domingo, 25 de noviembre de 2012

Encontrando una víctima


Había en esos versos algo que le sonaba a mensaje cifrado. Un no soy nadie, mátenme. Ruego eutanásico disfrazado de mala literatura. Báez Ayala pensó que cualquiera podía planear el crimen perfecto. La gran dificultad residía en encontrar la víctima adecuada que mereciera la pena. Una vida al pedo que honrara la muerte. Cerró la libreta cuando la chica le trajo el café.

(Horacio Convertini, La soledaddel mal, Villa María, Eduvim, 2012, pg 29)

sábado, 24 de noviembre de 2012

Un territorio de soledad


Le habló de un territorio en el que la soledad dolía. Una cárcel de paredes invisibles de la que él no podía salir y a la que nadie podía entrar. Excepto ella, Laura Dillon. De alguna manera había logrado traspasar las barreras que lo habían mantenido aislado toda su vida. Y creyó en la posibilidad de una liberación. Una liberación, claro está, que no implicaba salir al exterior, donde no existía nada que pudiera interesarle, sino más bien el albur de compartir el interior.
—A veces, Laura, veo algo de usted en mí.
Báez Ayala se llevó la mano derecha a la espalda, en un movimiento lento y ampuloso. La mirada se le había perlado con un sentimiento chirle que parecía desmentir la dureza de sus facciones.
—Usted es la única persona que puede ayudarme.
Sacó la pistola que tenía encajada en la cintura del pantalón son la punta de los dedos. Y la extendió hacia ella, el arma ahora en la palma de la mano como si fuera un pájaro muerto.
—Todo es tan difícil, Laura.

(Horacio Convertini, La soledaddel mal, Villa María, Eduvim, 2012, pg 137)

viernes, 23 de noviembre de 2012

Un hotel en Avenida de Mayo, de mañana


Las primeras luces del día se fueron filtrando por una hendija abierta entre dos paños del cortinado. Primero, anaranjadas y planas. Después, cada vez más blancas y oblicuas. Unas redefinieron las siluetas de las sombras que lo habían rodeado toda la noche y le dieron el aspecto tranquilizador de lo ordinario. Otras trajeron el ruido; en los pasillos, afuera. Se puso a hacer flexiones junto a la cama. Una hora sin parar, arriba, abajo, arriba, abajo, los brazos como pistones. La mente tricionera enfocada en ese ejercicio purificador que le borraba los miedos. Se arrancó el sudor con una ducha y bajó cerca de las nueve. Le pareció que las mucamas y el conserje de la mañana —sin tanta piel colgando en la cara— lo saludaban con una cortesía exagerada. Como si la historia del huésped que llega a medianoche pálido como un cadáver y se pone a repartir billetes hubiera sido la gran comidilla del personal del hotel. Desayunó bien: café negro, un jugo de naranja, tostadas con queso crema, fruta. Paró un taxi en la puerta y fue hacia su departamento. Se cambió, puso ropa limpia en el bolso, la estilográfica, fichas en blanco y la carpeta que le había dado Laura Dillon. Volvió al hotel. Llamó a Villán y lo citó a las once en la confitería de al lado.

(Horacio Convertini, La soledaddel mal, Villa María, Eduvim, 2012, pg 71)

miércoles, 21 de noviembre de 2012

Argentinian psycho


La soledad del mal, Horacio Convertini

Dice Wikipedia que un “asesino en serie es una persona que asesina a tres o más personas en un lapso de treinta días o más, dejando un periodo de «enfriamiento» entre cada asesinato, y cuya motivación se basa en la gratificación psicológica que le proporciona dicho acto”. El potente término “serial killer” fue acuñado por el agente del FBI Robert Ressler, en los años 70. Aliméntese con ese concepto y con unos cuantos casos famosos a la inefable maquinaria yanqui de “convertir-todo-en-pop” y se obtendrá la amplia galería de psicópatas de ficción que todos conocemos del cine y la literatura. Desde Hannibal Lecter a Patrick Bateman a Dexter o a quienquiera que sea hoy el “serial killer – best seller” del momento.

Me arriesgo a generar polémica —¿saltarán a mi cuello los cronistas expertos?— si digo que en la Argentina no tenemos una tradición de asesinos seriales que cumplan los requisitos de los profilers del FBI. Pongamos que tal vez el Petiso Orejudo se acerque a la idea, pero no mucho más. Desde luego, sí hay asesinos múltiples, de los que la crónica policial se ha ocupado muchas veces y bien. Pero de serial killers, asesinos seriales como los entendemos hoy, poco y nada. Por lo tanto, no llama la atención que en nuestra literatura tampoco vivan muchos personajes con ese perfil.

Hasta que aparece Báez Ayala.

Báez Ayala es un asesino serial. No, no, tranquilos que no estoy contando el final de la historia. Esto el lector lo sabe casi desde el comienzo de La soledad del mal, la novela de la que Báez Ayala, el asesino serial, es protagonista. El hombre vive solo, sin apremios económicos por ser heredero de una fortuna. No se le conoce un trabajo. Es un tipo metódico que hace ejercicios al levantarse, y que toma prolijas notas acerca de sus futuras víctimas. La primera que conocemos es Valeria, la profesora de inglés que vive en el departamento de al lado. La escucha, la espía, la analiza, la imagina. Y, finalmente, la ahorca con un cable de acero.

El otro personaje de esta historia es Laura Dillon. Amiga y expareja de Valeria, está empeñada en averiguar qué pasó con ella. Sus cañones apuntan a Walter Ortellao, un artista berreta y maltratador que tuvo una relación con la víctima. En su empeño por averiguar la verdad se le ocurre entrevistar al vecino de Valeria, ver si escuchó algo raro, si puede identificar una voz de las que sonaron esa noche al otro lado de la pared.

El encuentro entre Laura y Báez Ayala es el nudo de esta historia, el verdadero conflicto. Porque Báez Ayala, de quien conocemos su terrorífico pasado, ha encontrado en el asesinato un mecanismo para mantener a raya a todos esos fantasmas que lo vuelven loco desde siempre. Ha adoptado el asesinato como una forma de terapia. Y, aunque sigue siendo un alma torturada y sufriente y maligna, podría decirse que la terapia le funciona bastante bien: no es un antisocial. Logra mimetizarse. Es otra cara anónima en la indolente Buenos Aires. Hasta que aparece Laura y le pregunta por Valeria. Sin acusarlo, pero sacudiéndolo. Báez Ayala intenta desentrañar a esa mujer, entrarle con sus mil trucos de seductor —¿cómo que seductor no está en la definición de serial killer del FBI?—, sin éxito: lo que encuentra en ella es a la vez muro impenetrable y espejo: “A veces, Laura, veo algo de usted en mí”, le dice.

El autor estructura su novela apoyándose alternativamente en los puntos de vista de Laura y de Báez Ayala. En paralelo al relato lineal del presente, la visita a episodios del pasado de ambos personajes permite al lector adentrarse en sus psicologías, en especial en la del asesino. El estilo depurado, sin florituras innecesarias, respetuoso del lector, trabaja eficazamente en la construcción de ese universo oscuro que hay en la cabeza de un sujeto como Báez Ayala. La suma de aciertos resulta en un viaje tan atrapante como aterrador al interior de este psycho killer, si no el primero el más reciente de la literatura policial argentina.

Con La soledad del mal el periodista y escritor Horacio Convertini —“concursero nato”, según se ha definido él mismo— ganó el Primer Premio del Concurso Internacional Azabache de novela negra y policial, en su edición 2012. La jerarquía del jurado —Guillermo Orsi, Leonardo Oyola y Lucio Yudicello— justificaba la expectativa con la que este texto era esperado por quienes seguimos la producción del género en nuestro país. En mi caso, puedo decir que la expectativa resultó satisfecha con creces con esta historia tan entretenida como inquietante.
10/12

domingo, 18 de noviembre de 2012

Comedor social


Su paso por el comedor social le ha dejado una sensación extraña. La de abandonar la ciudad minutos antes de que entren en ella los bárbaros. De que la población diezmada, envejecida y derrotada se queda atrás y él sale en el momento preciso. Porque no es que estén los de siempre, las personas solas, los tarados, los inmigrantes, los deshauciados, los abueletes enloquecidos, las viejas con mocos, dignidad y abrigos limpios pero viejísimos. No, esos están, claro que están, multiplicados por diez. Sino que además se ve a otros, a los que estaban del otro lado hasta hacía apenas nada. Familias enteras que han perdido el trabajo y la esperanza, con esa carita de no entender qué ha pasado y por qué y en dónde están quienes eran. Familias que han perdido su casa por no poder pagarla. Que se han de mezclar con la chusma que antes solo veía en el salón de su hogar, dentro del televisor. Cristian no entiende a la gente. Por qué es tan jodidamente mansa. Por qué no afila los cuchillos y marcha hacia la parte de arriba de la ciudad. Por qué no entra en el Parlament, en los bancos, en las grandes empresas, en los platós de televisión, en las canchas de fútbol y pasa a todo dios a cuchillo. Por qué no roba ni saquea ni mata ni destroza el mundo a su alrededor. Por qué, al contrario, baja la vista, hace cola, pide la vez y sigue, mansa y vencida, la hilera de los fusilados, queriendo ser siempre la tela con la que se cosen los ricos y los poderosos, la silla donde dejan sus culos y sus pedos.

(Carlos Zanón, No llames a casa, Barcelona, RBA Libros, 2012, pg 243)