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martes, 19 de noviembre de 2013

Discovery Chaco: otros monstruos perfectos

Bajo este sol tremendo, Carlos Busqued

Hay libros que admiten diversas lecturas. Funcionan en distintos registros. Algunos, incluso, son buenos de todas las formas en que uno pueda leerlos. Sospecho que Bajo este sol tremendo es uno de esos libros extraños: ¿es policial negro, es realismo sucio, es terror?

Podría decirlo así: Bajo este sol tremendo es uno de los libros más escalofriantes con los que me haya cruzado en el último tiempo.

Es difícil describir una trama en la casi no pasa nada. Un día, mientras fuma porro y mira un documental del Discovery Channel, Javier Cetarti recibe un llamado telefónico: un tal Duarte le informa que su madre y su hermano, a quienes Cetarti hace rato que no ve, fueron asesinados en Lapachito, un pueblo del Chaco. El asesino, un tal Daniel Molina, concubino de aquella, después se voló la cabeza (no sin antes quitarse la dentadura postiza). Duarte se presenta como “el albacea” de Molina.

Cetarti, que está sin trabajo, viaja a Lapachito. Sin tristeza ni dolor: va porque no tiene otra cosa que hacer, y se supone que debe ir. Allí conoce a Duarte quien, como Molina, es militar retirado. Tiene contactos “en la obra social” y le propone a Cetarti una trampita para cobrar el seguro de vida de Molina. A medias.

Duarte colecciona videos de porno duro y construye maquetas de aviones. Trabaja con Danielito, el hijo de Molina. Danielito tiene algunos problemas. El más serio es su madre desequilibrada, pero también están sus perros, sus pesadillas y su colchón siempre meado. ¿Y en qué trabajan Duarte y Danielito? Secuestran gente.

De vuelta en Córdoba con las cenizas de sus familiares, Cetarti se muda a la casa de su hermano muerto, en un barrio periférico cerca de un matadero. La casa parece un basural. Cetarti pasa los días clasificando la basura, sobreviviendo a base de porros, documentales monstruosos por el cable y pizza fría (“una pizza le duraba dos días”), y pensando en  largarse a la ruta y desaparecer. Le cuesta conseguir marihuana en el nuevo barrio, así que decide llamar a Duarte a Lapachito. Avisarle que se va para allá a buscar porro. Duarte —cuyas actividades con Danielito hemos seguido de cerca— le dice que justo tiene algo que hacer por Villa María. Que mejor él lo pasa a buscar. Ese encuentro es el que encaminará la novela hacia su perfecto final.

Y listo. Eso es toda la historia.

Del libro más escalofriante con el que me he cruzado en mucho tiempo.

Escalofriante por su atmósfera opresiva, irrespirable. La prosa seca, absolutamente despojada, dura como el paisaje que atraviesan sus personajes en la ruta instala al lector en la geografía de un pueblo que se hunde en “mierda y meo de los pozos negros”, en el aire viciado del barrio del matadero, en las habitaciones nubladas de porro y azuladas por el ruido blanco de los televisores. Y en el sótano en los que pasan las horas las víctimas de Duarte y Danielito.

Escalofriante por las vidas muertas, oscuras de Cetarti y Danielito, dos tipos carentes de deseo, sin ningún interés por nada más que ver pasar el tiempo. O ni eso. Con los ojos rojos, atiborrados de marihuana y coca cola, Cetarti y Danielito, que recién se conocen al final de la novela, son de alguna forma espejos el uno del otro: ambos sueñan con sus hermanos muertos, sus madres fueron pareja del mismo Molina, asesino y suicida.

Escalofriante por Duarte, el personaje más aterrador, por muy lejos. Duarte, en su casa pulcra, con sus avioncitos de plástico, instala un terror sordo, sin mostrar más que una carcajada, un par de sopapos o unas palabras duras al negociar un rescate. Mete miedo con detalles, pinceladas: Duarte no mira porno para excitarse sino para “ver hasta qué cosa es capaz de hacer o dejarse hacer una persona”. Duarte trata de “mamita” a la vieja que tiene secuestrada (“Uy, mamita, devolviste todo el desayuno”). Duarte se ríe con h, nunca con j: “he, he…

Bajo este sol tremendo, en suma, resulta escalofriante por lo que no se dice ni se muestra. Este es el mayor mérito de la novela. Ninguno de los personajes juzga nada. Toda moral les resulta ajena. Para ellos, los monstruos son algo que sólo se ve en los canales de documentales. Nunca en el psicópata que les está pasando el porro. Es el lector el que termina de construir el resto del iceberg. Y es un iceberg grande y de puro horror.

Busqued construye este terror con una prosa corta y brutal. Y con los diálogos. Ah, los diálogos. Qué buenos diálogos escribe Busqued acá. Y qué funcionales a la historia. Es para celebrar, con lo que cuesta encontrar autores argentinos que manejen bien los diálogos. Otro de los puntos que, como dice la contratapa, emparenta esta novela con la obra de los hermanos Coen.

Llegué a este libro (¿de culto?) por recomendación de mi amigo y gran escritor, Daniel De Leo. Yo no lo conocía a Busqued (chaqueño como Molfino, otro creador de monstruos). Cuando vi la foto en la solapa, con su remera de Motörhead, ya me cayó bien. Leí el libro y me cayó mejor. Más tarde, investigando para esta reseña, visité el blog que mantiene (que sí conocía sin saber de su autor, y que ahora, visto desde acá, me resulta evidente laboratorio de ensayo para su literatura), y leí alguna entrevista. Supe que se considera un freak poco sociable, que le molesta “el escritor que pelotudea, el autor que empieza a poner lo que piensa”. Y ahí me terminó de cerrar. ¿Por qué? Porque tengo la impresión de que Busqued —con Anagrama y todo—, es un escritor que no se toma demasiado en serio a sí mismo. Que no se la cree. Y ese es, siempre, un buen comienzo.


Ojalá pueda mantenerse así, y encontremos pronto otra novela suya tan terrorífica y sucia como esta.

11/13

lunes, 19 de septiembre de 2011

Matando con el enemigo

El décimo Infierno, Mempo Giardinelli

El décimo infierno narra una historia de pasiones desbocadas, desenfrenadas, descontroladas. En fin, de pasiones. Y de muerte, mucha muerte. El escenario es nuevamente el caliente Chaco, lugar de nacimiento del propio Giardinelli, pero esta vez no estamos en época de la dictadura sino en los albores del tercer milenio.
Alfredo Romero es un operador inmobiliario de Resistencia. En este Payton Place argentino, Alfredo tiene una caliente relación íntima con Griselda, la apetecible esposa de su socio. Testigos de la inexplicable abulia de este último, y algo irritados por semejante pasividad, deciden matarlo. Así nomás, en una charla casual: “¿Y cómo lo haríamos?”
El plan de Alfredo y Griselda es la ausencia de plan: lo liquidan de un fierrazo. Y escapan. ¿Adónde? Al patio trasero del patio trasero, es decir, al Paraguay. Ese camino es un reguero de sangre vertiginoso que no da respiro al lector. En ese periplo tan violento como entretenido, Alfredo y Griselda eligen arrasar con la moral biempensante “clasemedia argenta” para vivir lejos de sus ataduras. ¿Que el precio es cargarse a unos cuantos infelices? ¿Y a quién le importa?
Recordando la recientemente comentada Luna caliente, da la sensación de que para un escritor de la talla de Giardinelli escribir El décimo infierno fue apenas un entretenimiento menor, un pasatiempo entre la escritura de obras mayores, ¿quién lo sabe? Pero no deja de ser una apreciación errónea. Escribir una nouvelle —apenas alcanza las 100 páginas— como esta no es un trabajo fácil o al alcance de cualquiera. Para nada. La novela se lee de un tirón, lo que es un mérito enorme. Está plagada de buenos cliffhangers que obligan a dar vuelta la página en busca del siguiente capítulo. A su vez reflexiona con agudeza sobre los frívolos noventa, y sobre la doble moral y la hipocresía de ciertos sectores de nuestra sociedad. Y lo que más me gustó: la forma en que el horror y la locura van carcomiendo esa relación entre Alfredo y Griselda, que son primero amantes, luego cómplices y luego…
El final de la novela no me pareció de lo más redondo, tal vez por lo ambiguo de la resolución. Pero el mismo no le quita ni un gramo de interés: bueno novela, muy entretenida, y muy bien escrita.
9/11

lunes, 22 de agosto de 2011

Cómo mata el viento norte

Luna caliente, Mempo Giardinelli

Un joven y promisorio abogado, con estudios doctorales realizados en Francia, regresa a su tierra natal, el Chaco. Es recibido con honores. Lo espera un futuro como funcionario público o como juez.

Un asesino escondido en una húmeda habitación del Hotel Guaraní, en Asunción. La culpa se le está volviendo paranoia y terror: sabe que de un momento a otro lo vendrán a buscar.

El primero y el segundo no son dos personajes distintos de Luna caliente, sino uno solo: Ramiro Bernárdez. Lo que media entre aquel brillante doctor y este fugitivo acorralado se llama Araceli, una niña de trece años que arrasó con todo, como un viento caliente del páramo chaqueño.

Luna caliente es una historia sórdida de sangre y erotismo, cuya oscuridad se ve potenciada por el ambiente ominoso de la dictadura, cuando los retenes militares en las rutas podían significar algo mucho peor que un control de documentación. Una historia cuyo disparador es, ni más ni menos, el deseo sexual de un adulto por una nena de trece años, que encima corresponde a ese deseo. Es un tema delicado si los hay, pero en la mano maestra de Giardinelli logra transmitir al lector la angustia, la desesperación y el dolor que provoca el deseo cuando es ingobernable.

Novela negrísima sobre las pasiones humanas y su potencial para trastornar los planes, las vidas, las almas, el mundo, Luna caliente debería ser considerada a estas alturas un clásico de la literatura de género negro escrita en Argentina. Con un registro estilístico perfecto —seco, filoso, frases cortas, diálogos precisos—, con la economía de recursos y la unidad de efecto que se espera de un cuento —no en vano, Giardinelli es considerado uno de nuestros mejores cuentistas vivos— esta nouvelle de poco más de 120 páginas, se lee de un tirón.

Un viaje estremecedor al Chaco de la dictadura, a los arroyos infestados de mosquitos en los que espera la muerte. Un viaje al sexo prohibido de Ramiro y Araceli.

Todos lugares tan calientes y húmedos como el mismísimo Infierno.

8/11

lunes, 25 de julio de 2011

La educación criminal

Monstruos perfectos, Miguel Ángel Molfino

Supe de esta novela y de este autor por una auspiciosa crítica de Guillermo Saccomano publicada en Página/12. No abundan en nuestra (por argentina) literatura contemporánea los buenos autores de este género, de modo que me aboqué a la búsqueda de Monstruos perfectos. Descubrí que no se la podía encontrar en las grandes cadenas de librerías de Buenos Aires. Finalmente —ventajas de tener un blog—, me dejaron la dirección de la Librería de la Paz, en pleno San Telmo. Allí la encontré, ansioso, una fría mañana de sábado.

La historia de Monstruos perfectos es la historia de Miroslavo Hordt, y de cómo pasa de ser el adolescente algo retrasado y tímido que contempla atardeceres desde el techo de un galpón, al proyecto de delincuente que se ve envuelto en operaciones ilegales y tiroteos. La asombrosa transformación comienza cuando dos hombres —que me recordaron a los asesinos del famoso cuento de Hemingway— llegan a la casa de Karel y Marcelina, padres de Miro. La visita termina con unos disparos. Miroslavo los escucha desde cierta distancia, antes de caer desmayado de terror, escondido en el galpón.

Al día siguiente, con la ayuda del fiel indio Veinte Pesos, Miroslavo entierra los cadáveres y huye. Sabe que tarde o temprano van a buscarlo como sospechoso de los asesinatos. Comienza así un periplo en el que, con el despiadado comisario Velarde y sus agentes pisándole los talones, Miro no tardará en cruzarse con Hansen, un violento traficante de armas que lo iniciará en la vida delictiva. Mientras tanto y cerca de allí, el corrupto abogado Maciel organiza un golpe a un camión de caudales. El azar hará que las historias de todos ellos se crucen en una cruenta noche a orillas del Paraná…

Monstruos perfectos es una novela que me produjo sensaciones encontradas. Es una novela que no me ha gustado del todo, pero que aún así debe ser celebrada. Empiezo por enumerar los puntos altos que le encuentro a esta obra. Primero, el escenario: la poética descarnada de Molfino logra retratar la brutalidad de esa naturaleza hostil del Chaco, la marginalidad y la miseria de los que sobreviven a la vera de un río sucio de barro y de sangre. El primer capítulo instala al lector en medio de ese paisaje perturbador con una eficacia muy meritoria. Por otra parte, la trama tiene todos los elementos que hacen a una buena historia del género: el joven Miro fugitivo —iniciado en las armas por el peligroso traficante Hansen, y en el sexo por la voluptuosa Lucrecia—; los policías que, sabiéndose impunes en una tierra sin ley, arrancan confesiones y vidas a fuerza de golpes de picana; el Dr. Maciel y su banda de delincuentes cuasi aficionados; los mafiosos paraguayos, chinos y ¿¡mexicanos?! Molfino logra, además, una muy correcta reproducción de época. Por un lado, se apoya en los elementos más “fáciles”, casi costumbristas: marcas de cigarrillos, de ropa, de autos, Lucrecia como un homenaje a la Coca Sarli. Pero por otro —y acá está el verdadero mérito— reproduce un clima de época a través del lenguaje de algunos personajes, a través de la presencia ominosa y opresiva del poder militar, a través de la mención de las armas en juego: todos elementos que transportan al lector a una época de la Argentina en la que se estaba gestando el período más negro de nuestra historia reciente.

Sin embargo, hay algunos aspectos que deslucen estos puntos buenos. Por empezar, hay demasiados pasajes de la novela que parecen “descuidados” por el autor —¿o debería decir por el editor?—, en cuestiones bien técnicas del proceso de escritura. Me refiero a problemas de punto de vista, o a espacios activos ausentes o mal utilizados, o el uso algo caótico de las bastardillas reemplazando a los que son lisa y llanamente líneas de diálogo. Todos “detalles” —lamentablemente, cada vez más se los considera meros “detalles”— que incomodan la lectura, y que podrían perdonarse en una edición de autor, o en un primera publicación, pero que desmerecen a una novela con las aspiraciones que tiene Monstruos perfectos. Le cuestiono también algunos lugares comunes —el malo Uría, un millonario más propio de Bel Air que de Estero del Muerto; los contactos políticos de Maciel— y un coqueteo con el humor que desentona, que resta en vez de sumar, y del que Molfino no sale indemne.

Sin embargo, reafirmo lo dicho más arriba. Monstruos perfectos es una novela que, aún con sus defectos, debe ser celebrada porque no abundan novelas así: de color bien negro y de identidad bien argentina.

7/11