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sábado, 1 de junio de 2013

El Manosquietas

Fuera del chabolo llueve y hace calor, pero hace invierno. Me cago en la puta madre que parió al Perdigón y al Bellezas. No, no llueve. Es mi sudor, que me gotea el cuello de la camisa. Me cago en. Lo tenía que haber rajado de medio a medio. Los rumanos, como siempre, están sentados a las puertas de sus chabolos, como las viejas. Se protegen unos a otros. Se miran cuando paso. A estos no les agencio yo ni un potito bledine. ¿Me conocéis? No. ¿No? Pues no mirar para mí, que me desgasto. Pero miran. Miran azules desde sus sillas de tijera plantadas en las puertas de las casas. Coches pasan despacio, buscando. El mío, ¿dónde está? Se me caen al barro las llaves del coche y los rumanos vuelven a mirar. Mierda puta. Con un chino me apañaba. Si el Perro no se hubiera cargado al tonto, todo seguiría igual, y ahora no me estaría pasando esto a mí, el Manosquietas, el chulo del Manosquietas. Nadie me veía mover la mano. Nadie. Sólo se enteraban de que la había movido cuando se les clavaba la chirla. Y la sacaba tan rápido que nunca el puño de la camisa se me ensuciaba de sangre. Por eso me pusieron Manosquietas, digo yo. Por eso me lo pusieron.
—Y, cuando el tío se dio cuenta de que le habían rajado la madre y se cayó de rodillas, el Manosquietas ya estaba en el bar de al lado pidiéndose su orujo con la faca limpia en el bolsillo de atrás.
Esas cosas se decían de mí. Esas cosas. Y no las decían mis compadres, ¿eh? Las decía la gente. La opinión pública, ¿eh? Y yo sin escucharles, con mi faca limpia en el bolsillo del culo, como un picador de Las Ventas. Y ahora este hijoputa del Perdigón que ha estado rebajándome. Delante de sus propios hijos. A ver, cuando se hagan grandes, qué cara tú pones cuando los entierres de mano mía, Perdigón. A los tres. Que quien calla no se olvida, Perdigón. Que no se olvida el que se calla.

(Aníbal Malvar, La balada de los miserables, Madrid, Ediciones Akal, 2012, pág 250)


viernes, 31 de mayo de 2013

O´Hara por Madrid

Los pasos chulescos y algo saltarines de O’Hara, ese andar con suavidad y desenvoltura de fumador de opio, llamaban inconscientemente la atención de los viandantes sobre su persona. Por esas calles sólo transita la elegancia de piernas largas de la niña compulsiva que corre a hacer su primera compra; el aplomo de los hombres con maletín que suelen estar a punto de dirigir el mundo; la aristocracia contagiada de las criadas de casa bien; el servilismo estatutario de los porteros; la sexualidad feraz de las secretarias al ser vomitadas por la boca del metro que las ha traído mojando braga desde cualquier medioburgués  extrarradio hasta la cima del mundo, y palabras embusteras disfrazadas de hedge funds y cash flow.
Y O’Hara en el medio. Con sus gafas de sol horteras compradas a un chino por cuatro pavos. Los rizos despeinados de haber pasado otra mala noche. Su ropa desplanchada de soltero. Un cigarro algo torcido en la boca. Barba de dos desvelos deslavando su cara. A O’Hara nunca le habían agradado los servicios diurnos en los barrios pijos. De los barrios pijos sólo le interesaban, profesionalmente hablando, las criadas liberadas del atardecer y los adolescentes asesinados a golpes por porteros de discoteca muy pasados de testosterona y farla.

(Aníbal Malvar, La balada de los miserables, Madrid, Ediciones Akal, 2012, pág 204)


jueves, 30 de mayo de 2013

Paco de Poniente El Bracero

Siempre que la luna se ponía furcia de gasas encelajadas, como aquella noche, el Tirao se acordaba de su padre, Paco de Poniente El Bracero. Y revivía los patios guitarreros y el sabor del vino de pitarra, y a los zánganos como él saltando hogueras y a las viejas sucias escupiendo dientes casi póstumos en los geranios de las corralas.
A mediados de los setenta, su padre, Paco de Poniente El Bracero, empezó a llamar la atención de los flamencólogos y los flamencófagos de Sacromonte por sus cantes de rudeza obrera poscomunista, por sus experimentos sonoros con los boshnegros rumanos, por sus seguiriyas cósmicas, por su vindicación de las culturas romaní y nazarí, y por una voz macho que a la vena gorda le sacaba armonías rabiosas. Al Bracero le grabaron en el Sacromonte, con una Tascam de ocho pistas y una mesa de mezclas que prestó el mismísimo Rafael Farina, una casete que tituló Paramitsha —cuentos de hadas, en romaní— y que se vendió mucho en las gasolineras y en las fondas camioneras de Granada.
Poco después, el éxito trasladó a la kumpania lejos de Poniente, a Madrid. Vendieron la furgoneta por cuatro perras gordas y El Bracero grabó otro disco, pero éste se ahogó en el torrente de la movida madrileña. Empezaron a pasarlo mal. Sobre todo por culpa del Tirao y de su amria, su maldición, y se acabaron muriendo todos, los hijos por dentro y los padres por fuera.

(Aníbal Malvar, Labalada de los miserables, Madrid, Ediciones Akal, 2012, pág 104)


miércoles, 29 de mayo de 2013

Gitanazos lentos (un billete de cincuenta)

El Tirao y la Muda vieron por última vez al Calcao mezclarse en la corriente de ejecutivos con resaca prematura, yonquis anafilácticos, mendigos, maricones de urinario, pijas con carmín en los labios vaginales, niños del éxtasis, mirones ciegos de vino, guineanos con cajones de pulseras, reclutas con permiso para matar, cuarentonas con todas las canas al aire, secretas cantosos, vampiros fanados, diletantes con sueño, ladrones honrados y solitarios vecinos del sexto que han preferido, una noche más, bajar las escaleras antes que arrojarse por el balcón.
Entre aquella bandería indisciplinada de lacayos de la luna caminaban la Muda y el Tirao, gitanazos lentos, dejándose mirar. Él con su cara de póquer recién perdido y ella tonta, descalza y feliz, agarrada a su brazo y sujetando descuidadamente con la mano libre los zapatos de tacón.
Tengo que reconocer que estaba a gusto en los bolsillos del Tirao. Pensaba que desde allí no podía hacer daño a nadie, y eso, tratándose de dinero, no se puede asegurar desde cualquier bolsillo. Lo dice un billete de cincuenta.

(Aníbal Malvar, La balada de los miserables, Madrid, Ediciones Akal, 2012, pág 23)


lunes, 27 de mayo de 2013

Almas desaparecen del Poblao

La balada de los miserables, Aníbal Malvar

Una niña, la niña Alma, desaparece del Poblao, un asentamiento miserable de las afueras de Madrid. Enseguida culpan a un vagabundo, débil mental. El Patriarca del Poblao, un gitano al que apodan el Perro, el abuelo de Alma, encuentra al sospechoso y le pone dos cartuchos del doce en el pecho. Luego se entrega: ¿fin del caso?

No, no es el fin del caso. En una Madrid adormecida, presente pero velada, los muertos hablan. Las niñas ausentes escriben cartas a sus madres adictas, esas muertas en vida. Y Pepe O’Hara, el policía desquiciado, se pone tras el caso. No es es único: también están la periodista cheta (pija) y sensible que siente culpa por su origen de cuna de oro, y la monja feminista que suministra metadona a los yonquis. Ellas trabajan en el mismo barro que transitan el Tirao y la Muda, el Bellezas y la Fandanga. El barro por el que también se mueve la droga los albaneses. Es que en todo el Poblao hay demasiada gente con cuentas por pagar…

Con una estructura coral, la novela que entrega Malvar es alucinada y alucinante. Un viaje poético al argot gitano, a un arrabal habitado por personajes vivos, bien caracterizados. Como el Tirao y la Muda —ex heroinómano uno, prostituta la otra, pungas de Gran Vía los dos—, muchos de ellos son gitanos, pero cada uno tiene una identidad definida. Desde luego, el personaje más interesante es Pepe O’Hara. De nombre real José Jara, es un policía ultra inteligente, mujeriego y con todo tipo de problemas relacionados con las adicciones. No muy apreciado entre sus pares, cuenta con la fiel compañía de otros dos Pepes: Pepe Ramos, un inspector feísimo, y Pepe el loro, que interviene en las discusiones de ambos policías diciendo “gilipollas” con gran sentido de la oportunidad.

Esta historia de miseria tiene de todo: traficantes de drogas, matones que golpean, mafias públicas y privadas y poderosos que aplastan. Sin embargo, es a partir de la ausencia de la niña Alma —nombre gitano, ¿nombre simbólico?— que la trama se desarrolla. La brutalidad implícita en la desaparición de niñas y niños, con el propósito que sea, me estremeció como lo hizo la lectura de esa pesadilla maravillosa que es Las niñas perdidas, de Cristina Fallarás. Así de desgarradora se pone por partes La balada de los miserables. A decir verdad, mientras escribo este comentario pienso en la cantidad de literatura negrocriminal que se está produciendo alrededor de los niños y los adolescentes. De los asesinatos, de los abusos a los que son sometidos. Del desprecio por sus vidas, que es como el desprecio por nosotros mismos. Sin hurgar en la prensa diaria y sólo repasando lo comentado en este blog aparecen los nombres de la mencionada Cristina, de Diego Ameixeiras (gallego como Malvar), del británico David Peace, del enorme Andrew Vachss, de Indridason, de McCabe: es la literatura como termómetro de los tiempos que corren.

Pero, volviendo a La balada, hay que decir que la maestría de Aníbal Malvar se hace patente en el hecho de que logra estremecer no desde el gore, no desde el relato llano de la aberración que sangra, no. Por el contrario, Malvar lo hace manejando una ajustada elipsis y dosificando muy bien el humor para darle al lector un respiro. Pero sus mayores logros son la poesía del lenguaje que elige para una historia durísima, y el acierto en las voces de esta novela coral. Ambas opciones —poesía, voces— colaboran para transmitir un desplazamiento del realismo seco que uno espera en una narración negra, de esta temática, en este ambiente lumpen. ¿Por qué? Porque los narradores pueden ser personas vivas, pero también muertas; animales como un loro o una rata, o directamente cosas como una placa de policía, un billete de cincuenta euros, la Luna o la luz de una mañana. Un recurso técnico muy interesante en sí mismo, pero que, bien puesto al servicio de la historia como lo hace Malvar, aporta brillo extra a esta novela sorprendente.

Una grata sorpresa que se distancia, saludablemente, del mar parejo y plano que inunda las mesas de novedades del género. Como lector, no puedo menos que agradecerla.


4/13