sábado, 20 de diciembre de 2014

Medio

Es posible que durante todo ese tiempo, Jorge B. se mantuviera fiel a una creencia: había cometido un crimen, sí, pero sin proponérselo, lo cual atenuaba su culpa. En cuanto a sus intenciones con respecto a la amiga de Alcira, la policía había llegado primero, eximiéndolo de una dura e incierta prueba. Hubo una pregunta, sin embargo, que seguramente nunca se formuló durante el largo encierro:
¿Qué o quién había matado entonces a Alcira, usándolo a él de medio, adoptando la encubierta forma del accidente?
En prisión, Jorge B. no abandonó su hábito de leer novelas policiales. Sus preferidas siguieron siendo aquellas que trataban del crimen perfecto. Aunque algo sabía ahora por experiencia propia: para aspirar el crimen perfecto, éste no puede ser consecuencia de un acto involuntario. Debe cometerse con premeditación, calculando todos los detalles, bajo un estado de absoluta y fría lucidez.

(“Un cuerpo diseminado por la ciudad – (año 1955)”, Alberto Ramponelli, Crónicas del mal, Ezeiza, Muerde Muertos, 2014, pág 104)


viernes, 19 de diciembre de 2014

Distancia

El hombre joven cerró el portón con candado, para después tirar la llave por una hendija hacia el interior del local. No prestó atención a la vecina que barría la vereda a esa hora temprana. La anciana, apoyada en la escoba, lo observó alejarse con paso rápido por la calle Santa Fe. No podía saber, desde luego, que el muchacho buscaba, apresuradamente, poner distancia de un cuerpo acribillado apuñaladas.


(“Una cuenta pendiente (año 1929)”, Alberto Ramponelli, Crónicas del mal, Ezeiza, Muerde Muertos, 2014, pág 63)

martes, 16 de diciembre de 2014

Del Mal: fronteras e instrumentos

Crónicas del mal, Alberto Ramponelli

De vez en cuando me pregunto cómo es el proceso de construcción de un lector. Lo hago, lógicamente, mirando mi propia experiencia. Desde luego, no llego a ninguna conclusión que valga la pena. De forma recurrente, es un camino que me lleva a mis lecturas de infancia. A una parte de ellas. Recuerdo que cada noche, a eso de las nueve, se escuchaba un golpe sordo contra la puerta de casa: era “la sexta” de “La Razón”. El diariero la arrojaba, en una especie de rollo compacto que armaba sin detener su bicicleta —una técnica ya definitivamente perdida—, y yo sabía que, en algún momento de esa noche, iría a zambullirme en la sección de policiales. De aquella época conservo especial afecto por las palabras “occiso” y “macabro”.

La introducción viene a cuento porque la lectura de estas Crónicas del mal, de Alberto Ramponelli, me han acercado, en varios sentidos, a aquellas lecturas.

Antes que nada, conviene decir que Crónicas del mal es un libro de relatos. Cruza entre cuento y crónicas, estas diez recreaciones ficcionales de sucesos reales acontecidos entre 1914 y 1955 sirven al autor para indagar sobre la naturaleza del Mal. O sobre la naturaleza humana. O sobre las dos cosas, si es que se las puede separar. Es decir, sobre el objeto de reflexión que atraviesa toda literatura negra.

Con un lenguaje que es tan deudor de aquellos trasnochados cronistas —amarillentos reyes del potencial— como de estilistas de la talla de sus admirados Saer y Denevi, Ramponelli construye con gran eficacia una voz, una geografía, un territorio temporal que impactará en el lector. La mayoría de estas Crónicas transcurren en Buenos Aires, metrópoli que recibía por entonces tanto a inmigrantes europeos como del interior. Sus viejas casonas, sus bares grises, los rígidos cánones morales que condenaban las preferencias sexuales “desviadas” pero admitían sin escándalo los castigos carcelarios más brutales, son el terreno en donde estos personajes se convertirán en vehículos del Mal. Individuos que disponen de libre albedrío en un momento y, al siguiente, son meras marionetas de las que se apodera un impulso maligno, la narración aséptica de sus crímenes dejan en el lector una fría inquietud, la semilla de la reflexión planeada por Ramponelli: ¿qué es el Mal? ¿Dónde está? ¿Adentro, afuera?

Los méritos de Ramponelli, un autor siempre ligado a lo fantástico y a lo siniestro, que lleva editados ocho libros, son varios. El más evidente es su prosa pulida, de frases largas pero siempre precisas, exactas. Otro consiste en saber plantar en el lector ese desasosiego mencionado antes, a través de historias sólidas, que caminan a paso firme, sin estrépito ni frenesí, pero en las que la tensión crece de manera lenta e irreversible. En este sentido, Ramponelli lleva la crónica al estatus de cuento, explorando con su oficio más allá de esa frontera —las mentes, los corazones— que aquella, por limitaciones lógicas, no puede atravesar.

Crónicas del mal es un gran rescate que le debemos a la querida Editorial Muerde Muertos.

8/14


Seguí pinchando: No hay en el blog muchos comentarios de relatos cortos, pero recordé uno, publicado hace muuucho tiempo, que te puede interesar si te interesó esta obra: lo podés leer acá.

viernes, 12 de diciembre de 2014

En libertad

Hacía un calor apestoso, un calor típico de Chicago, un calor de conventillo, un calor de prostíbulo. Viscosas gotas de sudor se mezclaban en sus cuerpos. Él se apartó de la mujer. No porque pensara que estaría más fresco, pues toda la cama estaba humeando, sino porque al terminar siempre se desesperaba por un cigarrillo.
Prendió uno para ella y se lo puso en la boca embadurnada de rouge.
—¡Vaya! —exclamó ella.
—Calor, ¿verdad?
—No me refería eso. ¿Cuánto hace que no estabas con una mujer, cariño?
Rodando un costado, él se apoyo en el codo, tratando de despegar el cuerpo del calor de las sábanas húmedas. ¿Cuánto tiempo? Cuatro años, diez meses y once días, y un par de días atrás también habría calculado cuántas horas, pero eso era un par de días atrás.

(Bruce Elliott, Uno es un número solitario, Buenos Aires, La Bestia Equilátera, 2014, pág 9)


jueves, 11 de diciembre de 2014

Bocinazos

—Buenas noches —dijo Camonille al irse, mientras el chico se peinaba el pelo largo.
—Buenas noches, señor Chávez —sonrío Benny.
Camonille se detuvo en la puerta y preguntó:
—¿Tienes una cita esta noche?
—Sí —dijo el joven—, por eso me apresuro. Tengo que recogerla en la ciudad. Ella está en un baile, pero plantará el tipo que fue con ella y me esperará.
—Buenas noches, de nuevo —dijo Camonille. Y caminó hacia el garaje. No había indicios del coche de Vera, pero aún faltaban un par de minutos. De pronto comprendió que estaba realmente cansado y entró en su “dormitorio”. Podría tumbarse un rato hasta que llegara Vera.
 Ni siquiera se molestó en prender la luz. Anduvo a tientas y se sentó en el borde del catre. Estaba tan oscuro en ese estrecho espacio que al principio no se dio cuenta de que había alguien allí.
Extendió las palmas. Sus manos encontraron algo, y se sobresaltaron al tocar dos pechos.
Encendió un fósforo y vio la cara de Jan. Ella tenía los ojos entornados, los labios entreabiertos.
—¿Sorprendido? —dijo. Estaba desnuda.
Fuera del garaje, sonaron dos bocinazos. Camonille no largó el fósforo hasta que la llama le quemó los dedos. Lo soltó y se quitó la ropa. 
Se oyeron otros dos bocinazos.

(Bruce Elliott, Uno es un número solitario, Buenos Aires, La Bestia Equilátera, 2014, pág 79)


viernes, 5 de diciembre de 2014

Uno es un noir solitario

Uno es un número solitario, Bruce Elliott

Larry Camonille se escapó de la cárcel. Hay otros fugados, pero son tan torpes que, según Larry lee en los diarios, están cayendo todos de vuelta. Larry piensa viajar al sur: a México, o más abajo. A cualquier lugar en donde el aire sea seco. Lo necesita porque le que queda sólo un pulmón, y maltrecho. Algo que es malo para cualquiera, pero más para un trompetista.

En su huida llega a un pueblo perdido en Ohio. Encuentra trabajo en un bar. Su idea es dar un pequeño golpe, obtener los dólares suficientes para seguir escapando. Pero (siempre hay un pero) se cruzan en su camino dos mujeres. La veterana Vera, todavía en muy buena forma, aunque algo pasada de alcohol; y Jan, demasiadas hormonas y muy corta edad: el dulce camino a la perdición. Las dos actúan como poderosos imanes que tironearán de Larry hasta que él cometa un error y todo se desbarranque. Porque, claro, las dos ofrecen mucho, pero exigen de Larry más aún: le traen planes que podrían llevarlo otra vez al único lugar al que no está dispuesto a volver.

Uno es un número solitario es una novela corta y enérgica. Con una prosa seca y limpia, como manda el cánon del pulp más genuino, la prioridad la tiene la acción. Las descripciones son las mínimas, los personajes sufren mucho y piensan poco: avanzan y avanzan, ganando velocidad a medida que descienden. En apariencia, Larry Camonille, buscado y enfermo, es un tipo que no tiene mucho que perder. Pero su enorme atractivo como personaje radica en que, paradójicamente, sí tiene un sueño que perseguir: la libertad. Y nada es para él suficiente obstáculo. Por otra parte, la tensión sexual que surge con Vera y, muy especialmente con Jan (una nena de catorce, vamos…), el ambiente carretero del pueblo perdido y su bar, remiten sin escalas a la literatura de James M. Cain: un universo carnal, de pulsiones desbocadas, con la desgracia flotando en el aire como una sombra.

No será este el lugar para teorizar, pero sí se puede decir que Uno es un número solitario constituye una pieza paradigmática de novela negra. Además de los elementos estilísticos mencionados y de los escenarios elegidos, hay en esta historia una visión negra del mundo, una visión del lado B, por decirlo de alguna manera. Los Estados Unidos, a pocos años de haber ganado la guerra, están lejos de ser el paraíso baby boomer que presagia bienestar y progreso eternos. Al contrario, son una tierra desolada, desalmada y violenta. Una tierra que da a luz a un sujeto como Camonille, ajeno a todo escrúpulo moral, cuyo único propósito es escapar —¿de la cárcel? ¿de todo?— en una carrera suicida. Que Larry es un pesonaje condenable por donde se lo mire, no hace más que hablarnos del mérito del autor, que conoce el mecanismo secreto para generar en el lector simpatía o compasión hacia él, encarnación de ese lado B.

Bruce Elliott fue un autor de intereses diversos. Escribió pilas de relatos con seudónimos para la serie de The Shadow, popular personaje de entonces. También publicó libros sobre magia, su otra ocupación. Uno es un número solitario fue publicada por primera vez a comienzos de los años cincuenta. Más tarde salieron un par de ediciones —siempre baratas— con diferentes títulos. En 2012 fue reeditada por Stark House, una editorial norteamericana que está recuperando todo un catálogo de inhallables de aquella época. Curiosamente, en esa edición la acompaña otra obra —algo frecuente en el catálogo pulp de Stark son los libros que incluyen más de una novela— que también hemos comentado aquí, la extraordinaria Mi ángel tiene alas negras. Ambas las hemos podido leer gracias a La Bestia Equilátera, la editorial que dirige Luis Chitarroni, que las publica traducidas al castellano por Carlos Gardini. Como siempre, en ediciones de factura excelente.

Traducción: Carlos Gardini (magistral)

8/14


Seguí pinchando: como muchos otros clásicos, James M. Cain, no tiene aún comentarios en este blog (fue lectura fundacional, mucho antes de que la idea de blog pudiera entrar en la cabeza de nadie). Él sería el autor indicado al que dirigirse si te interesó esta reseña. Sin embargo, además de la citada novela de Elliot Chaze, la sugerencia es que le eches un vistazo al pulp de M. A. West, o a la atmósfera desesperada que crea Goodis en una de sus obras maestras, acá.

domingo, 23 de noviembre de 2014

Billetes al peso (Fariña style)

—Tal vez no cuenten los fajos. Tienes billetes de cincuenta y de cien mezclados, cinco mil por paquete, la mitad de eso en un fajo de billetes de cincuenta, ¿de cuántos fajos estamos hablando, si llegamos a medio millón? De cien, si son todos billetes de cien, así que digamos ciento veinte, ciento treinta, algo así.
—Suena bien.
—No sé. ¿Tú lo contarías? Se cuenta en un negocio de droga, pero tienes tiempo, te sientas tranquilo, cuentas el dinero e inspeccionas la mercadería. Es una historia diferente. Aun así, ¿sabes cómo cuentan los grandes traficantes, los tipos que ganan más de un millón en cada transacción?
—Sé que los bancos tienen máquinas que pueden contar un fajo de billetes tan rápido como uno puede peinarlos.
—A veces usan ésas —dijo—, pero la mayor parte de las veces es al peso. Sabes cuánto pesa el dinero, así que sólo lo cargas en la balanza.

(Lawrence Block, Paseo entre las tumbas, Buenos Aires, Emecé, 1994, pág 256)


sábado, 22 de noviembre de 2014

De yonquis y borrachos II (o las lecturas de Jack Taylor)

—¿Kenan no los tiene en la caja de seguridad?
—Es probable que mucho más que eso, pero no puedo meterme allí. No se le da a un drogadicto la combinación de una caja, ni siquiera si es tu hermano. No, a menos que estés loco.
No dije nada.
—No me amarga —añadió—. Sólo estoy señalando un hecho. No hay ninguna razón en el mundo para que yo tenga la combinación de la caja. Tengo que decirte que me alegro de no tenerla. No me la confiaría a mí mismo.
—Estás limpio y sobrio, ahora, Pete. ¿Cuánto hace? ¿Un año y medio?
—Todavía soy borracho y drogadicto, viejo. ¿Conoces la diferencia entre los dos? Un borracho te robaría la billetera.
—¿Y un drogadicto?
—Ah, un drogadicto también te la robaría. Y luego te ayudaría a buscarla.

(Lawrence Block, Paseo entre las tumbas, Buenos Aires, Emecé, 1994, pág 138)


viernes, 21 de noviembre de 2014

Un tipo difícil

Lo primero que hice a la mañana siguiente, después del desayuno, fue ir a la central de Policía de Midtown Norte, en la Calle 54 Oeste. Pesqué a Joe Durkin, sentado a su escritorio, y él me tomó de sorpresa al felicitarme por mi aspecto.
—Te estas vistiendo mejor últimamente —dijo—. Creo que es obra de esa mujer. Elaine, ¿verdad?
—Así es.
—Bueno, creo que es una buena influencia para ti.
—Estoy seguro de que lo es —dije—. Pero ¿de qué mierda hablas?
—Llevas un saco muy lindo, eso es todo.
—¿Este blazer? Debe de tener diez años.
—Bueno, nunca te lo pones.
—Lo uso todo el tiempo.
—Tal vez sea la corbata.
—¿Qué tiene de especial la corbata?
—Dios —dijo—. ¿Te dijo alguien alguna vez que eres un hijo de puta difícil? Te digo que se te ve bien y al minuto siguiente estoy en el puto banquillo de los testigos. ¿Qué tal si empezamos de nuevo? «Hola, Matt. Es muy bueno verte. Se te ve como la mierda, siéntate.» ¿Está mejor así?
—Mucho mejor.
—Me alegro. Siéntate. ¿Qué te trae por aquí?

(Lawrence Block, Paseo entre las tumbas, Buenos Aires, Emecé, 1994, pág 76)

lunes, 17 de noviembre de 2014

Por las tumbas antes que por las butacas

Paseo entre las tumbas, Lawrence Block

Con el Matt Scudder de Liam Neeson ya en los cines, es el momento de publicar esta reseña. Digo, antes de que la versión en celuloide (¿existe aún tal cosa, el celuloide?) dirigida por Scott Frank —que veré de un momento a otro— influya en mis apreciaciones.

Décima novela de la serie de Matt Scudder —serie que al día de hoy lleva la friolera de 17 novelas y unos cuantos relatos—, la acción transcurre, como es habitual, en Nueva York, donde Scudder sigue viviendo de “hacer favores” como detective privado. Un compañero de Alcohólicos Anónimos le pide ayuda: su hermano, el narco libanés Kenan Khoury, fue víctima de una extorsión. Unos tipos secuestraron a su mujer, Francine. Le pidieron un rescate. Era evidente que sabían que Kenan, dada su ocupación, no podía ir a la policía. Y no fue: pagó el rescate tal como acordó con los delincuentes. Pero ellos le devolvieron a su mujer en una bolsa. En varios pedazos.

Y ahora Kenan necesita ayuda para encontrar a los culpables.

Reticente al principio, Matt termina aceptando el trabajo. Estamos a finales de los ochenta, o comienzos de los noventa. Nueva York aún no conoce la “tolerancia cero”: los subtes graffiteados y los alrededores de Grand Central Station son un entramado de rincones peligrosos, oscuros detrás de las marquesinas de Broadway. Por esas calles y las de Brooklyn se moverá Scudder. Recurrirá a algunos viejos contactos de la policía, pero sobre todo contará con la ayuda del joven negro TJ, habitué de los locales de videojuegos de Times Square. Él es quien lo contacta con los Kong, un par de nerds que, ya hartos de ganarles a las maquinitas, han comenzado una incipiente carrera de hackers. En un mundo que aún no ha visto los teléfonos celulares, y en el que las cabinas telefónicas son necesarias como el aire —en especial si uno trata con secuestradores—, su conocimiento les permitirá infiltrarse en las redes y rastrear llamadas. Cuando encuentran que Francine no fue la primera ni la única víctima de los secuestradores y descuartizadores, Elaine, la call-girl “amigovia” de Scudder, se suma al equipo, ayudando a ubicar posibles víctimas sobrevivientes.

La fatigosa investigación para dar con los responsables de la muerte de Francine Khoury se transformará en una carrera contra el reloj cuando los mismos secuestradores llamen al narco ruso Yuri Landau: los tipos tienen a su hija de 15 años. Y aunque Scudder no tiene muchas esperanzas de que esté viva, deberá intentar un final diferente para ella.

Paseo entre las tumbas es, de todas las novelas de la serie que he leído, la que tiene una trama de mayor peso. Por decirlo de alguna forma, el misterio a resolver y la investigación se vuelven importantes. Más tal vez que el desarrollo de personajes que es característico de la serie. Desde luego, la potencia de Matt Scudder está lejos de quedar apagada. Pero el de esta novela, un Scudder ya en el camino de la recuperación, yendo a infinidad de reuniones de AA, dando un paso serio en su relación con Elaine, es un Scudder igual de cerebral pero mucho más “táctico” que “filosófico” o introspectivo. Esta trama lo necesita así. Me hizo acordar mucho al infalible Jack Reacher, obviamente, sin su faceta action hero. De los secundarios, después de la querible Elaine, sin duda el mejor es TJ, que vuelve a aparecer luego de Un baile en el matadero, ahora ya afirmándose en su rol de ayudante del detective. Los diálogos con entre él y Matt, llenos de picardía callejera, son de lo mejor de la novela.

Entretenida y de buen ritmo, de Paseo entre las tumbas nos queda la imagen de un Matthew Scudder en plena transformación, cada vez más lejos de aquel que nublaba sus días en el bourbon, pero siempre cerca de los grandes temas que lo obsesionan: la esquiva posibilidad de justicia, la violencia, la culpa que sigue y sigue. Me pregunto, a horas de encontrarlo en la pantalla grande, cuál de estos Scudder será el de Liam Neeson en la adaptación al cine. 



Traducción: Edith Kern

7/14


Seguí pinchando: otras lecturas de Matt Scudder en el blog podés encontrar pinchando aquí. De Child y Reacher, ya que se lo menciona en la reseña, El camino difícil es una que también transcurre en Nueva York, aunque no necesariamente en los mismos escenarios. Pero la joya está en esta entrada: ¿a qué no sabés que novela era esta que leía el famoso borracho Jack Taylor, creación de Ken Bruen, en este pasaje? Correcto: Paseo entre las tumbas

miércoles, 12 de noviembre de 2014

Plegarias

En las Iglesia católica, romana y anglicana, el primer día de noviembre es un día festivo durante el cual la Iglesia glorifica a Dios por todos sus santos, conocidos o desconocidos. La palabra “hallow” deriva de halloween medieval, derivada a su vez de halgian en inglés antiguo, y significa “hacer o poner aparte como sagrado; santificar; consagrar”. Tanto el Día de Hallow como la misa de Hallow son hoy nombres arcaicos de esta festividad; actualmente —salvo en las novelas— se le llama Día de todos Los Santos. Pero siempre se ha celebrado el primer día de noviembre, que en tiempos céltico coincidía con el primer día del invierno, un tiempo de fantasmas y brujas paganas, mascaradas y disfraces. Sin embargo, la vigilia y el ayuno que se producen al día siguiente son de origen indudablemente cristiano.
En vísperas del Día de todos Los Santos, una cristiana y una judía velaban en un corredor del Pabellón Ernest Atlas en la cuarta planta del Hospital Buenavista.
La cristiana era Teddy Carella.
La judía era Sarah Meyer.
El reloj de pared que había en el corredor señalaba las 11:47 de la noche.
Sarah Meyer tenía el pelo castaño, ojos azules y unos labios que su esposo siempre había considerado sensuales.
Teddy Carella tenía el pelo negro y los ojos marrones, y labios que no podían hablar, porque había nacido sordomuda.
Sarah no había visto el interior de una sinagoga desde hacía más años de lo que se atrevía a contar.
Teddy apenas conocía los alrededores de la iglesia de su vecindario.
Pero las dos mujeres rezaban en silencio, y ambas rezaban por el mismo hombre.
Sarah sabía que su esposo estaba fuera de peligro.
Era Steve Carella quien aún se encontraba en el quirófano.
Siguiendo un impulso, cogió la mano de Teddy y la apretó.
Ninguna de las dos mujeres dijo una sola palabra.


(Ed McBain, Trampas, Barcelona, Ediciones B, 1987, pág 164)