Puede que no supieran que lo estaban haciendo, puede que por un momento incluso estuvieran en desacuerdo con nuestras decisiones, pero aun así seguirían los razonamientos que les presentásemos, recordarían las frases y el tono de autoridad, y al final, una vez sedimentadas, sus opiniones serían las nuestras.

(George Stroud)

(Kenneth Fearing, El gran reloj, Barcelona, RBA Libros, 2011, pg 35)

lunes, 17 de octubre de 2011

Atrapado en el engranaje

El gran reloj, Kenneth Fearing

Se dice por ahí que el panorama actual de la novela negra es brillante, que hay una especie de apogeo. La profusión de nuevos títulos y autores resulta por momentos apabullante si uno quiere estar al tanto de lo que se publica. Por cierto, es inevitable decepcionarse de vez en cuando. Pero, gracias a algunos editores inteligentes, también se termina encontrando alguna gema imperdible de esas que le renuevan a uno las esperanzas. Es el caso de la colección Serie Negra de RBA —para quienes no todos son tanques-bestseller—, que nos trae este clásico aparecido en 1946. El gran reloj sorprende por muchos motivos, y no es el menor su absoluta vigencia.

George Stroud, protagonista y unos de los narradores de esta historia, es un alto ejecutivo de una todopoderosa corporación mediática. Está al frente de una de sus publicaciones, que se ocupa de noticias policiales. Vive en un tranquilo suburbio de Nueva York, con su mujer Georgette, y su hija Georgia —todos entre ellos se llaman “George”, en uno de los tantos guiños “raros” que tiene esta novela. Su vida transcurre entre la apacible monotonía suburbana y las miserables intrigas políticas que se tejen en Empresas Janoth, la burocrática megacorporación que lo emplea.

Todo funciona bien y a Stroud sólo lo espera un futuro de progreso y bienestar, hasta que conoce a la magnética Pauline Delos (“Tus ojos sólo veían inocencia en ella, pero para tus instintos era sexo en estado puro, y tu cerebro te decía que ahí había un perfecto infierno”). Pauline es la mujer de Earl Janoth, el magnate dueño del imperio mediático y —sí, adivinaron— tarda muy poco en convertirse en la amante de Stroud.

Así las cosas, y luego de un fin de semana de placer y de una ronda de bares con Pauline, George casi es descubierto por Janoth al acompañarla a ella a su casa. Desde la esquina, George contempla a la pareja entrar al edificio, sin saber que será la última vez que la vea a ella con vida: al día siguiente Pauline aparece asesinada de un golpe en la cabeza.

Y es en este momento que la novela tiene un quiebre. Hasta acá leímos una muy entretenida historia cuyo clima recuerda tanto a Cheever —esa gente que vive en un equilibrio que cree sólido, y cuyo sustento parecen ser los cereales del desayuno y la puntualidad de los trenes; esa permanente sensación de que todo está a punto de irse al demonio— como a Orwell —por la ominosa presencia de La Organización, ese Gran Reloj que todo lo controla. Pero a partir del crimen de Pauline se corre un velo y todo cobra una velocidad desenfrenada, una montaña rusa que mantendrá al lector agarrado de las pestañas, imposibilitado de cerrar el libro.

¿Por qué? Porque la todopoderosa organización decide, desde sus más altos estamentos, encarar una extraña investigación. Lo ponen al frente de la misma al propio Stroud, otorgándole carta blanca para que haga uso de los infinitos recursos de Empresas Janoth. Con la excusa de una supuesta conspiración de unos competidores, el objetivo es encontrar a un sujeto que anduvo por ciertos bares en compañía de cierta mujer (y a quien alguien vio en cierta esquina esa noche). Nadie sabe quién es este tipo, excepto Stroud, quien se encuentra en la desesperante situación de tener que perseguirse a sí mismo para que le endilguen un crimen que no cometió. Claro que tiene otra opción: admitir que estuvo ese día con Pauline, destruyendo así la armonía de su propia familia.

La historia está narrada por distintas voces, la principal de las cuales es la de Stroud, recurso que sirve perfectamente para dosificar el suspenso de la trama. Fearing despliega su desbordada imaginación tanto para crear el bar de Gil —donde se puede encontrar desde una locomotora hasta ¡el cuervo de Poe!—, como para retratar las perversiones de un capitalismo alienante —el delirante proyecto de los “Individuos Financiados” recuerda a muchos de los peligrosos artefactos diseñados por los cerebros de la ingeniería financiera marca siglo XXI.

Hay quienes consideran a El gran reloj una gran novela, un verdadero clásico. Ese grupo incluye a Raymond Chandler y a Paco Camarasa. Y, a partir de hoy, me incluye a mí.

Traducción: Fernando G. Corugedo

10/11

El gran reloj fue llevada al cine dos veces. La primera en 1948 (The big clock), y la segunda en 1987, adaptada como Sin salida, con Kevin Costner y Gene Hackmann.

jueves, 13 de octubre de 2011

Una normalidad insultante

Da vueltas y vueltas por ese barrio cualquiera del conurbano buscando alguna calle lo suficientemente desierta como para deshacerse del cadáver. Pero en todas las esquinas hay alguien: una vecina que barre y silba un valsecito, dos muchachos tomando la última cerveza de la noche aunque ya sea entrada la mañana, un repartidor de leche o de pan, tres o cuatro tipos arreglando una vereda, un viejo en camiseta, sentado en un banquito escuchando la radio. Le parece ridícula e insultante esa normalidad al señor Machi, lo ofende y asombra esa gente simple gastando sus gestos rutinarios, serenos, apacibles en este barrio cualquiera de casas bajas en el conurbano bonaerense mientras él, que gasta dinero para tener esa paz, que tendría que estar llegando a su casa —a la serenidad, la seguridad y el confort que ofrece una casa en El Barrio, el country amurallado en el que vive— está metido en una película de terror.

¿Por qué ellos están tan tranquilos y yo no?, se pregunta el señor Machi. ¿Pueden pagar estos piojosos lo que yo pago para mantenerme a salvo y seguro? Niega con la cabeza, las manos atenazando el volante, como si de pronto odiara la suavidad del tapizado, la docilidad de la dirección hidráulica, la carrocería negra y perfecta.

(Kike Ferrari, Que de lejos parecen moscas, Madrid, Ediciones Amargord, 2011, pg 57)

El animal de la paranoia

El animal de la paranoia que puso alerta al señor Machi le impide por unos instantes ver lo evidente.

No mira la cerradura al abrir el baúl ni mira adentro cuando va en busca del cargador de repuesto, sino que tantea a ciegas y, con la Glock apuntando al piso, recorre el perímetro con la vista: primero a los lados, después hacia atrás para cuidar las espaldas. Y es en ese momento cuando, antes de ver, siente algo pringoso y húmedo en la mano que tantea buscando el cargador. La saca rápido, como si lo hubiese picado una araña.

La mano —pringosa y húmeda— está, además, roja. Recién entonces el señor Machi vuelve los ojos al interior del baúl.

(Kike Ferrari, Que de lejos parecen moscas, Madrid, Ediciones Amargord, 2011, pg 31)

lunes, 10 de octubre de 2011

Otro oscuro día de justicia

Que de lejos parecen moscas, Kike Ferrari

En la literatura en general, y en las lecturas negras a las que se refiere este blog, abundan los malos tipos. Hablo de historias realistas, en las que para poner el Mal sobre la mesa, hay que meterlo en la piel de personajes de carne y hueso. Muchas veces esos personajes son piecitas apenas un Gran Sistema maligno, e incluso entonces, cuando se quiere hablar de ese Mal, de ese Sistema, no queda otra que armar los personajes adecuados, darles cuerda y que se empiecen a mover y a hablar para mostrarnos las bajezas de las que el ser humano es capaz.

Hablando entonces de malos tipos, el señor Machi, protagonista de Que de lejos parecen moscas, es un ultra concentrado. Un malo de máxima pureza, para usar términos que le son familiares. El hecho de que sea bien argentino habilita a una calificación como la que le darían en cualquier barrio de por acá: el señor Machi es un reverendísimo hijo de mil putas.

Habituado a su imperio de chicas fáciles, autos veloces y merca de la buena, se siente protegido allí en su universo de contactos poderosos, con sus guardaespaldas asesinos de pasado nauseabundo, su fortaleza en un barrio privado y su Glock en la guantera. ¿Quién le va a tocar el culo a un tipo como él? ¿Hay alguien ahí afuera más seguro, más impune que el señor Machi?

He ahí el problema que se le escapa a nuestro hombre: en la construcción de su imperio hubo algunos daños colaterales. Pequeñas fisuras, apenas detalles, que fueron creciendo como focos infecciosos, no desde afuera sino desde adentro. Una familia que lo odia. Un jefe de seguridad que es como tener un tiburón blanco en la pileta. Empleados tratados como basura. Esposos cornudos. Competidores barridos con métodos que no se enseñan en las escuelas de administración. Chicas desesperadas, que cambian jueguitos sexuales por un pase de merca.

Su omnipotencia lo ha nublado de tal manera que nunca vio que sus enemigos bien podrían estar ahí, a su lado. Hasta que un día, con una goma pinchada en el medio de la autopista, encuentra en el baúl de su propio coche un cadáver con un tiro en la cara.

Comienza entonces el día más largo en la vida de Machi: debe arrastrarse de punta a punta de los suburbios de Buenos Aires, buscando una manera de deshacerse de “eso”, mientras se le acaba la cocaína y la batería del celular. Mientras entiende que se quedó solo.

La crudeza del lenguaje y el inteligente planteo de Ferrari, intercalando flashbacks que van explicando la histora de Machi y sus potenciales enemigos, hacen que la novela se lea de un tirón. No sólo porque está muy bien escrita, sino porque esa buena narración hace que uno, espantado y todo —olvidando por un rato al desconocido del baúl—, disfrute del calvario de Machi. Se siente una especie de justicia —literaria, pero justicia al fin— al verlo fracasar en sus cobardes intentos de “volver a la normalidad”, al sentir cómo transpira sus ropas caras, cómo enloquece, solo y duro de merca, embarrando su BM poderoso en calles que le son extrañas y amenazadoras.

Con una diagramación algo desprolija, Que de lejos parecen moscas, de la madrileña Ediciones Amargord, se presentó este año en la Semana Negra de Gijón. Gracias a ese evento fue que conocí parte de la obra de Kike Ferrari. He leído en internet algunos muy buenos relatos suyos, y me enteré de que tiene otro par de novelas editadas en Buenos Aires. Habrá que tenerlo en la mira.

Un personaje inolvidable. Una historia cruda, violenta y atrapante. Un narrador rabioso que aparece como un buen antídoto ante tanta chatura nórdica invadiendo el panorama negrocriminal. Y todo es de acá, bien de acá. ¿Qué más se puede pedir? Sí, ya sé: que se consiga en Buenos Aires.

9/11

domingo, 9 de octubre de 2011

El sonido del miedo

¿Cuál es la sintonía del siglo XX? Podríamos celebrar un debate sobre ello. Unos acaso dirían que es el sereno zumbido del motor de un avión. Quizás el de un solitario caza deslizándose por un cielo azul en la década de 1940. O el aullido de un reactor volando bajo, haciendo temblar la tierra. O el bop bop bop de un helicóptero. O el bramido de un avión de carga 747 al despegar. O las explosiones de las bombas que caen sobre una ciudad. Todos cumplirían los requisitos. Son ruidos exclusivos del siglo XX. Nunca se habían oído antes. Jamás en la historia. Algunos optimistas insensatos tal vez votarían por una canción de los Beatles. Un coro de ye, ye, ye apagándose bajo los chillidos del público. Me gustaría esa opción. Pero una canción y unos gritos no reúnen los requisitos. La música y el deseo han estado entre nosotros desde el origen de los tiempos. No se inventaron a partir de 1900.

No, la cortina musical del siglo XX es el chirrido y el estrépito de las orugas de los tanques en una calzada pavimentada. Ese sonido se oyó en Varsovia y en Rotterdam, en Stalingrado y en Berlín. Y se volvió a oír en Budapest, en Praga, en Seúl y en Saigón. Es un sonido terrible. Es el sonido del miedo. Habla de una fuerza abrumadora. Y habla de indiferencia lejana e impersonal. Las bandas de rodadura del tanque chirrían y traquetean, y el propio ruido que producen nos revela que no pueden detenerse. Nos comunica que somos débiles e impotentes contra la máquina. De repente, una oruga se para y la otra sigue y el tanque da media vuelta y avanza tambaleándose hacia nosotros, rugiendo y chirriando. Éste es el verdadero sonido del siglo XX.

(Jack Reacher)

jueves, 6 de octubre de 2011

La santísima trinidad

Teníamos una serie de posibles sospechosos. Era una base cerrada, y el ejército es bastante eficiente en saber quién está en cada lugar en todo momento. Podíamos empezar con metros de papel impreso y analizar cada nombre según un sistema binario, posible o no posible. A continuación podíamos reunir todos los posibles y trabajar con la santísima trinidad universal de los detectives: medios, móvil y oportunidad. Los medios y la oportunidad no revelarían gran cosa. Por definición, nadie estaría en la lista de los posibles a menos que se demostrase que tenía una oportunidad. Y en el ejército todo el mundo es físicamente capaz de estrellar una barra de hierro contra la cabeza de una víctima desprevenida. Sería un equivalente aproximado del requisito más básico para entrar.

O sea que vamos a parar al móvil, que a mi entender era donde empezaba todo. ¿Por qué?

(Jack Reacher)

(Lee Child, El enemigo, Barcelona, Ediciones B, 2006, pg 163)

lunes, 3 de octubre de 2011

Intrigas en un nuevo orden mundial

El enemigo, Lee Child


El enemigo es la primera de las historias de Jack Reacher, el detective creado por el británico Lee Child. No es la primera novela, pero sí la que ocurre más temprano en el tiempo, y de ella podemos aprender mucho acerca del protagonista.

Estamos en el Año Nuevo de 1990. Jack Reacher se encuentra destinado en una base de Carolina del Norte. Ha llegado allí pocos días antes, procedente de Panamá (Noriega, operación Causa Justa, ¿a alguien le suena?). En medio de los festejos de Año Nuevo, en su carácter de comandante de Policía Militar, Reacher debe asistir a un sucio motel de un cruce carretero cercano a la base. Allí ha aparecido muerto un alto general, jefe del cuerpo de Blindados con asiento en Alemania, que se encontraba de paso hacia una importante reunión a celebrarse en California. ¿Qué hace ahí? ¿Con quién estaba? Parece que ha muerto de un ataque al corazón, pero ¿solo, y con un condón puesto? En cualquier caso, hay en el Ejército gente que está muy interesada en que no crezca un escándalo a partir de esto.

Digamos que un general muerto en un motel no es cosa fácil de manejar, pero muy distinto es que enseguida aparezca asesinada la esposa del mismo general, quien vivía en una ciudad cercana a la base. ¿Mucha casualidad pensar en un ladrón? Encima, dos días más tarde el cadáver de un integrante de los comandos Delta aparece en medio del campo, en una escena armada para simular un crimen de índole sexual.

Reacher, que no cree mucho en las casualidades, debe buscar la conexión entre estos hechos. Con ayuda de la teniente Summer encara las investigaciones, a menudo transgrediendo muy alevosamente la disciplina militar. Se convierte en poco menos que un renegado, perseguido por pares y superiores a medida que va desentrañando una intriga política de grandes proporciones. En un mundo que se ha vuelto del revés luego de la caída del Muro, muchos saben que se vienen cambios violentos en el Ejército, y todos están trabajando para sacar el mejor provecho de ellos. Reacher debe entonces destapar intrigas internas que lo llevan a recorrer medio mundo, desde California a Frankfurt, pasando por París.

Paralelamente, conocemos al hermano de Reacher. También es un alto funcionario del gobierno. Ambos deben encontrarse para ir a ver a su madre, que está agonizando sola en París. Esta trama paralela, en un registro que poco tiene que ver con el policíaco, resulta muy interesante por la información que nos da acerca de Reacher y su familia, pero por sobre todo porque nos muestra un costado de Reacher al que no estamos habituados: el de los afectos. Perfectamente escrita, de lo mejor del libro, resulta emocionante presenciar la forma en que los hermanos Reacher se enfrentan a la pérdida.

En mi anterior reseña sobre él, ya encontré varios características que me gustaban del Reacher detective privado. Sin embargo, en El enemigo todavía se desempeña como un militar de un ejército imperial, cuyas “Causas justas” viene sufriendo el mundo entero desde hace rato. ¿Cómo se entiende que, aun así, el personaje caiga tan bien? Se me ocurre una explicación: Reacher es un outsider. Trabaja en el ejército, y es leal a él, pero como todo buen detective que se precie, Reacher tiene sus convicciones, su moral, y no hay norma del ejército que pueda pasar sobre ellas. Nada más lejano a Reacher que el concepto de “obediencia debida”, en su acepción mala. El lector nunca pierde de vista que, tarde o temprano, Reacher acabará teniendo problemas son sus empleadores…

Una gran novela de un gran personaje. Invita a hacerse fan de la serie. A diferencia de El camino difícil, El enemigo está narrada en primera persona por el propio Reacher. Este detalle ya me lo había adelantado mi amigo Diego Ruiz, de elaleph.com, que me prestó el libro (y también el próximo de la serie). ¡Gracias, Diego!

Traducción: Juan Soler

9/11