Ya no
temblaba como al principio, que sentía escalofríos por todo el cuerpo. Podía
estar sentada sin rigidez, aunque tampoco exactamente relajada, pero al menos
era consciente de la situación. Lo peor era no pensar en Wayne cuando volvía a
casa, o en Wayne en los momentos de ternura, o en Matthew; no se atrevía a
pensar en Matthew, sobre todo cuando era pequeño. Si pensaba en él le entraban
unas ganas de llorar incontrolables, y temía que una vez que empezara no podría
parar.
Para no
aferrarse a sus recuerdos, para no dejarse llevar por el pánico o desmoronarse,
pensó en Wayne de otra manera, como si estuviese allí con ella, como si no
estuviese sola. Wayne estaba mentalmente presente y, sin embargo, era real,
porque Carmen lo conocía a la perfección. Carmen le pregunta si tiene miedo y
Wayne dice que claro que tiene miedo, que para no tener miedo de esos cabrones
hay que estar mal de la cabeza. No te dejes engañar por su conversación
distendida y sus gilipolleces; esos tíos son unos putos maníacos. Muéstrate
tranquila, no hagas ruido, no les toques las narices; si te conceden más de
treinta segundos de libertad, aprovéchalos, sal corriendo por una puerta con
todas tus fuerzas. No intentes escapar por la ventana porque no lograrás
abrirla. Ella le da las gracias y él se encoge de hombros. ¿Qué más puedo
decirte? Corre si se presenta la oportunidad. Si logras hacerte con un arma,
úsala. Nada de ponga-las-manos-arriba-mientras-llamo-a-la-policía; úsala. Ella
le pregunta dónde ha dejado la Remington. Él no se lo dice. Ella aprieta la
mandíbula. Maldita sea, Wayne… Él sigue sin decírselo.
(Elmore
Leonard, Persecución mortal, Madrid, Alianza
Editorial, 2008, pg 316)
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