Casi esperaba que Tommy llamase a la rejilla del confesionario. Siempre
había tenido el don de la oportunidad. Siempre parecían hacer las paces en el
confesionario. Una vez al año, o dos, Tommy iba a confesarse. En Navidad, en
Pascua, Tommy lo buscaba. Aparecía la inconfundible voz al otro lado de la
rejilla, y la predecible suposición irlandesa de que los pecados carnales eran
los únicos que importaban. Estaba el predecible adulterio. Con el predecible
eufemismo, “acciones impuras”. Y la predecible farsa de que no lo reconocía. Por
lo menos hasta después de encomendarle la penitencia. Y luego: “Te has pasado
un poco, ¿no te parece, Des?”.
Tenía más de exorcismo que de confesión. Un rito pagano. Para Tommy el
confesionario era el campo de batalla fraternal, un campo de minas que debía
explorar para hallar ventajas. Su foro. El lugar donde podía ser más abierto.
(John Gregory Dunne, Confesiones verdaderas, Barcelona, Mondadori, 2012, pg 266)
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