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miércoles, 11 de junio de 2014

Último tango en Buenos Aires

Noches sin lunas ni soles, Rubén Tizziani

Cairo es un ladrón que está preso. Lo cazó el comisario Maidana. En un juzgado Páez y su gente ejecutan perfectamente un plan para liberarlo. Hacen este trabajo por pedido de Cairo, que necesita salir para ver a Natale, amigo y cómplice que agoniza en Paraguay. Quiere llevarle su parte de un botín escondido, de un golpe que dieron juntos tiempo atrás. Claro que Páez no se contentará con cobrar por su trabajo, sino que planea mejicanearle a Cairo ese botín completo. Lo primero que hace, entonces, es esconderlo en una casa de Capital. Su propio bulín. En el que está Ana. Joven, bella, triste, Ana fuma en camisón y Cairo, muy a su pesar, no puede sacarle los ojos de encima. Y es este encuentro el que va a lanzar a rodar la historia, porque esa misma noche Cairo se escapa de la casa, y Ana se va con él.

Doblemente perseguidos —por el temible Maidana y por Páez— Cairo y Ana se esconderán juntos durante el par de días que concentra la acción. Es el tiempo que Cairo necesita para organizar su huida: conseguir documentos, visitar a los padres de Natale, buscar la plata. El tiempo corre, sus perseguidores van cerrando el cerco y Ana, quiebre impensado en la vida delictiva de Cairo, no logrará torcerle el brazo al destino que lo espera en el terraplén de las vías del San Martín, en Palermo Viejo.

Lo que al principio es para Cairo un escape más, como tantos en su larga trayectoria de ladrón —de la policía, de otras bandas— se transforma radicalmente cuando aparece Ana. Y cuando acepta llevarla con él. Porque con ella al lado Cairo debe admitirse a sí mismo que esta es la última oportunidad de huir de su destino. Un destino en el que tratan de hundirlo tipos como Maidana y Páez, en el fondo tan prisioneros como él.

Novela negra pura y dura, tensa y veloz, Noches sin lunas ni soles es también una historia de códigos y de amistad, y a la que la posibilidad lejana del amor le instala esa tristeza tanguera tan propia de la literatura de Tizziani. Esa visión trágica, y el lunfardo arcaico que clava la historia en época y ambiente, esbozan un puente con ese género musical que, pensándolo bien —alguien en esta o la otra orilla del Río de la Plata debería hacerlo alguna vez— tiene su profundo costado negro y criminal.

Es cierto que hay obras que uno lee, como se dice en el fútbol, “con la camiseta puesta”. Por afinidades de diversos tipos, las novelas de Tizziani funcionan de esa manera para mí. Por su lenguaje, que lo escuchaba a mis mayores; por las películas que se filmaron con sus historias y que vi en mi adolescencia (*); por retratar una época que, debido a mi edad, no podía comprender pero, según supe más tarde, sí pude respirar. Por todo esto que (me) provoca me animo a decir que Tizziani es mejor narrador que escritor. Aún con sus imperfecciones —algunos problemas de punto de vista, algunos repeticiones—, que me gusta atribuir a una imaginaria “prepotencia de trabajo”, construye personajes y climas que no se olvidan. Cairo, delincuente de oficio y con códigos, cuya potencia como personaje comienza desde su mismo nombre, es uno de ellos. La efímera relación que encara con Ana, aún sabiendo que transita sus días finales, habla mucho de él. Y a la vez es un buen ejemplo del oficio de Tizziani, que hace jugar la tensión erótica a favor del suspenso de la historia (más allá de la trama, no perderse los capítulos 13 y 14, en los que los amantes se cuentan sus vidas mientras fuman en la cama, y alcanzan un clímax sexual de antología).

Sin dudas, Rubén Tizziani ocupa un lugar destacado en nuestra literatura de género negro. O debería ocuparlo. El rescate que de parte de su obra hace la colección Código Negro es muy valioso y de alguna manera hace justicia con un autor que merece la mayor difusión que pueda dársele.

4/14

(*): la película de José Martínez Suárez, de 1984, tuvo, además de persecuciones automovilísticas inéditas en nuestro cine, grandes interpretaciones de Alberto de Mendoza, Arturo Maly, Lautaro Murúa y Luisina Brando, cuya morocha sensualidad se grabó para siempre en mi memoria. Y ahí seguirá, por más que ahora sé que la Ana de la novela es rubia. Misterios del casting.


Seguí pinchando: Rubén Tizziani tiene otra novela policial publicada y llevada al cine. Por supuesto, la reseña en su blog amigo, pinchando aquí. Pero eso no es todo. Si te interesó esta obra de Tizziani, tal vez debería pasar a ver lo que hay de Juan Damonte. Pero lo que es seguro es que no deberías perderte nada de lo que escribe Guillermo Orsi, un propagador incansable y gran admirador de la obra del santafesino creador de Cairo. No sólo por el valor en sí mismo de la obra de Orsi, sino para apreciar en directo la reconocible influencia de un autor en el otro. Código Negro ha publicado a Damonte y hará lo mismo con Guillermo Orsi.

viernes, 30 de mayo de 2014

El barrio de las máquinas parlantes

Mátalos suavemente, George V. Higgins

Otra de las pocas (demasiado pocas) novelas de Higgins traducida al español, Mátalos suavemente tal vez les suene por la película que se estrenó el año pasado. No tuve oportunidad de verla aún. Y ahora me encuentro en una encrucijada. Es que soy de la idea de que los libros son mejores que las películas. Y en este caso apostaría a que no se rompe la regla de oro: la película tendría que ser una obra maestra para superar a esta novela. De modo que, con semejante prejuicio, ¿debo verla? Ya lo resolveré más adelante. Por ahora, déjenme intentar contarles por qué no deberían perderse este libro.

La trama es lo de menos. En Boston, ciudad en la que Higgins vivió y trabajó como abogado y en la que ambienta todas sus novelas, dos perdedores salen de la cárcel y, contratados por otro como ellos, organizan el robo a una timba. El que lidera esa timba, un tal Markie, ya se había “auto robado” un par de años atrás. Y con éxito. Para los tres ladrones este es el pilar más sólido del plan: todas las miradas apuntarán a Markie, ¿o no? No. Por la misma razón por la que un rayo no cae dos veces en el mismo lugar, nadie cree que Markie lo haya vuelto a hacer. De modo que los dueños del garito contratan a Jackie Cogan, un asesino a sueldo que trabaja con el viejo Dillon, para que averigüe quiénes dieron el golpe.

Como en Los amigos de Eddie Coyle, aquí también Higgins monta su novela sobre los diálogos de los personajes. Diálogos que a veces son un cruce veloz, un repiqueteo de preguntas y respuestas y monosílabos exactos, y otras veces son un intercambio de largos monólogos entre esas máquinas parlantes que son siempre los “personajes Higgins”. Esto es lo más maravilloso que tiene esta novela, y créanme que es muy maravilloso. Tan maravilloso y mágico es lo que logra Higgins con los diálogos —pintar, construir, insuflar vida a sus personajes— que ya no sé si es recomendable “estudiarlo”, “buscarle el truco”: por momentos pienso que no vale la pena. Que Higgins es el mago del estilo directo, del indirecto, del indirecto libre, de todo: es el puto amo del diálogo. Y como tal, posee alguna especie de secreto indescifrable para el resto de los mortales. Así que tal vez lo mejor sea despojarse de cualquier pretensión de escritor y leer como lectores: entregarse al goce de una lectura que vuela y que suena. Que sean o no las voces reales del bajo fondo, poco importa, como poco importaba en Los amigos… No es un valor documental lo que uno debe buscar en un libro como este. Al menos lo que yo busco es que me divierta. Y en ese sentido, estoy más que satisfecho.

De todas formas, mientras leo, hay una pregunta que me resulta difícil evitar. ¿Cómo sería el funcionamiento de la cabeza de Higgins? Voces y voces y voces rebotando, y un autor desesperado por grabarlas en el papel con urgencia, con desesperación, intentando que no se le escapen de la cabeza, en medio del ruido de los teclazos de una máquina de escribir siempre lenta. Sin detenerse a describir nada, sólo bajar las voces a papel, ahí, en tiempo real.

De modo que los amantes de los diálogos y las escenas vivas, vengan a Higgins a respirar aire fresco. Es un antes y un después. Ahora, si sos otro tipo de lector, si te gustan las largas y detalladas descripciones, si apreciás y disfrutás con las tramas precisas, redondas, con los finales sorpresivos que te dejen con la mandíbula caída, no parece que Higgins vaya a ser tu autor preferido. Pero justamente por esa razón, tal vez te convenga leerlo. Mejor dicho, tal vez sea absolutamente necesario que lo leas.

Y sí, ya lo he decidido: voy a ver la película.

Traducción (excelente, pero españolísima): Magdalena Palmer

4/14


Seguí pinchando: si tenés interés en Higgins, acá en el blog hay más de él. ¿Qué te interesan otros autores con su estilo? Y bueno, el gran maestro de los maestros, Elmore Leonard, confeso admirador del abogado de Boston.

lunes, 5 de mayo de 2014

Dos a quererse


Mi ángel tiene alas negras, Elliott Chaze

Pensando en los grandes libros y en las tramas simples se me vino la imagen de un par de vías de tren. Una trama puede ser como las vías de un tren: sencilla, recta, plana. Hasta repetida. Sin embargo, sobre esa vía puede correr desde una modesta zorra, hasta un lujoso tren de pasajeros o un infinito convoy de carga, impulsado por varias locomotoras poderosas. Eso es lo que importa: la historia que se cuenta, que va arriba de esa trama sencilla. Y todo eso lo pensaba a propósito de esta pequeña joya que es Mi ángel tiene alas negras.

Tim Sunblade es el antihéroe de esta historia. Es un muchacho de veintisiete años, sureño, que estuvo preso, que fue operario petrolero y soldado en el Pacífico, y que está “harto de ser pobre”. En el sur de Louisiana conoce a Victoria, una prostituta. No tardan en emprender juntos un viaje “a cualquier parte”. Pero resulta que no es tan cualquiera: es Denver, en Colorado, donde Tim piensa ejecutar su plan para el robo a un camión de caudales. Como resulta que Victoria también está huyendo, le viene bien asociarse con Tim para dar el golpe y cambiar la suerte. Digamos que, hasta acá, es una trama de tantas, motorizada por el dinero y el sexo. Una par de vías sobre las que Chaze lanza a correr su tren, la historia que quiere contar: una historia de amor y de derrota.

Porque Mi ángel tiene alas negras es eso y no otra cosa: la historia de un amor extraño. Enroscado, con vaivenes de tormenta, con desconfianza y desenfreno, pero amor al fin. Claro que contado en clave de novela negra: con un protagonista perdedor y una mujer fatal, atrapados en una sociedad que no sólo se ríe de sus desventuras sino que los invita al delito, en la creencia de que la libertad está en nadar un mar de billetes, ¿qué otra cosa puede ser si no una novela negra?

Y una de las buenas, en este caso. De esas que uno agradece cuando se le cruzan en el camino. Porque encontrarse con un estilo como el de Chaze, y con una traducción como la de Carlos Gardini —ese gran escritor argentino cuyas traducciones me hicieron amar a Ellroy— es cualquier cosa menos frecuente. Una escritura depurada, con brillo poético en las descripciones, perfecta para moldear y pulir estos personajes sólidos. Con la voz de Tim como narrador en primera persona, con el humor justo que se destila del cinismo y la ironía manejados con maestría, Chaze nos lleva a ver los corazones desgarrados de este dúo, cruzando medio país hasta alcanzar el más melancólico de los finales.

Una novela brillante de un autor desconocido —aun cuando Elliott Chaze fue un narrador y periodista prolífico y de culto en su país, esta sería su única obra traducida al castellano—, que se convierten en el secreto negro mejor guardado del excelente catálogo que está construyendo La Bestia Equilátera.

Traducción: Carlos Gardini

3/14

Seguí pinchando: Por el vuelo de su estilo, por los personajes, por el viaje hacia “cualquier parte”, si te interesó esta obra, tal vez te interese conocer a otro autor de culto comentado aquí: Marc Behm, en especial su novela La mirada del observador.

jueves, 24 de abril de 2014

Queremos tanto a Juan

Bares nocturnos, Juan Madrid

Cada tanto me viene bien un viaje a Madrid. Los lectores de este blog lo saben. Y esta vez es un viaje al Madrid del comienzo de la crisis. El creador del gran personaje que es Toni Romano nos planta en medio de una historia en la que vuelve a visitar todos sus tópicos de interés y, como es su práctica habitual, también varios viejos personajes.

La historia la vive Silverio San Juan, el hijo de Juanita San Juan. Silverio es un muchacho joven que ya ha estado en la cárcel, y actualmente trabaja como cobrador de morosos para la conocida Agencia Draper. Corren los primeros años de la crisis, y los últimos de un Madrid bohemio que desaparece. Como resultado de ambas circunstancias y de la especulación inmobiliaria, el Burbujas, bar nocturno que pertenece a la madre de Silverio, debe apagar sus últimas luces: lo desalojan. A menos, claro, que Juanita y su socia Catalina logren juntar una pila de euros como para comprarlo…

En esos días llega clandestinamente desde África un cargamento de diamantes robados. Los recibe un militar retirado, exintegrante de un cuerpo de élite de los tantos que arrasan el continente negro, masacrando a su propia gente y a las organizaciones humanitarias que trabajan allí. Uno de sus guardaespaldas en España, antiguo guardia civil, filtra el dato de las joyas, y a alguien se le ocurre un plan: recuperar esos diamantes —por aquello de los cien años de perdón, tal vez— para una ONG que podría con ese dinero reconstruir un hospital en aquel lugar. Una monja bastante liberal recurre a su padre, preso y moribundo, y este lo llama a Silverio, por su antigua experiencia robando habitaciones de hotel. El plan, en apariencia sencillo, más la necesidad apremiante por el cierre del Burbujas, resultan una tentación demasiado fuerte para Silverio.

Cualquiera que haya leído la obra de Juan Madrid coincidirá conmigo en que, además de ser uno de los tres o cuatro autores más importantes del género en nuestro idioma, es un romántico incorregible. Como tal, vuelve, con romántica obsesión, una y otra vez a sus temas de siempre: la crisis, la corrupción de los poderosos, la Madrid de otros tiempos, poblado de personajes derrotados pero puros, corazones limpios en un ambiente sucio. Un mundo que ya no es: Juan Madrid, nostalgia pura, es, por lejos, el más tanguero de los escritores españoles del género. Tal vez no sea un estilista, un cultor de la prosa bella, pero es un escritor con tanto oficio, tanta efectividad y economía, que uno respira en sus historias esos ambientes turbios, algo cutres, de putas, garitos, tabaco y garrafón. Esos ambientes en los que se mueven miserables que se van sin pagar las copas de las chicas, o que trampean en partidas de cartas. Todos personajes que, como Juanita y Catalina, también están siendo desalojados, desahuciados, de un mundo en el que ya no tienen cabida.

Como es su costumbre, en Bares nocturnos Juan Madrid vuelve a mezclar personajes de sus otras historias. Algunos menores como Juanita y Catalina, o como los Draper, padre e hijo, dueños de la agencia en la que trabaja Silverio. Pero también su personaje más grande, Toni Romano, aparece en esta historia. Lateralmente, desde luego, al punto tal de que no puede considerarse a Bares nocturnos como una novela de la serie de Toni. Pero su aparición es importante, más cuando la historia la protagoniza su hijo. Porque claro, a esta altura, y aunque nadie quiera hablar mucho del tema, todos sabemos que Silverio es hijo de Toni. ¿Todos? Bueno, no todos: lo ignora el propio Silverio, aunque algo sospecha. Y esa tensión, que se viene manteniendo a lo largo de las últimas historias de Toni, es un empuje narrativo, que va en paralelo a cualquier trama. La relación, larga en el tiempo pero distante, entre Toni y Juanita, el pasado de ella y su oficio de “alternadora” en el bar, la soledad actual de Toni, son los ladrillos con los que Juan Madrid viene edificando esa relación viril entre dos tipos duros y secos como Silverio y Toni, para que el lector la lea en términos paterno-filiales.

Este ejemplo, la relación entre Toni y Silverio, pinta claramente uno de los “ganchos” por los que funciona la literatura de Madrid: siempre busca un efecto en el lector. Aun cuando la trama gire alrededor de un robo, o denuncie los efectos de la crisis o la podredumbre moral de los poderosos o lo que sea, Madrid nunca pierde de vista la persecución de ese efecto, un propósito de involucrar sentimentalmente al lector con sus personajes y sus escenarios. De hacerlo cómplice.

La construcción de esta complicidad del lector —con el autor, con los personajes— es un truco tan antiguo como efectivo. Y Madrid lo sabe. Será por eso, o porque es romántico, o tanguero, que lo queremos tanto.

3/14


Seguí pinchando: De Madrid vas a encontrar varios comentarios, todos buenos, en este blog. Tanto de una o dos novelas de Toni Romano, como de alguna otra que no es de la serie.