Fuera del chabolo llueve y hace calor, pero hace invierno. Me cago en la
puta madre que parió al Perdigón y al Bellezas. No, no llueve. Es mi sudor, que
me gotea el cuello de la camisa. Me cago en. Lo tenía que haber rajado de medio
a medio. Los rumanos, como siempre, están sentados a las puertas de sus
chabolos, como las viejas. Se protegen unos a otros. Se miran cuando paso. A
estos no les agencio yo ni un potito bledine. ¿Me conocéis? No. ¿No? Pues no
mirar para mí, que me desgasto. Pero miran. Miran azules desde sus sillas de
tijera plantadas en las puertas de las casas. Coches pasan despacio, buscando.
El mío, ¿dónde está? Se me caen al barro las llaves del coche y los rumanos
vuelven a mirar. Mierda puta. Con un chino me apañaba. Si el Perro no se
hubiera cargado al tonto, todo seguiría igual, y ahora no me estaría pasando
esto a mí, el Manosquietas, el chulo del Manosquietas. Nadie me veía mover la
mano. Nadie. Sólo se enteraban de que la había movido cuando se les clavaba la
chirla. Y la sacaba tan rápido que nunca el puño de la camisa se me ensuciaba
de sangre. Por eso me pusieron Manosquietas, digo yo. Por eso me lo pusieron.
—Y, cuando el tío se dio cuenta de que le habían rajado la madre y se cayó
de rodillas, el Manosquietas ya estaba en el bar de al lado pidiéndose su orujo
con la faca limpia en el bolsillo de atrás.
Esas cosas se decían de mí. Esas cosas. Y no las decían mis compadres, ¿eh?
Las decía la gente. La opinión pública, ¿eh? Y yo sin escucharles, con mi faca
limpia en el bolsillo del culo, como un picador de Las Ventas. Y ahora este
hijoputa del Perdigón que ha estado rebajándome. Delante de sus propios hijos.
A ver, cuando se hagan grandes, qué cara tú pones cuando los entierres de mano
mía, Perdigón. A los tres. Que quien calla no se olvida, Perdigón. Que no se
olvida el que se calla.
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