Nosotros sabemos que matar mujeres es una actividad baja, impropia de un
hombre de honor. No es frecuente. Pero se ha hecho y se hará. En 1964, ante las
reiteradas faltas al honor de la famiglia
cometidas por un miembro femenino de nuestra ndrine se dio la orden. Y se pidió el consentimiento del marido,
que aceptó. El asesino podría haber sido cualquiera de la famiglia. Pero quise ser yo el que la matara. Lo pedí como un favor
personal y me lo concedieron. Sé que fue un regalo porque muy raramente
elegimos el objetivo. Para matarla habían elegido a otro, un giovane d’onore, alguien que no la
conocía, aunque no siempre se sigue esa máxima. Costó trabajo que fuera yo el
elegido. Ahora tenemos a mujeres en el oficio, cumplen igual que los hombres,
pero en aquellos tiempos aquello era impensable. Es muy probable que, de haberse
ordenado hoy el castigo, hubieran elegido a una mujer.
No perdí el honor por matarla. Lo perdí porque no maté también a su hermana
mayor, mi gran amor, tal como era lógico. Incumplí las órdenes sagradas a las
que había jurado servir el resto de mi vida. Y me convertí en un apestado, en
un hombre sin honor, un mojado.
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