Bajo este sol tremendo,
Carlos Busqued
Hay
libros que admiten diversas lecturas. Funcionan en distintos registros.
Algunos, incluso, son buenos de todas las formas en que uno pueda leerlos.
Sospecho que Bajo este sol tremendo
es uno de esos libros extraños: ¿es policial negro, es realismo sucio, es
terror?
Podría
decirlo así: Bajo este sol tremendo es
uno de los libros más escalofriantes
con los que me haya cruzado en el último tiempo.
Es
difícil describir una trama en la casi no pasa nada. Un día, mientras fuma
porro y mira un documental del Discovery Channel, Javier Cetarti recibe un
llamado telefónico: un tal Duarte le informa que su madre y su hermano, a
quienes Cetarti hace rato que no ve, fueron asesinados en Lapachito, un pueblo
del Chaco. El asesino, un tal Daniel Molina, concubino de aquella, después se
voló la cabeza (no sin antes quitarse la dentadura postiza). Duarte se presenta
como “el albacea” de Molina.
Cetarti,
que está sin trabajo, viaja a Lapachito. Sin tristeza ni dolor: va porque no
tiene otra cosa que hacer, y se supone que debe ir. Allí conoce a Duarte quien,
como Molina, es militar retirado. Tiene contactos “en la obra social” y le
propone a Cetarti una trampita para cobrar el seguro de vida de Molina. A
medias.
Duarte
colecciona videos de porno duro y construye maquetas de aviones. Trabaja con
Danielito, el hijo de Molina. Danielito tiene algunos problemas. El más serio
es su madre desequilibrada, pero también están sus perros, sus pesadillas y su
colchón siempre meado. ¿Y en qué trabajan Duarte y Danielito? Secuestran gente.
De
vuelta en Córdoba con las cenizas de sus familiares, Cetarti se muda a la casa de
su hermano muerto, en un barrio periférico cerca de un matadero. La casa parece
un basural. Cetarti pasa los días clasificando la basura, sobreviviendo a base
de porros, documentales monstruosos por el cable y pizza fría (“una pizza le
duraba dos días”), y pensando en largarse a la ruta y desaparecer. Le cuesta
conseguir marihuana en el nuevo barrio, así que decide llamar a Duarte a
Lapachito. Avisarle que se va para allá a buscar porro. Duarte —cuyas
actividades con Danielito hemos seguido de cerca— le dice que justo tiene algo
que hacer por Villa María. Que mejor él lo pasa a buscar. Ese encuentro es el
que encaminará la novela hacia su perfecto final.
Y
listo. Eso es toda la historia.
Del
libro más escalofriante con el que me
he cruzado en mucho tiempo.
Escalofriante
por su atmósfera opresiva, irrespirable. La prosa seca, absolutamente
despojada, dura como el paisaje que atraviesan sus personajes en la ruta
instala al lector en la geografía de un pueblo que se hunde en “mierda y meo de
los pozos negros”, en el aire viciado del barrio del matadero, en las
habitaciones nubladas de porro y azuladas por el ruido blanco de los
televisores. Y en el sótano en los que pasan las horas las víctimas de Duarte y
Danielito.
Escalofriante
por las vidas muertas, oscuras de Cetarti y Danielito, dos tipos carentes de
deseo, sin ningún interés por nada más que ver pasar el tiempo. O ni eso. Con
los ojos rojos, atiborrados de marihuana y coca cola, Cetarti y Danielito, que
recién se conocen al final de la novela, son de alguna forma espejos el uno del
otro: ambos sueñan con sus hermanos muertos, sus madres fueron pareja del mismo
Molina, asesino y suicida.
Escalofriante
por Duarte, el personaje más aterrador, por muy lejos. Duarte, en su casa pulcra,
con sus avioncitos de plástico, instala un terror sordo, sin mostrar más que una
carcajada, un par de sopapos o unas palabras duras al negociar un rescate. Mete
miedo con detalles, pinceladas: Duarte no mira porno para excitarse sino para
“ver hasta qué cosa es capaz de hacer o dejarse hacer una persona”. Duarte
trata de “mamita” a la vieja que tiene secuestrada (“Uy, mamita, devolviste todo el desayuno”). Duarte se ríe con h, nunca con j: “he, he…”
Bajo este sol tremendo, en suma, resulta
escalofriante por lo que no se dice ni se muestra. Este es el mayor mérito de
la novela. Ninguno de los personajes juzga nada. Toda moral les resulta ajena.
Para ellos, los monstruos son algo que sólo se ve en los canales de
documentales. Nunca en el psicópata que les está pasando el porro. Es el lector
el que termina de construir el resto del iceberg. Y es un iceberg grande y de
puro horror.
Busqued construye este terror con una prosa corta y brutal. Y con los diálogos. Ah, los
diálogos. Qué buenos diálogos escribe Busqued acá. Y qué funcionales a la
historia. Es para celebrar, con lo que cuesta encontrar autores argentinos que
manejen bien los diálogos. Otro de los puntos que, como dice la contratapa, emparenta
esta novela con la obra de los hermanos Coen.
Llegué
a este libro (¿de culto?) por recomendación de mi amigo y gran escritor, Daniel
De Leo. Yo no lo conocía a Busqued (chaqueño como Molfino, otro creador de
monstruos). Cuando vi la foto en la solapa, con su remera de Motörhead, ya me
cayó bien. Leí el libro y me cayó mejor. Más tarde, investigando para esta
reseña, visité el blog que mantiene (que sí conocía sin saber de su autor,
y que ahora, visto desde acá, me resulta evidente laboratorio de ensayo para su
literatura), y leí alguna entrevista. Supe que se considera un freak poco sociable, que le molesta “el
escritor que pelotudea, el autor que empieza a poner lo que piensa”. Y ahí me
terminó de cerrar. ¿Por qué? Porque tengo la impresión de que Busqued —con
Anagrama y todo—, es un escritor que no se toma demasiado en serio a sí mismo.
Que no se la cree. Y ese es, siempre, un buen comienzo.
Ojalá
pueda mantenerse así, y encontremos pronto otra novela suya tan terrorífica y
sucia como esta.
11/13
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