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lunes, 9 de diciembre de 2013

De un metal precioso

Balas de plata, Élmer Mendoza

Edgar “el Zurdo” Mendieta necesita terapia. Anda medio perdido de amores, y arrastra una historia fea, muy muy oscura de su niñez. Y encima de todo, o gracias a todo, es policía en Culiacán. Es en el estado de Sinaloa, en el norte de México. No es tan al norte para ser frontera, pero “narcotráficamente” hablando sí, es el mero norte. En ese lugar aparece asesinado Bruno Canizales, conocido abogado de vida no tan conocida: con amantes de ambos sexos e integrante de una sospechosa secta, es además hijo de un funcionario importante con aspiraciones políticas. Lo llaman a Mendieta para que trabaje en el caso, con la agente Gris Toledo.

Primera pregunta que se hacen: ¿por qué una bala de plata? Semejante excentricidad bien podría atribuirse a algún miembro de la Pequeña Fraternidad Universal, la secta a la que pertenecía el asesinado, pero de quien enseguida sospecharía uno es de la despechada amante de Bruno, la bella Paola. El problema es que ella aparece suicidada, con otra arma. El Zurdo descubre que Paola tiene una familia. Y otro amante, del cual su propia hermana está enamorada. Y unas amigas, entre ellas la hija de un narcojefe pesado. ¿Narco que tiene algún vínculo político con el viejo Canizales, tal vez? La trama se complica, comienzan a silbar las balas de plata y aparecen cada vez más “encobijados”.

Élmer Mendoza nos arrastra a una novela negra con todas las letras, de ritmo acelerado, que principalmente entretiene, pero que merece ser leída por varios otros aspectos.

El primero es la presentación del Zurdo Mendieta. Al policía, que ya protagoniza otras dos novelas —La prueba del ácido y Nombre de perro—, no le toca el mejor escenario para trabajar. Emocionalmente inestable, de vez en cuando se toma una copa de más. No estoy seguro de que el Zurdo sea de una honestidad blindada, pero en el contexto de una policía al servicio de los señores de la droga el tipo resalta como un diamante en un basural. Y, por supuesto, se gana los enemigos que nadie quisiera tener. El Zurdo es un personaje para no perder de vista.

El segundo es la situación de violencia que se respira en los escenarios de la novela. Si toda novela negra debe dar cuenta de su tiempo y su lugar, y hacerlo a través del relato del Poder, fuente de toda corrupción e injusticia, Balas de plata lo logra poniendo la mirada en la brutalidad, en la impunidad, en la ostentación del narcotráfico en esa zona de México. Es decir, no de los efectos individuales del narcotráfico (no recuerdo ningún adicto en la novela), sino en sus efectos sociales. Capos, armas, autos, narcocorridos y nuevos santos populares, el asesinato como otra forma de muerte natural: esa es la cultura que penetra Élmer Mendoza.

El tercero es, definitivamente, el estilo. Suelo hojear los libros para evaluar el “aire” que traen, mirando los diálogos, el perfil de las líneas. Reconozco mi injusta desconfianza hacia la página llena: para mí, el diálogo es acción, historia en movimiento. Ahora bien, si hubiera evaluado con ese método esta novela, nunca la hubiera leído. Y hubiera sido un error serio. La novela tiene una acción trepidante, y está llena de diálogos. Con un estilo que parece desprolijo pero que, a mi juicio, está trabajado hasta la obsesión, Élmer Mendoza elige la forma —polémica— de no usar las convenciones tradicionales de puntuación de los diálogos. Esta elección tiene sus consecuencias. Las buenas: la oralidad, la velocidad (alguien me dijo alguna vez que cuando uno escucha un diálogo en la vida real, este no viene con guiones ni incisos, y uno lo entiende igual). La no tan buena es que por momentos los diálogos resultan confusos (a ese alguien que me dijo aquello le contesté que la vida real viene con sonido, no así los diálogos escritos).  En todo caso, esta elección exige al lector un trabajo extra, y por pasajes, arduo. Más aún cuando uno no está habituado al slang, que Mendoza acertadamente pone en boca de todos sus personajes. Con trabajo y todo, la experiencia no estuvo para nada mal. Al contrario, me interesó mucho desde lo estilístico. Y reflexioné: ¿por qué cuando me crucé, en alguna otra ocasión,  con este recurso de “des-puntuar” los diálogos lo percibí como algo pretencioso, un vacío atajo hacia una supuesta “originalidad”, y por qué en este caso de Balas de plata no estuve ni lejos de percibir lo mismo? Arriesgo mi explicación: el contexto de la historia. El vértigo, la sensación de confusión provocada por este recurso contribuye a transmitir el clima de la obra toda. Estamos en Culiacán, Sinaloa, a merced de los narcos, aparecen muertos a cada rato, el detective está medio cascoteado, le pegan de todos lados. Lo pensé con un ejemplo: ¿sería viable este recurso en una historia “inmaculada”, “quirúrgica” como un capítulo de algún CSI, o una novela forense de la Cornwell, o el suspenso psicológico de la Highsmith? Lo dicho: la historia manda, decide los recursos de estilo.


Élmer Mendoza fue unos de lo invitados de lujo de nuestro Festival Azabache 2013. Si no lo conociste allí, podés saber más de él en esta interesante entrevista que le hizo Damián Vives para Evaristo Cultural.
11/13

miércoles, 7 de agosto de 2013

La villa del señor de la crónica

Si me querés, quereme transa, Cristian Alarcón

Conocí los textos de Cristian Alarcón en el Página/12 de los noventa. Él era un joven cronista y yo era un joven lector. No puedo decir que mi especialidad sea hoy, y muchísimo menos entonces, la detección de talentos. Pero siempre recordé muy bien su nombre, y que la lectura de sus crónicas me hicieron pensar “epa, ojo con este muchacho”. Se suele decir que aquel Página/12 rompió moldes en la forma de hacer periodismo gráfico en nuestro país. A la luz de lo que fue la carrera posterior de algunos de aquel equipo, entre ellos la joven promesa, hay que admitir que sí, ahí se estaba gestando algo.

Cristian Alarcón es hoy uno de los más importantes referentes, en nuestro país y en América Latina, de eso que suele llamarse crónica narrativa. Y que, puesto a arriesgar mi propia definición sencilla, sería algo así como escribir textos de investigación periodística utilizando los recursos de la narrativa. Es decir, con calidad literaria.

Si me querés, quereme transa es una formidable investigación sobre el funcionamiento del tráfico de cocaína del Altiplano en las villas de Buenos Aires. Enorme y compleja investigación periodística que, paradójicamente, se desplaza de lo que como lectores estamos acostumbrados a asociar con ese término. Porque en periodismo “investigación” suele estar ligado a denuncias, pruebas, datos duros. No es lo que busca Alarcón en este libro, y lo aclara de entrada: lejos del objetivo de colaborar con la Justicia o con la policía; nombres y lugares cambiados para proteger a los protagonistas. En mi opinión, en ese enfoque está el acierto principal del autor. Despegarse de esa mochila de denuncia, pero manteniendo todo el rigor de la práctica periodística, le permite ir de lleno a la narración, a la presentación de esos personajes que, si bien habitantes de una realidad, deben ser re-construidos para el lector.

Gracias a este planteo es que conoceremos el funcionamiento de los clanes de inmigrantes peruanos y bolivianos. No tanto el funcionamiento “mecánico”, detallado, del qué se hace o el cómo en el negocio de los transas y los narcos, sino más bien el funcionamiento del entramado de relaciones y valores que vinculan a esas familias. Entenderemos cómo juegan las lealtades cambiantes, y cómo se pagan las traiciones y por qué. En una lectura que nunca da respiro —si bien al principio puede resultar algo confusa por la profusión de nombres y personajes—, nos asomaremos a la lógica de supervivencia del inmigrante, a su necesidad de afincamiento —brillantes son las descripciones de los mecanismos comunitarios de financiamiento de viviendas—, a la planificación comercial en la que la venta de drogas es el motor para el desarrollo de otros negocios más limpios como la gastronomía, los alquileres o la confección y venta de ropa. Asistiremos a una religiosidad muy arraigada —cuya figura central es el Señor de los Milagros, el Cristo moreno venerado en Lima—  que no cuestiona sino que convive con las prácticas más sanguinarias.

En escenarios que van desde San Juan de Lurigancho, en las afueras de Lima, hasta la ficticia Villa del Señor, en el corazón de Buenos Aires, pasando por Cochabamba o Potosí, iremos devorando páginas y páginas tras el derrotero de los Valdivia, los Chamorro, los Reyes. Sabremos de las vinculaciones originales de algunos de ellos con Sendero Luminoso. Y nos deslumbraremos con la inolvidable Alcira, el más fuerte de todos los personajes de esta crónica. Autora de la frase que da título al libro, Alcira es una mujer que sufre y pelea, despiadada, con la que Alarcón, muy a su pesar al principio, terminó construyendo una relación afectiva.

Lejos de una visión simplista de este universo, Alarcón se mantiene con éxito apartado de las posiciones fáciles: nunca condena ni juzga, pero tampoco cae en esa complacencia que provoca en ciertos biempensantes la marginalidad por sí misma. Se nota que puso el cuerpo en esta investigación —y no hablo de riesgo físico, aunque no me extrañaría que lo haya habido—, única forma de narrar desde adentro, de darle con tanto acierto las voces a cada personaje.

Si me querés, quereme transa puede ser un libro imprescindible para distintos tipos de lectores. Desde aquellos interesados en el fenómeno del narcotráfico como una de las tantas manifestaciones que surgen en sociedades como la nuestra, de desigualdades marcadas, hasta aquellos que quieran saber cómo se debe escribir una crónica en el siglo XXI. Y desde luego, también para los lectores, como este servidor, interesados en la buena literatura de género negro.


6/13