sábado, 28 de abril de 2012

Apuesta y corre

Que nadie se mueva, Denis Johnson


Cada nueva novela en la Colección Roja & Negra de Mondadori & Fresán es un suceso al que hay que prestarle atención. La colección, casi por definición, resulta de nivel variado. Pero sus puntos altos son altos de verdad: ojo cuando aparece una nueva novela de Roja & Negra.

Que nadie se mueva, del norteamericano Denis Johnson, es la última que se ha distribuido en Buenos Aires. No conocía al autor pero la suma del sello “colección R&N” más las loas de tapa a cargo de Jonathan Franzen más prólogo del prologuista profesional más tapa pulp con chica y revólver humeante me empujó a asumir un riesgo: la compré. Y fue una muy buena decisión.

El protagonista de esta historia es Jimmy Luntz. Jimmy canta en un ridículo coro masculino. Es tan perdedor que Fresán le implanta la cara de Steve Buscemi, como para que se den una idea. Además de cantar, Jimmy debe plata porque eso es lo que hacen los jugadores compulsivos. Mucha plata, y a gente mala. Cuando lo viene a buscar el matón Gambol, Jimmy lo balea pero, ay, no lo mata del todo. Lo dicho: Jimmy es un perdedor.

Por ahí anda Anita Desilvera. Es una india bellísima. Bebe un montón, pero no siempre está borracha. Por esas cosas de la vida (y de las novelas como esta) sabe cómo acceder a un botín de 2,3 millones de dólares. También tiene un arreglo judicial pendiente, y un divorcio costoso. Pero ¿qué es eso en comparación con esos 2,3? Nunca iba a pensar, claro, que se cruzaría con Jimmy en la barra de un bar de motel. Es el encuentro de dos potencias.

A partir de entonces, mientras Gambol se recupera escondido en el trailer de Mary, una enfermera veterinaria todo servicio, su jefe Juárez y el Hombre Alto comienzan la cacería de Jimmy por todo el norte de California. Y Jimmy escapa junto con Anita, y sigue sin creer que ella sea tan hermosa. Pareciera que, por una vez, el ludópata consumidor de raspaditas tiene verdadera suerte. Al tiempo ya se suma Gambol, y entre todos van dejando un tendal en los bares de rutas y en las bandas de moteros hasta que al final todos se encuentran y… es el momento de apostar all-in.

La novela es de un ritmo intenso, y me resultó muy entretenida. Los personajes, el humor y los diálogos son bien de esa rama de la familia que viene del tío Leonard y los primos Tarantino y Coen (*). No lo digo yo, sólo suscribo una de las afirmaciones de Fresán en el prólogo. Pero además Rodrigo habla de la poesía en la prosa de Johnson. Que además de poeta es un autor exquisito, de culto, de crear momentos epifánicos (epifanía = palabra fresaniana por excelencia). Si hasta Javier Calvo —a cargo de la traducción— revela en su blog que es devoto de este escritor norteamericano nacido en Munich. Y yo, que no traduzco ni edito pero leo, tengo que coincidir en esa valoración de Johnson, pero hasta ahí: se ven en Que nadie se mueva algunos destellos de todo ese valor, pero se me hace que tendría que leer alguno de sus otros libros para sumarme o no al Club de los Adoradores de Denis.

Una novela muy divertida, muy cinematográfica en sus diálogos y en sus escenarios de road movie clase B. Hace bien Fresán en elegirla para su colección: se instala entre las mejores R&N que han pasado por mis manos.


(*): a propósito de tarantinianos y coenianos (¿y eso?) y de criterios y gustos de los editores, me acordé de la otra novela de este estilo que tiene la colección. La comenté aquí, Muerte y vida de Bobby Z. Adoro a Winslow y me considero en deuda por siempre con él sólo por habernos dado El poder del perro. Pero esta novela de Johnson es, a mi criterio, superior a aquella.

Traducción: Javier Calvo

3/12

lunes, 23 de abril de 2012

Efecto Parker


Gorreó un cigarrillo a la camarera. Un Marlboro. Arrancó el filtro, lo tiró al suelo y se lo colocó entre sus labios exangües. Ella se lo encendió, inclinándose hacia él con el pecho sobre la barra, como un ofrecimiento. Una vez encendido, asintió, dejó una moneda de diez centavos en la barra y se largó sin decir palabra.
Ella le siguió con la mirada, roja de rabia, y arrojó la moneda a la basura. Media hora después, cuando la otra camarera le dijo algo, la llamó perra.

(Richard Stark, A quemarropa, Barcelona, RBA Libros, 2011, pg 17)

domingo, 22 de abril de 2012

Sí o no


La conversación prosiguió. Finalmente, el señor Carter dijo:
—Muy bien. Espere un momento. —Cubrió el auricular con la mano—. Quiere llamar a uno de los otros dos, a Florida. Después volverá a llamarnos.
Parker meneó la cabeza.
—En cuanto usted cuelgue enviará a un ejército. Lo haremos en una sola llamada.
El señor Carter transmitió esta información y después explicó a Parker:
—Dice que en ese caso la respuesta es no.
—Déjeme hablar con él.
—Quiere hablar con usted.
El señor Carter le alargó el auricular.
—¿Cuánto vale este Carter para usted? —preguntó Parker.
La voz que sonó junto a su oído era áspera e irritada.
—¿A qué se refiere?
—O me pagan o Carter es hombre muerto.
—No me gusta que me amenacen.
—Nadie lo hace. Si me dice usted que no, mataré a su señor Carter, y después iré a por usted. Dejaremos que su compañero de Florida decida. Y si dice que no, le mataré a usted y entonces le tocará el turno a él.
—¡No puede cargarse a toda la organización, maldito estúpido!
—Sí o no.
Parker esperó, sin mirar nada, oyendo únicamente el sonido de la respiración al otro lado de la línea. Al fin la voz enfadada dijo:
—Se arrepentirá. No podrá huir de nosotros.
—Sí o no.
—No.
—Espere un momento.
Parker dejó el auricular y dio la vuelta a la mesa. El señor Carter parpadeó y después se abalanzó hacia el cajón.
Logró abrirlo, pero Parker cogió la pistola antes que él.
El señor Carter se levantó rápidamente, tratando de ponerse a cubierto, y Parker le clavó el cañón en el vientre para amortiguar el sonido. Apretó el gatillo y el señor Carter se encogió sobre sí mismo, se deplomó primero sobre la butaca, se golpeó luego la cabeza contra la mesa y cayó, finalmente, al suelo. Parker dejó la pistola y cogió el teléfono.
—Muy bien —dijo—. Ya está muerto. Tengo su nombre y su número de teléfono. Dentro de cinco minutos tendré su dirección. Dentro de veinticuatro horas le tendré entre mis manos. Sí o no.
—¡Dentro de venticuatro horas estará muerto! Ningún hombre puede enfrentarse solo a la organización.
—Hasta la vista —se despidió Parker.

(Richard Stark, A quemarropa, Barcelona, RBA Libros, 2011, pg 157)

viernes, 20 de abril de 2012

Parker

Parker caminaba por el arcén cuando un jovencito se detuvo a su lado y se ofreció a llevarle en su Chevrolet. Parker le dijo que se fuera al infierno. El tipo replicó: “Que te follen”, sacó el Chevrolet del arcén de un volantazo, se sumá al tráfico y se alejó hacia las cabinas de peaje. Parker escupió en el carril derecho, encendió su último cigarrillo y cruzó el puente George Washington.

[…]

Las oficinistas le miraban al rebasarle y sentían vibraciones más arriba de sus medias. Era corpulento y musculoso, de hombros anchos y cuadrados, y brazos demasiado largos en mangas demasiado cortas. Llevaba un traje gris, consumido por los años y la falta de planchado. Llevaba zapatos y calcetines negros y agujereados: los zapatos por la suela, los calcetines por el talón y los dedos.
Sus manos, que balanceaba con los dedos curvados, parecían moldeadas en arcilla por un escultor que pensaba a lo grande y tenía debilidad por las venas. Su pelo era castaño, seco y mate, y volaba como un peluquín impreciso a punto de desprenderse. Su rostro era un pedazo de cemento rayado, y sus ojos, un mineral resquebrajado. Su boca era como un navajazo. La americana le revoloteaba por la espalda y los brazos se balanceaban con soltura mientras caminaba.
Las oficinistas le miraban y se estremecían. Sabían que era un cabrón, sabían que sus manos habían sido hechas para abofetear, sabían que su rostro jamás se iluminaría con una sonrisa al mirar a una mujer. Sabían lo que era, daban gracias a Dios por tener un buen marido, pero continuaban estremeciéndose. Porque sabían cómo caería, de noche, sobre una mujer. Como un árbol.

(Richard Stark, A quemarropa, Barcelona, RBA Libros, 2011, pg 15)

miércoles, 18 de abril de 2012

El hard-boiled nuestro de cada día

A quemarropa, Richard Stark



Como lector de novela negra debo mantener cierto equilibrio: de vez en cuando me viene bien un shot de genuino hard boiled. Es decir, una historia fuerte, de violencia pura y dura que me golpee la cabeza. Nada de denuncia social explícita, una desnuda de todo humor, sin motivaciones pasionales: sólo un botín que cambia de manos, alta traición, venganza y muerte. Si encima la protagoniza un personaje inolvidable, mejor.

Y Parker es un personaje inolvidable. No es que lo diga yo: lo confirma una serie de 24 novelas. La primera etapa se editó entre 1962 y 1974. Parker reapareció 23 años después —todo un indicio de “personaje inolvidable”— para una nueva etapa exitosa de ocho novelas, interrumpida por la muerte del autor (Richard Stark, seudónimo de Donald Westlake, se fue junto con el año 2008). De todas ellas, sólo leí esta que nos trae la Serie Negra de RBA que es, casualmente, la primera de la serie (“nos trae” es un decir: hasta el momento, sigue muy limitada la distribución en Buenos Aires de la SN de RBA).

Parker llega a Nueva York dispuesto a cobrarle a Mal Resnick su traición. ¿Cómo puede pagar Mal? Simple: con su vida. Claro que antes debe devolver a Parker sus 45 mil dólares. De dónde salieron esos dólares, cómo intervino en la traición Lynn, la mujer de Parker, por qué este llega a la ciudad con menos que un pordiosero y cómo termina enfrentando a toda una organización mafiosa que no entiende muy bien de qué forma tratarlo son datos que iremos conociendo con flasbacks y precisos cambios de puntos de vista. Sin embargo, más allá de una trama ágil y bien pensada, no tengo dudas de que lo que deslumbra en A quemarropa es Parker.

Violento al extremo, sin moral, sin códigos. Dispuesto a cualquier cosa para lograr su objetivo. Inteligente y muy muy duro. Sólo con sus manos ya resulta peligrosísimo. Parker —así, a secas, sin nombre de pila— no es un héroe: es un asesino que busca venganza. Deslumbrante e incorrecto, cuando Parker va a interrogar a una mujer y esta le abre la puerta, primero la manda al piso de una bofetada y después la saluda. Por la noche se baja una botella de vodka del pico para dormirse. ¿Resaca? Eso es de flojos.

Y a pesar de/gracias a todo esto es que seguimos con atención sus pasos, deseando en el fondo que pueda consumar su venganza.

He reseñado en este blog a personajes violentos, protagonistas de series. Me vienen a la mente dos, a quienes se los ve actuar en Nueva York: Burke y Reacher. No me extrañaría que Parker haya influido en el diseño de esos personajes de Vachss y Child. Son de un molde parecido: tipos eficaces, inteligentes, fuertes, despiadados. Pero el de Stark los supera en violencia. Porque es una violencia ultra concentrada: Parker no se dedica a desentrañar complicadas tramas (como Reacher), ni reflexiona sobre cuestiones sociales (como Burke y el abuso infantil). Parker es una máquina que avanza hacia su objetivo dejando tras de sí un terreno humeante en el que el dolor manda.

Tal vez no sea yo el indicado para decir que Stark/Westlake tiene oficio: su infinidad de obras lo dice mejor. Pero yo me atrevo a señalarlo en algunos ejemplos. El primer capítulo —se recomienda la LGC1 (“lectura gratuita del capítulo 1”) en un rincón de tu librería amiga— es uno de ellos. Allí Stark/Westlake nos describe a Parker, a lo largo de un día inolvidable en el que trabaja estafando a medio Nueva York. Son seis carillas imperdibles. Otro ejemplo de la economía extrema de este maestro es el del extracto que titulé “Efecto Parker”. ¡Cuánto se puede decir con tres palabras!

No te prives de este shot, amigo lector. No te lo pierdas. Acá hay olor a clásico: por la estatura del personaje, y por la trayectoria del autor, te va a pegar fuerte.

¿No eso lo que se busca?

Traducción: María Teresa Segur

3/12

lunes, 16 de abril de 2012

Crisol


Los márgenes de la barriada son invisibles pero imposibles de franquear. Como las caravanas de Buffalo Bill, instalaron alrededor del barrio museos y restaurantes de menú exclusivo, pistas para patinetes y talleres de pintura y circo. Hicieron lo dicho los otros, los listos y sus hijos siempre menos listos. Los que viven allende las murallas y vienen, miran, beben y juegan a pertenecer durante algunas horas al barrio. Pero de madrugada, como ladrones, regresan de incógnito hacia sus casa con aire acondicionado, televisores de plasma y vacaciones en Irlanda para el perfeccionamiento del idioma. Abandonan estas calles que funcionan como jaulas, envases o cócteles que durante estos últimos años se han ido agitando y presionando con la confianza de que aguanten las tuberías que sostienen este crisol de gente. Con la esperanza de que las buenas palabras prendan. De que las retribuciones por ser inválido, por estar parado, por tener hijos o por no tenerlos, por llevar a tu hija al colegio y no coserle el clítoris, por acudir a misa o a la mezquita lo disculpara todo. Y es cierto que todo se perdona. Todo menos el aburrimiento. O el deseo de escapar, la fascinación de convertirse por un momento en el protagonista de la película.

(Carlos Zanón, Tarde, mal y nunca, Barcelona, RBA Libros, 2011, pg 127)

sábado, 14 de abril de 2012

La noche


Todo lo que pasa de noche resulta incomprensible más tarde con el sol. De noche se hacen cosas que no se harían de día. Y la mayoría de las cosas que uno hace de noche no se las cree al día siguiente. Quizá todo se resuma en esos dos mundos de los que hablaba su padre. Uno oscuro y otro luminoso, opuestos. Los delitos y los amores que se perpetran de noche no deberían ser juzgados, castigados o mantenidos a la luz del día. Las líneas blancas del asfalto no se ven cuando brilla el sol.

(Carlos Zanón, Tarde, mal y nunca, Barcelona, RBA Libros, 2011, pg 66)

miércoles, 11 de abril de 2012

Arrabal amargo

Tarde, mal y nunca, Carlos Zanón


Tengo claro que este no es un blog de crítica literaria. Es cierto que recomiendo con entusiasmo aquello que me ha gustado. A veces me da la cara para intentar transmitir el porqué de mi valoración. En fin: como se ha dicho, este es más bien un registro más o menos lúcido, más o menos emotivo de mis experiencas de lectura en el género que me interesa más que cualquier otro. Aclarado el punto, arranco mi comentario contándoles el impacto de Tarde, mal y nunca en este lector que soy.

Leí esta novela —la primera del poeta Carlos Zanón— a la luz de las noticias de la feroz crisis que aplasta a España. En esos días estallaban (o estaban a punto de estallar, qué importa ahora) disturbios en Barcelona y en otras ciudades. Presté especial atención a ese clima. Por aquello de los amigos, de los “lugares en el mundo” (en mi mundo). Porque soy porteño y me asalta últimamente el recuerdo de lo que vi hace unos diez años. No descubro nada si digo que una lectura es un libro más un momento más una historia personal. Por eso, que este libro haya caído en mis manos justo ahora ayudará a que novela y crisis queden ligadas en mi recuerdo.

Desde luego, Zanón no hace mención alguna a la economía o a la política. Atinadamente no la hace. Sin embargo, me permito una observación. La novela se publicó en el año 2009 (la de RBA es una bienvenida reedición). Ya se hablaba entonces de crisis. Todavía era algo inespecífico, un tanto lejano. Algo en Estados Unidos, digamos. Incluso aparecía la palabra “burbuja”. En fin: los analistas de la economía seguro que la veían venir. Para algo tienen siempre más y mejor información que vos y que yo. Sin embargo, Zanón, artista sensible, a su modo y vaya a saber uno cuánto tiempo antes, también se la vio venir. “El barrio hace rato que está harto. Los chicos, aburridos. Blancos, amarillos o negros. En eso sí que coinciden, mientras que los viejos no olvidan que, de un modo u otro, ellos también han sido estafados.”. Y retrató a sus víctimas —las de la crisis, no las de Zanón— porque, si hay algo seguro es que, de haber llegado a 2012, todos los personajes de este universo se contarían hoy entre los más golpeados.

En medio de este paisaje amenazador, barrio que asfixia y obliga, Zanón planta los personajes de esta historia urbana, trágica y negra. Epi Dalmau es el primero. Tiene un colega, el moro Tanveer Hussein. La amistad que los une es extraña. Más desde el momento en que Tiffany Brissette —bella inmigrante peruana, cejas tatuadas— deja de salir con Epi para empezar a verse con Tanveer. Nadie lo oculta, los tres se siguen frecuentando, y eso es lo raro. Epi sale de putas con el ultraviolento Tanveer, quien, mientras golpea a las chicas, le habla de cómo la ultraja también a Tiffany. De cómo ella lo disfruta, de cómo le pide más. Dado que Epi sigue enganchado con Tiffany, toda la situación es una bomba a punto de volarlos a todos. Y de hecho, la bomba explota en la forma de un martillazo: Epi se lo pega en la frente a Tanveer, la frente se hunde, Tanveer muere. Todo sucede en el bar de Salva, cuando se tocan el final de una noche química y el comienzo de un día de muerte.

Ese golpe feroz es el principio de una cascada de locura, en la que todos corren detrás de todos, arrastrándose hacia ese espiral que los hundirá en el final de la novela. Porque, se sabe desde siempre, nada va a terminar bien en este barrio. Epi se esconde, su hermano Álex —testigo del crimen, y no muy en sus cabales— lo busca. La policía también lo busca. Epi quiere encontrarse con Tiffany. Él tiene a Percy, el hijo de ella. Lo durmió con un calmante. Sabe que cuando Tiffany llegue para buscarlo podrá hablar con ella. Podrá explicarle quién era realmente Tanveer, y cómo fue que por amor él hizo lo que hizo.

Tarde, mal y nunca es una novela que merece todas las buenas críticas que le hicieron. Leela en cuanto puedas. Zanón diseña una trama ajustada y frenética y la narra con palabras de poeta. Una historia de amor que es tan trágica como universal. No importa si vivís en Barcelona, en el DF, en Buenos Aires o en cualquier gran ciudad de comienzos de siglo, es probable que su escenario —el famoso barrio— se parezca en algo al tuyo.

Lo que sí de verdad espero, querido lector, es que tu vida no se parezca en nada a la de los personajes que pueblan esta cruda y violenta historia.

3/12

domingo, 8 de abril de 2012

Dos potencias dentro de un Cadillac


—Muy bien. Ahora dame tu cartera.
Armand se inclinó sobre el volante para sacarla del bolsillo trasero del pantalón, la deslizó por el muslo y la dejó caer al suelo. Se agachó para alcanzarla mirando a Richie por encima del hombro. Richie ni siquiera lo miraba. Se había encorvado e intentaba abrir la guantera.
—¿Está cerrada?
—Aprieta el botón —dijo Armand, localizando con la mano la empuñadura de la Browning automática, muy a mano con el asiento reclinado. Sacó la pistola entre las piernas y volvió a agacharse cuando el tío lo miró.
—¿Qué coño estás haciendo?
—¿No querías mi cartera? —preguntó Armand, mostrándosela—. Aquí la tienes.
Pero Richie tenía la documentación del coche en una mano y el revólver en la otra. La guantera se había abierto y la luz interior se había encendido.
—¡Qué mierda! —exclamó Richie—. El coche no es tuyo. ¿Qué es L y M Distributing Limited?
—Venden pepinillos —dijo Armand—, a locales que hacen pizza.
—¿Sí? ¿Tú trabajas para ellos?
—A veces. Cuando me apetece.
—¿Y te dejan usar el coche?
—Me lo regalaron. Es mío.
—¿Te regalaron un Cadillac?
Richie cogió la cartera e intentó abrirla con una sola mano. Armand vio que dejaba el revólver sobre las piernas para sostener la cartera con esa mano y sacar el diner con la otra; luego se inclinó para mirar los billetes a la luz de la guantera.
—¿Qué es esto? ¿Todo canadiense?
—La mayor parte.
—Es bonito, pero ¿cuánto vale esta mierda?
Armand puso las manos sobre el regazo mientras miraba el cañón del revólver entre los billetes que el otro estaba contando para hacerse una idea de cuánto había en el fajo.
—Tienes casi mil pavos, tío.
—Como el mexicano con suerte, ¿eh?
Richie, que seguía encorvado dijo:
—¿Qué coño haces para que te paguen tanta pasta?
Armand decidió que era el momento de cambiar, de dejar de ser Armand Degas, el gilipollas al que llevaban a dar un paseo. Volvió a ser el profesional curtido en cuanto sacó la Browning automática y encañonó al macarra en la cabeza.
—Mato gente —dijo el Mirlo—. A veces por dinero, a veces por nada.
Sin mover la cabeza, sin mover siquiera los ojos, con la vista fija en el fajo de billetes, Richie Nix dijo:
—¿Puedo decirte una cosa?
—¿Qué?
—Eres justo el tipo que andaba buscando.

(Elmore Leonard, Persecución mortal, Madrid, Alianza Editorial, 2008, pg 38)

viernes, 6 de abril de 2012

La Semana del Amor


Eso de llevar la cuenta, de señalar en el calendario cada vez que hacían el amor, se lo había contado su padre a Wayne. Su madre nunca hablaba de esas cosas. Wayne se lo contó así a Carmen:
—Tu padre dice: “Todos estos años de matrimonio hemos seguido el método anticonceptivo del ciclo menstrual. Tienes una semana al mes sin riesgo; lo llamábamos la Semana del Amor; nosotros y los amigos; todos los irlandeses. Lo malo es que la parienta puede aprovecharse de la situación. Estás en una fiesta pasándolo bien, y ella se quiere ir a casa. Y te susurra al oído: «O nos vamos a casa ahora mismo, amigo mío, o te quedas a palo seco». Y tienes que decidirte enseguida. ¿Quieres emborracharte, pasar un buen rato? Si es así, tendrás que esperar un mes para mojar. Y así año tras año. Una noche no me encontraba muy bien; estaba en el baño intentando evacuar. Y Lenore me dice a través de la puerta: «Si quieres tener relaciones sexuales —ella lo llamaba así, relaciones sexuales—, tienes que venir inmediatamente». Me quedé allí, pensándolo, y me dije que ya estaba bien. Se acabó la Semana del Amor. A la mañana siguiente salí de casa y nos divorciamos.”. Cuando tu padre me contó esto, yo le dije: “Sí, pero no has mencionado una cosa. ¿Tuviste relaciones sexuales esa noche?”. Y tu padre dijo: “¿Por qué no?”.

(Elmore Leonard, Persecución mortal, Madrid, Alianza Editorial, 2008, pg 263)

miércoles, 4 de abril de 2012

Una conversación imaginaria


Ya no temblaba como al principio, que sentía escalofríos por todo el cuerpo. Podía estar sentada sin rigidez, aunque tampoco exactamente relajada, pero al menos era consciente de la situación. Lo peor era no pensar en Wayne cuando volvía a casa, o en Wayne en los momentos de ternura, o en Matthew; no se atrevía a pensar en Matthew, sobre todo cuando era pequeño. Si pensaba en él le entraban unas ganas de llorar incontrolables, y temía que una vez que empezara no podría parar.
Para no aferrarse a sus recuerdos, para no dejarse llevar por el pánico o desmoronarse, pensó en Wayne de otra manera, como si estuviese allí con ella, como si no estuviese sola. Wayne estaba mentalmente presente y, sin embargo, era real, porque Carmen lo conocía a la perfección. Carmen le pregunta si tiene miedo y Wayne dice que claro que tiene miedo, que para no tener miedo de esos cabrones hay que estar mal de la cabeza. No te dejes engañar por su conversación distendida y sus gilipolleces; esos tíos son unos putos maníacos. Muéstrate tranquila, no hagas ruido, no les toques las narices; si te conceden más de treinta segundos de libertad, aprovéchalos, sal corriendo por una puerta con todas tus fuerzas. No intentes escapar por la ventana porque no lograrás abrirla. Ella le da las gracias y él se encoge de hombros. ¿Qué más puedo decirte? Corre si se presenta la oportunidad. Si logras hacerte con un arma, úsala. Nada de ponga-las-manos-arriba-mientras-llamo-a-la-policía; úsala. Ella le pregunta dónde ha dejado la Remington. Él no se lo dice. Ella aprieta la mandíbula. Maldita sea, Wayne… Él sigue sin decírselo.

(Elmore Leonard, Persecución mortal, Madrid, Alianza Editorial, 2008, pg 316)

martes, 3 de abril de 2012

La máquina de narrar

Persecución mortal, Elmore Leonard



Me leí casi (¿casi?) todas las novelas de Elmore Leonard que se publicaron en castellano, y algunas en inglés. Eso no me convierte en un erudito de su obra pero sí en un fan más bien tirando a freak. Digamos que esas lecturas crearon una especie de complicidad con el autor. Unidireccional, claro, pero complicidad al fin. Algo relativo a los guiños cazados al vuelo, a las velocidades, a las pinceladas. Haré lo posible, sí, pero dudo que sepa transmitir algo de ese vínculo en un comentario como este. Es decir, se van a encontrar con una reseña favorable, y a lo sumo con un torpe esbozo del porqué de mi alta valoración por la obra de Leonard.

Sé que hay quien dice que Leonard se repite, que tiene altibajos. ¿Quién no los tiene en una carrera de más de 40 novelas, más los relatos, más los guiones? Cuarenta son muchas novelas, pero tampoco hay necesidad de leérselas todas de un tirón. A mí me basta con recurrir a ellas cada tanto, cuando me agota la pretenciosidad de algunos autores, cuando necesito un baldazo refrescante de verdadero entretenimiento. Ahí le entro a una novela del viejo Elmore: para intentar entender cómo funciona una máquina simple pero terriblemente eficaz.

En Persecución mortal (inexplicable traducción del original Killshot (*)) la acción se sitúa mayormente en el norte de los Estados Unidos, cerca de Detroit, al lado de la frontera con Canadá. Allí tenemos a Wayne y Carmen Colson, marido y mujer. Él trabajador de la construcción, ella vendedora en una inmobiliaria. Un hijo ya grande, arriba de un barco en el Pacífico. Una casa en las afueras, con jardín que da al bosque. Matrimonio suficientemente feliz en el que las discusiones —nunca tan graves— giran en torno a la afición de Wayne por la caza de ciervos —algo que Carmen rechaza—, y a las intromisiones molestas de Lenore, madre de Carmen —algo que ambos rechazan. Se quieren, les va bien: uno enseguida les toma cariño.

Armand “Mirlo” Degas y Richie Nix son la otra pareja de esta historia. Armand es un indio que trabaja como asesino a sueldo para la mafia —una mafia de segunda división, no olvidemos que esto es Detroit: a medio camino entre las dos Costas—. Richie vive en una casilla con Donna. La conoció en la cárcel en la que él cumplía condena: “trabajaba allí y la despidieron por follarse a los internos, ¿te lo puedes creer?”. Armand y Richie se conocen casualmente, y este lo convence al indio —ya de “Mirlo” devenido en simple “Pájaro”— de hacer un trabajo juntos. Un “apriete”, sacarle guita a un exitoso operador inmobiliario a cambio de “protección”.

Como es una constante en las novelas de Leonard, aquí también el azar juega su rol. Porque cuando el Pájaro y Richie llegan, el que está en la oficina no es la víctima sino Wayne, que fue ahí acompañando a Carmen. Los tipos se confunden, nadie entiende muy bien a nadie pero la cosa se desmadra y terminan a los golpes. Incluso vuela algún tiro.

A partir de ese momento, el acoso de los dos maleantes a la pareja crece, igual que la tensión del relato. Carmen y Wayne hasta tienen que mudarse y acogerse a un programa de testigos de identidad protegida. Pero, claro, una vez en manos del FBI es peor el remedio que la enfermedad…

Resultado final: otra historia que disfruté de punta a punta. ¿Qué tiene Leonard para engancharme así? Por mencionar algunas: 1) magia en el manejo del punto de vista, alternándolo en los distintos personajes, eligiendo siempre bien —incluso, cuando la historia lo exige, te relata más de una vez la misma escena, según la ven los distintos personajes; 2) “montaje” preciso, es decir, domina cómo y cuándo cortar y empalmar escenas para maximizar la tensión del relato; 3) oficio extraordinario para dosificar perfectamente el humor —que no los chistes— con los momentos de violencia extrema (no todo es comedia: las diez primeras páginas son un buen ejemplo de un par de asesinatos a sangre fría); 4) diálogos, diálogos, diálogos.
Pensando en un cierre, me vino a la mente una entrevista a Abelardo Castillo que está en Taller de Corte & Correción, el indispensable libro del máster Marcelo di Marco. Allí hablan de los “autores menores”, de la “literatura menor”: específicamente, mencionan a Stephen King. El enorme Castillo dice ahí que de tipos como King “un escritor serio puede aprender muchos procedimientos o trucos”. Razonaba que eso es posible porque, a diferencia de a un Tolstoi, a King, “que no es un gran escritor”, se le notan los trucos. Y lo importante, lo aprendible de King era que, como todo escritor masivo, “recuperaba para la literatura algo primordial: la aptitud para narrar, la capacidad de hacer interesante un tema”.

Exactamente eso es lo que yo pienso de Elmore Leonard.

(*): hay peli de Killshot, con Mickey Rourke como el Pájaro. No la vi.

Traducción: Catalina Martínez Muñoz

2/12