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martes, 12 de mayo de 2015

Get Lewis

Asesino implacable, Ted Lewis

La historia de la literatura está plagada de injustos olvidos. Libros y autores a los que un misterioso funcionamiento combinado de mercado, años, circunstancias editoriales y vaya a saber uno qué pila de otros factores termina condenando al ostracismo, para la enorme desgracia de nosotros, los lectores. Me animo a decir que, en el campo de nuestro amado género negro, el de Ted Lewis es uno de esos casos.

Nacido en Manchester y criado en el norte industrial de Inglaterra, Ted Lewis tuvo una corta carrera, ya que el trago le ganó la batalla cuando tenía apenas 42 años. En un artista de su estatura, tiempo suficiente para escribir algunas novelas que fundaron el género negro británico. Ni más ni menos. Y no es que lo diga yo: lo dicen David Peace (1), James Sallis, Max Alan Collins, Derek Raymond, y una parva de críticos. Y lo ponen a Lewis en ese pedestal gracias a esta, su primera novela. Asesino implacable es la traducción de su título original, Jack’s return home. El debut de Lewis fue adaptado al cine rápidamente, en la memorable Get Carter (Mike Hodges, 1971), con Michael Caine en el papel de Jack Carter (2). Get Carter está considerada la mejor película criminal británica, incluso mencionada entre las mejores películas británicas de todos los tiempos. Tal fue el impacto de su adaptación que la novela misma fue reeditada desde entonces con su nuevo título en inglés, Get Carter. (3)


Jack Carter es el narrador de la historia. Es un matón que trabaja en Londres, a las órdenes de dos hermanos (según dicen algunos, inspirados en los míticos Kray). La novela comienza con Carter volviendo a su pueblo natal, a velar a su propio hermano. No es que desbordara de amor fraterno, más bien todo lo contrario: hay un odio antiguo ahí, entre quienes eligieron caminos opuestos en la vida. Mientras Jack se alejaba cada vez más de la ley, Frank era un tipo recto, que crió solo a su hija, Doreen, de quince años. Un tipo legal que jamás se excedía con el whisky. Nunca. Por eso a Jack le resulta extraño saber que Frank ha muerto en un accidente de ruta, totalmente borracho. Por eso decide volver a casa y averiguar la verdad.

Frank trabajaba en un bar, propiedad de unos mafiosos locales. Esto lo sabe Jack. También sabe que esos mafiosos del norte son socios de sus propios patrones de “el hollín”, que es la forma en que allí se refieren a Londres. Desde luego, sus jefes intentan desalentar el viaje de Jack. No les interesa crear conflicto alguno en esa zona. Pero resulta que por estos días, y más por una mujer que por asuntos de trabajo, la lealtad de Jack con sus jefes es más bien escasa. Desobedece y viaja igual, para confirmar, ahí arriba, todas sus sospechas, e internarse en un fin de semana de locura y muerte, alimentado por su necesidad de venganza, de cerrar cuentas en la tormentosa relación con su hermano.

¿Por qué asignarle a esta novela estatura canónica dentro del género negro inglés? Mis motivos son varios.

El primero, el personaje de Carter. Cruel, violento, no le importa nada cuando se propone un objetivo. Mata y golpea a todo el que se interponga en su camino, incluso a mujeres. No le tiembla el pulso al traicionar a sus jefes. Conoce (porque es su medio de vida, y porque es muy inteligente) la maraña de poderes sucios debajo de la superficie de una sociedad anestesiada por el bienestar de la posguerra. Ambiguo, tiene una mirada crítica del status quo del que él mismo saca provecho. Un personaje tan importante como los mejores del género. Resumiendo, y para relacionarlo con otro monstruo más conocido, Carter sería algo así como una versión proletaria del Parker de Stark/Westlake.

Tanto la historia como el estilo son hardboiled puro y duro. Sin respiro, acelerado, violento, desencantado y crudo. Ni siquiera la relación de Carter con su hermano Frank, en la que juega un rol importantísimo su sobrina Doreen, contagia de sentimentalismo ni a la historia ni al personaje. En cambio, les da volumen dramático a ambos, apartando a Carter del estereotipo del mero pistolero a sueldo. Hay una historia muy dolorosa ahí, que es el motor que lo impulsa en ese fin de semana de sangre.

Hay más: la ambientación en un escenario distinto de la gran ciudad, en el norte de Inglaterra. Si bien no se menciona el pueblo, podemos imaginar que es como el lugar en el que creció el propio Lewis. Acerías, humo, ladrillos y calles grises son el decorado industrial del que Lewis muestra el lado oscuro: no la prosperidad, sino la decadencia y el crimen. Lewis describe con poesía triste y rabiosa el hacinamiento en los barrios bajos, el alcohol que todo lo baña, los bares repletos, la niebla del tabaco, los zares del juego, la prostitución y el porno levantando con pala sus fortunas. Toda la podredumbre que asoma por debajo, en una época en la que sólo hay ojos para el swinging London, las bandas pop, las minifaldas.

Una perla de este valor merece un mejor destino entre los amantes del género en nuestro idioma. La única edición que se conoce (de esta novela, y de toda la obra de Lewis) es de 1974 (4), hoy prácticamente inhallable. Si sirve como consuelo, parece que hasta en su inglés original Lewis ha sido un autor difícil de encontrar. Recién a partir de 2004 una editorial independiente de Nueva York se ha propuesto reeditar toda su obra. Ojalá lo logren. Sería al menos un avance, mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro salvador/editor que acierte a publicarlo en castellano.

Traducción: Matilde Horne



(1): David Peace la ha mencionado en entrevistas como la novela de la que tomó muchos elementos para 1974, primer volumen del adorado Red Riding Quartet.

(2): el film se estrenó en castellano como, justamente, Asesino implacable, lo que explica el extraño título elegido para la publicación de la novela, posterior a dicho estreno.

(3): hubo otras adaptaciones de la novela, ninguna muy valorada por la crítica. Una fue Hit man (George Armitage, 1972), una versión blaxplotation de la historia (con Pam “Jackie Brown” Grier). La otra, más reciente, fue Get Carter (Stephen Kay, 2000), con Stallone en el papel principal.

(4): La presente edición es del Grupo Editor de Buenos Aires, para su colección de policiales Laberinto.  Nada muy digno de mención salvo por una cosa: la traducción. Resulta evidente que fue hecha en Argentina, tanto por el uso, algo forzado, de modismos locales (los policías son “canas”, el saludo, “chau”, el bolígrafo, “Biro”, Carter lleva la ropa en un “bolsón”, etc.) como por esa censura algo naif que "sugería" reemplazar “hijo de puta” por “h… de p…” o carajo por “c…”. Estas curiosidades algo molestas me llevaron a reparar en el nombre de la traductora. Gran sorpresa me llevé cuando vi que se trataba de Matilde Horne, la misma que tradujo a Tolkien para la Minotauro de Porrúa. Aunque arriesgaría que se trató de uno de sus primeros trabajos, vale la mención para recordar cómo fueron las cosas alguna vez en esta orilla del Río de la Plata.


Seguí pinchando: si asumimos que Ted Lewis está en el ADN del noir británico, qué mejor que darse una vuelta por algunos de los eslabones posteriores de esa evolución. Primero con Derek Raymond, creador del detective sin nombre, de La Fábrica, y después con los contemporáneos (y simultáneos, aunque muy diferentes) David Peace y Jake Arnott

martes, 4 de marzo de 2014

Busco mi destino

El regreso de Driver, James Sallis

Luego de la exitosa película de Nicolas Winding Refn con Ryan Gosling, era clavado que Sallis iba a escribir la secuela de Drive. ¿Presión de los estudios? Él mismo lo ha dicho: “Me llamaron, y dije que no, que no había escrito ninguna secuela. Pero colgué el teléfono, prendí la computadora y escribí el título: Driven”. Título que encontraría curiosa traducción en El regreso de Driver.

Es cierto que Driver, aquel inolvidable conductor de riesgo, regresa en esta novela —después de todo, es una secuela—, pero como título hubiera sido mucho más apropiado mantener el original Driven (como sí se hizo en la primera parte, Drive). Porque driven, además de ser un participio, puede significar guiado, determinado. Y esa sola y precisa palabra resulta mucho más potente a la hora de describir a este hombre que parece predestinado.

Después de lo sucedido en aquella primera parte, Driver debe desaparecer. Siete años más tarde tiene una nueva identidad, vive en Phoenix y su novia se llama Elsa. Aunque ya no conduce para los estudios de Hollywood, ni para ninguna banda de ladrones, Driver sigue viviendo de los autos. Esto lo vamos sabiendo a medida que avanza el libro, porque lo que vemos en el comienzo es otra cosa: dos tipos atacan a Driver en un callejón. Driver los despacha en silencio, con la toda la eficiente violencia de la que, como sabemos, es capaz. Pero no puede evitar que su novia Elsa termine con una herida sangrante en el pecho. Y que se le apaguen los ojos.

A partir de entonces, Driver tiene que esconderse de tipos que empiezan a seguirlo, y a aparecer por todos lados para matarlo. Se compra un Ford Fairlane y lo tunea hasta convertirlo en “algo que necesita comer carne seis veces al día”, como le dice un colega. Aún escapando, divide su tiempo en tratar de entender por qué quieren matarlo, y en buscar la manera de vengar a Elsa.

Sallis vuelve a entregar una joya en formato de novela corta (le alcanzan perfectamente sus 144 páginas). Sin llegar a tener un desarrollo lineal puro, la historia es bastante más directa que la de la primera, Drive. Hay flashbacks, pero menos. Hay elipsis, y el lector debe construir partes de la historia. Vuelven a brillar aquí los diálogos, en especial los que Driver mantiene con Manny, su amigo guionista de Hollywood. La violencia abunda, aunque parece de alguna forma contenida, sorda (hace que uno recuerde aquel contraste, aquella poética brutalidad tan bien lograda en su adaptación a la pantalla).

Entre citas de Nietzsche o divagaciones acerca del libre albedrío y el determinismo —la filosofía es una tendencia recurrente de algunos personajes de Sallis, quien por esto es amado u odiado sin términos medios—, Driven es la historia de un permanente fugitivo. Un solitario que no puede escapar de su destino: moverse, salir a la ruta, no tener una casa. Una existencia de desarraigo y vacío, de una cama distinta cada noche, de moteles sucios y cafeterías de tapizados pringosos, que está en interesante tensión con una de las columnas del ideario yanqui: la libertad representada en el camino. Un hombre, un auto, una ruta: “a free country”. De esa cultura individualista, costado del american way, es también heredero Driver.

Al recorrer esa imagen del final, con la sonrisa de Driver en el espejo retrovisor, y el pie acariciando el acelerador del Fairlane, resulta inevitable imaginarlo como a un cowboy que cabalga hacia el atardecer.

Hacia lo que traiga el destino o el camino.

Traducción: Ramón de España

1/14

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miércoles, 18 de abril de 2012

El hard-boiled nuestro de cada día

A quemarropa, Richard Stark



Como lector de novela negra debo mantener cierto equilibrio: de vez en cuando me viene bien un shot de genuino hard boiled. Es decir, una historia fuerte, de violencia pura y dura que me golpee la cabeza. Nada de denuncia social explícita, una desnuda de todo humor, sin motivaciones pasionales: sólo un botín que cambia de manos, alta traición, venganza y muerte. Si encima la protagoniza un personaje inolvidable, mejor.

Y Parker es un personaje inolvidable. No es que lo diga yo: lo confirma una serie de 24 novelas. La primera etapa se editó entre 1962 y 1974. Parker reapareció 23 años después —todo un indicio de “personaje inolvidable”— para una nueva etapa exitosa de ocho novelas, interrumpida por la muerte del autor (Richard Stark, seudónimo de Donald Westlake, se fue junto con el año 2008). De todas ellas, sólo leí esta que nos trae la Serie Negra de RBA que es, casualmente, la primera de la serie (“nos trae” es un decir: hasta el momento, sigue muy limitada la distribución en Buenos Aires de la SN de RBA).

Parker llega a Nueva York dispuesto a cobrarle a Mal Resnick su traición. ¿Cómo puede pagar Mal? Simple: con su vida. Claro que antes debe devolver a Parker sus 45 mil dólares. De dónde salieron esos dólares, cómo intervino en la traición Lynn, la mujer de Parker, por qué este llega a la ciudad con menos que un pordiosero y cómo termina enfrentando a toda una organización mafiosa que no entiende muy bien de qué forma tratarlo son datos que iremos conociendo con flasbacks y precisos cambios de puntos de vista. Sin embargo, más allá de una trama ágil y bien pensada, no tengo dudas de que lo que deslumbra en A quemarropa es Parker.

Violento al extremo, sin moral, sin códigos. Dispuesto a cualquier cosa para lograr su objetivo. Inteligente y muy muy duro. Sólo con sus manos ya resulta peligrosísimo. Parker —así, a secas, sin nombre de pila— no es un héroe: es un asesino que busca venganza. Deslumbrante e incorrecto, cuando Parker va a interrogar a una mujer y esta le abre la puerta, primero la manda al piso de una bofetada y después la saluda. Por la noche se baja una botella de vodka del pico para dormirse. ¿Resaca? Eso es de flojos.

Y a pesar de/gracias a todo esto es que seguimos con atención sus pasos, deseando en el fondo que pueda consumar su venganza.

He reseñado en este blog a personajes violentos, protagonistas de series. Me vienen a la mente dos, a quienes se los ve actuar en Nueva York: Burke y Reacher. No me extrañaría que Parker haya influido en el diseño de esos personajes de Vachss y Child. Son de un molde parecido: tipos eficaces, inteligentes, fuertes, despiadados. Pero el de Stark los supera en violencia. Porque es una violencia ultra concentrada: Parker no se dedica a desentrañar complicadas tramas (como Reacher), ni reflexiona sobre cuestiones sociales (como Burke y el abuso infantil). Parker es una máquina que avanza hacia su objetivo dejando tras de sí un terreno humeante en el que el dolor manda.

Tal vez no sea yo el indicado para decir que Stark/Westlake tiene oficio: su infinidad de obras lo dice mejor. Pero yo me atrevo a señalarlo en algunos ejemplos. El primer capítulo —se recomienda la LGC1 (“lectura gratuita del capítulo 1”) en un rincón de tu librería amiga— es uno de ellos. Allí Stark/Westlake nos describe a Parker, a lo largo de un día inolvidable en el que trabaja estafando a medio Nueva York. Son seis carillas imperdibles. Otro ejemplo de la economía extrema de este maestro es el del extracto que titulé “Efecto Parker”. ¡Cuánto se puede decir con tres palabras!

No te prives de este shot, amigo lector. No te lo pierdas. Acá hay olor a clásico: por la estatura del personaje, y por la trayectoria del autor, te va a pegar fuerte.

¿No eso lo que se busca?

Traducción: María Teresa Segur

3/12

miércoles, 11 de abril de 2012

Arrabal amargo

Tarde, mal y nunca, Carlos Zanón


Tengo claro que este no es un blog de crítica literaria. Es cierto que recomiendo con entusiasmo aquello que me ha gustado. A veces me da la cara para intentar transmitir el porqué de mi valoración. En fin: como se ha dicho, este es más bien un registro más o menos lúcido, más o menos emotivo de mis experiencas de lectura en el género que me interesa más que cualquier otro. Aclarado el punto, arranco mi comentario contándoles el impacto de Tarde, mal y nunca en este lector que soy.

Leí esta novela —la primera del poeta Carlos Zanón— a la luz de las noticias de la feroz crisis que aplasta a España. En esos días estallaban (o estaban a punto de estallar, qué importa ahora) disturbios en Barcelona y en otras ciudades. Presté especial atención a ese clima. Por aquello de los amigos, de los “lugares en el mundo” (en mi mundo). Porque soy porteño y me asalta últimamente el recuerdo de lo que vi hace unos diez años. No descubro nada si digo que una lectura es un libro más un momento más una historia personal. Por eso, que este libro haya caído en mis manos justo ahora ayudará a que novela y crisis queden ligadas en mi recuerdo.

Desde luego, Zanón no hace mención alguna a la economía o a la política. Atinadamente no la hace. Sin embargo, me permito una observación. La novela se publicó en el año 2009 (la de RBA es una bienvenida reedición). Ya se hablaba entonces de crisis. Todavía era algo inespecífico, un tanto lejano. Algo en Estados Unidos, digamos. Incluso aparecía la palabra “burbuja”. En fin: los analistas de la economía seguro que la veían venir. Para algo tienen siempre más y mejor información que vos y que yo. Sin embargo, Zanón, artista sensible, a su modo y vaya a saber uno cuánto tiempo antes, también se la vio venir. “El barrio hace rato que está harto. Los chicos, aburridos. Blancos, amarillos o negros. En eso sí que coinciden, mientras que los viejos no olvidan que, de un modo u otro, ellos también han sido estafados.”. Y retrató a sus víctimas —las de la crisis, no las de Zanón— porque, si hay algo seguro es que, de haber llegado a 2012, todos los personajes de este universo se contarían hoy entre los más golpeados.

En medio de este paisaje amenazador, barrio que asfixia y obliga, Zanón planta los personajes de esta historia urbana, trágica y negra. Epi Dalmau es el primero. Tiene un colega, el moro Tanveer Hussein. La amistad que los une es extraña. Más desde el momento en que Tiffany Brissette —bella inmigrante peruana, cejas tatuadas— deja de salir con Epi para empezar a verse con Tanveer. Nadie lo oculta, los tres se siguen frecuentando, y eso es lo raro. Epi sale de putas con el ultraviolento Tanveer, quien, mientras golpea a las chicas, le habla de cómo la ultraja también a Tiffany. De cómo ella lo disfruta, de cómo le pide más. Dado que Epi sigue enganchado con Tiffany, toda la situación es una bomba a punto de volarlos a todos. Y de hecho, la bomba explota en la forma de un martillazo: Epi se lo pega en la frente a Tanveer, la frente se hunde, Tanveer muere. Todo sucede en el bar de Salva, cuando se tocan el final de una noche química y el comienzo de un día de muerte.

Ese golpe feroz es el principio de una cascada de locura, en la que todos corren detrás de todos, arrastrándose hacia ese espiral que los hundirá en el final de la novela. Porque, se sabe desde siempre, nada va a terminar bien en este barrio. Epi se esconde, su hermano Álex —testigo del crimen, y no muy en sus cabales— lo busca. La policía también lo busca. Epi quiere encontrarse con Tiffany. Él tiene a Percy, el hijo de ella. Lo durmió con un calmante. Sabe que cuando Tiffany llegue para buscarlo podrá hablar con ella. Podrá explicarle quién era realmente Tanveer, y cómo fue que por amor él hizo lo que hizo.

Tarde, mal y nunca es una novela que merece todas las buenas críticas que le hicieron. Leela en cuanto puedas. Zanón diseña una trama ajustada y frenética y la narra con palabras de poeta. Una historia de amor que es tan trágica como universal. No importa si vivís en Barcelona, en el DF, en Buenos Aires o en cualquier gran ciudad de comienzos de siglo, es probable que su escenario —el famoso barrio— se parezca en algo al tuyo.

Lo que sí de verdad espero, querido lector, es que tu vida no se parezca en nada a la de los personajes que pueblan esta cruda y violenta historia.

3/12

lunes, 19 de marzo de 2012

Atrapado en la red

Tarántula, Thierry Jonquet



Revolver saldos en una librería de esas ignoradas y algo inexplicables, ahí en la periferia de una aburrida ciudad costera, es una manera más de sortear una tarde de lluvia. Me dirán que hay entretenimientos mejores para esas tardes, sé lo que están pensando. Tal vez sea cierto, pero este es más barato que el casino, e igual de azaroso. ¿Cómo explicar, si no, que aparecieran aquella tarde, ahí en un rincón oscuro, esos polvorientos ejemplares de la colección “Etiqueta Negra” de Júcar? ¿A diez mangos cada uno, casi clandestinos, invisibles para la multitud tinellizada y forzada a divertirse? Claro: entre esos ejemplares estaba Tarántula, de Thierry Jonquet, que será cualquier cosa menos divertida. La vi y fue como salvar la noche en la última bola: cinco plenos en el negro el once, algo así. 

Esta oscurísima novela, no policial pero sí negra por donde se la mire, cuenta distintas historias de venganza, de un horror profundo. Primero, la de Richard Lafargue, prestigioso y rico cirujano plástico. Richard tiene una hija joven, Viviane, internada en una residencia psiquiátrica. De vez en cuando la visita, aunque ella, de tan ausente, casi ni lo registra. La madre de Viviane murió, y ahora Richard vive en su mansión con Eva, su bellísima mujer, con quien forma una pareja muy poco convencional. Es que Eva está prisionera: ya se exhiba junto a Lafargue en lujosas fiestas, deslumbrante y seductora, o sea obligada a  prostituirse en un inmundo departamanto parisino —bajo la mirada del médico, detrás de un falso espejo— todo lo hace para lograr su premio diario: la pipa de opio que por las noches él le permite fumar y que la adormece, encerrada en su habitación con triple cerrojo.

En paralelo está la historia de Alex Barny, un delincuente que asesinó a un policía durante un golpe que salió mal. Alex está herido, y su cara apareciendo en todos los diarios no hace más que aumentar su desesperación: necesita con urgencia hacer algo para no ser descubierto. Una idea comienza a tomar forma cuando por televisión ve a un famoso cirujano plástico, y conoce las maravillas que es capaz de hacer con un rostro.

La tercera línea narrativa es la de la víctima de Tarántula. Cuenta en segunda persona —las itálicas son un acierto— las penurias de Vincent Moreau, un joven que es secuestrado mientras circulaba en su moto cerca de un bosque. Su captor lo abandona en un sótano a oscuras, desnudo, comiendo y bebiendo lo indispensable, pasando frío durante meses. El desconocido lo observa, pero nunca le habla ni responde a sus ruegos: lo ignora. Vincent lo bautiza Tarántula, tal vez porque se siente un insecto atrapado en una red. Un día, Tarántula comienza a alternar sus humillaciones con pequeñas muestras de consideración. Para el joven Vincent, cuyo cuerpo comienza a experimentar algunos cambios, la visita de su amo Tarántula a la fría prisión empieza a ser tan deseada como temida…

Las vidas de estos personajes terminan por cruzarse en un final que, no por previsible, deja de conmover con su contundente resolución. Jonquet cuenta en esencia una historia de venganza, arrastrando al lector por un universo con evocaciones sadomaso, en el que las relaciones de dominio y sumisión aparecen a cada página. La escritura es ágil, y logra hacer verosímil una trama de locos, con momentos de gran violencia. La historia de Vincent —a mi juicio la más interesante— es casi un monólogo, pero el secreto de que funcione de maravillas como lo hace radica en la elección de la segunda persona: hace “sentir” al lector la enajenación de ese joven, que se narra a sí mismo “desde afuera”, como si le hablara a otro.

Tarántula fue adaptada —con bastante libertad, hay que decirlo— al cine por Pedro Almodóvar, que la filmó como La piel que habito.  Una cosa buena resultó de esto: la reedición de la novela por Ediciones B el año pasado.

Traducción: Lourdes Pérez González
2/12

lunes, 5 de marzo de 2012

En la ciudad de la rabia

Prótesis, Andreu Martín


Miguel despierta en una sórdida pensión zaragozana. Como todas las mañanas, mira su sonrisa de calavera. La mira, la limpia, la cuida. Sumergida en un vaso de cristal con agua, recuerda que le costó una pequeña fortuna. Después se mira en el espejo —los labios hundidos, deformes sobre el vacío— mientras se instala ese artefacto en la cara. Muerde varias veces y, ahora sí, casi sonríe. Es el día en el que comenzará a cambiar su vida. El Marujo ha llamado para decirle lo que viene esperando oir hace rato: que el Gallego está en Barcelona.

De esta forma comienza la terrible historia de venganza que es Prótesis. Miguel, el Migue, lleva años viviendo con un solo propósito: volver a encontrar al Gallego, aquel policía asesino que le destrozó la boca a culatazos. Fue la misma noche en que murió el Cachas, y en la que todos terminaron presos. Miguel aún recuerda cómo los gritos del policía —“¡Cállate, cállate!”— retumbaban por los pasillos de Vía Layetana. Los gritos y los golpes que le volaban los dientes para evitar que el Migue hable. Para que no diga que al Gallego, a ese policía violento y temido, el Migue ya lo conocía de antes. De otra parte, de otras noches…

Llega entonces el Migue a Barcelona. Han pasado los años, y se reencuentra con sus viejos compañeros de banda (el Marujo, el Chava). Y también con la Nena. Ella ahora baila en el Palmer, y sigue siendo tan hermosa como cuando era de verdad una nena, y entre todos la iniciaban en aquellas calles sucias. El Migue quisiera volver a amarla, pero ya no puede. Ya no le da: el único deseo que no le es ajeno es el deseo de venganza.

La historia se complica con la posibilidad de un golpe millonario, que se superpone al plan original de Miguel, que ahora se hace llamar “el Dientes”. Aparecen otros personajes, y también aparece la policía. Pero todo el devenir de esta banda, y todo el interés del lector, está centrado en el encuentro de Miguel y el Gallego. Los dos se buscan, mordidos por este deseo de muerte que parece haber venido a ultimar sus vidas tristes. Y se van a encontrar en una escena ultra violenta y que roza lo gore, antológica, que cierra la historia y que quedará en la memoria del lector por un tiempo largo.

A esta altura decir que Andreu Martín es un autor clásico de la novela negra en español es una obviedad. Todas las novelas suyas que yo he leído son puntos altos de la narrativa negrocriminal en español. Y Prótesis viene a situarse entre las mejores (en mis preferencias, junto con la enorme Barcelona connection).

La literatura negra de Martín parece inseparable de la ciudad que lo vio nacer. Me cuesta imaginarlo narrando historias que transcurran en otro lugar. Tal vez las haya, no lo sé. Lo que sé es que todas las grandes ciudades tienen mil caras. Suelo pensar que según a quién lea, es la cara por la que me acerco a ellas. Y Barcelona no es la excepción: son las mismas pero distintas las Barcelonas de Vázquez Montalbán, la de González Ledesma, la de Giménez Bartlett. Y todas muy diferentes de la que pinta Andreu Martín: él es el guardián que cuida y abre la Puerta de la Rabia, franqueando el paso a la zona más sucia, violenta y afiebrada de una Ciudad Condal enloquecida y doliente. Una puerta que, hoy por hoy, treinta y tantos años más tarde, sigo atravesando con cada uno de sus libros (o los de Zanón, o de la Fallarás, dos de sus dignos herederos…)

1/12

lunes, 28 de noviembre de 2011

Nene, vente pa’ Madrid

La mala espera, Marcelo Luján

La mala espera es la primera novela de Marcelo Luján, escritor argentino que vive en Madrid desde 2001. Ese año, el de la gran crisis de nuestro país, motivó la emigración masiva de miles de argentinos. Muchos de ellos, como el Nene Rubén, protagonista y narrador de esta historia, eligieron España y Madrid para hacer su intento.

Como todos, el Nene también tiene su entorno de compatriotas inmigrados a quienes recurre apelando a esa solidaridad nunca del todo desinteresada que aflora lejos de casa. Están la Rojita y su esposo Pipo, conocido de la infancia y peleado a muerte con su mellizo Basilio, que agoniza en Buenos Aires. Y está Nicolás, compañero de piso y antítesis del propio Nene: ordenado, pulcro y bastante “pijo”.

No todos ellos saben que el Nene trabaja para Fangio, un argentino medio tullido por la polio. ¿Haciendo qué? De todo un poco: siguen gente, averiguan cosas; cobran y pagan; advierten, convencen y asustan. De allí conoce a la colombiana Angie, que lo tiene un tanto “enganchado”, diríamos que por doble vía. Una es la “sentimental/sexual”, y la otra, más importante, son los negocios: Angie le debe la parte de una operación que planearon y ejecutaron juntos, un desvío en cierto cargamento de drogas a introducir en la península.

Desde luego, en semejante ambiente, nadie la tiene fácil para salirse con la suya. El Nene no es la excepción: unos matones rumanos se ocuparán de que sienta en carne propia el tamaño de su error. El Nene sobrevive, a duras penas, y a partir de allí intentará averiguar quién es quién en esa maraña en la que se mezclan las drogas con el tráfico de mujeres del este europeo, y en la que se descubrirá como engranaje en una terrible historia de venganza originada muy lejos del animado y acogedor Madrid post 2001.

Dueño de un registro ideal para la historia relatada, que combina la novela más negra y sórdida, con las sensaciones y experiencias del desarraigo, Marcelo Luján logra lo que es muy difícil, aquello en lo que otros autores tambalean: en un relato en primera persona, plagado de momentos en los que el personaje reflexiona sobre su situación —como delincuente, como víctima, como inmigrante— el lector nunca siente que se desvía de la histroria. Todo está puesto al servicio del relato, y el interés nunca decae. Como mérito adicional, la voz del narrador mezcla con total naturalidad el hablar porteño de su origen con algunos giros madrileños, en la justa proporción en la que se suele dar con los inmigrantes argentinos, que —según me ha tocado vivir— en un año o dos ya andan diciendo “vale” o “mola”: hasta eso resuelve bien Luján.

La mala espera fue ganadora del Premio de Novela Negra Ciudad de Getafe 2009. Tiene méritos más que suficientes. Y tiene, además, otra cosa buena: se consigue en Buenos Aires.

11/11