Mostrando entradas con la etiqueta Willy Uribe. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Willy Uribe. Mostrar todas las entradas

sábado, 1 de septiembre de 2012

Musgo y lagartija


…, ¿qué preguntas se habría hecho mi padre? ¿Habría tenido las pelotas de ir un poco más allá de los signos de interrogación? ¿Dónde se halla el valor en el corazón de un hombre derrotado? El mejor ejemplo que tengo de él son sus últimos veinte años de vida. Los músculos se le relajaron, se acható, se buscó una cueva y la encontró en sí mismo, en su piso de la calle Anboto y en la ciudad por la que navegó a través de rumbos sólo por él conocidos. Su sueño era un gran huerto y un caserón, rodeados ambos por un muro viejo, de los de musgos en invierno y lagartijas en verano. Pero de tal modo actuaban los musgos y las lagatijas sobre las piedras, que el muro al final cedía y las brechas se iban abriendo en él. No era otra la idea que manejaban los musgos y las lagartijas, hasta que el muro se convertía en un montón de piedras y la casa pasaba a ser el siguiente objetivo. Es lo bueno de las metáforas.
Ofrecen la posibilidad de resumir, de aprender una lección aunque sea vulgar, y de paso creerte un superhéroe; yo era el musgo que en verano se disfrazaba de lagartija y que no se detendría hasta destrozar el muro y la casa.

(Willy Uribe, Sé que mi padre decía, Barcelona, Los libros del lince, 2012, pg 170)

viernes, 31 de agosto de 2012

El presidente del Banco Santander


—¿Te gustaría ganar algo de pasta? —le pregunté ante su sorpresa.
—¿Cuánto? —preguntó, manteniendo sus brazos cruzados.
—Doce mil euros.
Soltó sus brazos, se echó uno de ellos a un bolsillo y me alumbró a los ojos con la linterna.
—¿Y cómo será eso?
—¿Puedo sentarme de nuevo? —le pregunté.
Me invitó a ello con un gesto y volví a la butaca, junto a la estufa. Recogí la manta del suelo y me arropé.
—Haré café —dijo, marchando hacia la cocina.
Mientras lo hacía no quise reprimir el sueño e intenté dormir unos minutos recostado sobre la butaca. Pero volvió al poco tiempo. Traía una bandeja con un termo de café, leche, azúcar y un par de vasos. Se sentó y sirvió.
—Gracias —le dije.
—Ahórratelas y sigue hablando.
—¿Puedes decirme tu nombre? —le pregunté.
—No hasta que sepa si lo que me ofreces me interesa.
—De acuerdo —dije, para sorber seguido un café que, pese al termo, estaba frío.
—¿En qué trabajas? —le pregunté.
—Soy presidente del Banco Santander, y como hagas una pregunta más te largas.
Aquel piso olía a fracaso. Ambos estábamos cansados y eso nos hacía un poco más peligrosos. En nuestro estado, incluso en ocasiones se nos podría haber pasado por la cabeza la idea de algunos años en la cárcel; luz, calefacción, agua caliente, selfservice, biblioteca y fonoteca. Y todo ello sin tener que pensar en el día siguiente hasta completar diez años, o quince, una cantidad razonable. Tal vez él ya la conociera, la cárcel. Siendo así, ¿por qué no arriesgarse a obtener un buen beneficio si las consecuencias de un fracaso nos parecían ya un premio? ¿Por qué no lanzarle de nuevo otra pregunta antes de contarle de qué iba aquello?
—¿Has matado alguna vez a alguien?

(Willy Uribe, Sé que mi padre decía, Barcelona, Los libros del lince, 2012, pg 82)

jueves, 30 de agosto de 2012

Dos cajas y una maleta


No existe la Navidad en los países árabes, y para mí significaba tan solo el cumpleaños de mi padre. En cuanto desapareciera él, también lo harían la Navidad, el rencor y el propio calendario. Necesitaba tiempo para que la neumonía de mi padre volviera a él y acabara su trabajo. Pero no lo tuve. El tiempo se escapó de mi lado cuando la policía de Sidi Ifni vino a buscarme y tuve que huir por el patio trasero, y llegar de nuevo a Bilbao para que mi padre me dijera ante la puerta de su casa:
—He metido en esas cajas de ahí todas tus cosas, llevátelas a España, legionario de mierda.
Había dos cajas de cartón y una maleta. Las sacó al descansillo y cerró con fuerza. Aún me estremece el recuerdo de ese portazo, reforzado por la aldaba un instante después. Debería haber llorado, pero me eché la mano al bolsillo y, arrojando unas cuentas monedas contra la puerta, me largué escaleras abajo. Las cajas y la maleta se quedaron allí, yo no quería nada de aquello.

(Willy Uribe, Sé que mi padre decía, Barcelona, Los libros del lince, 2012, pg 17)

martes, 28 de agosto de 2012

Matar al padre


Sé que mi padre decía, Willy Uribe

En una mesa del Festival Azabache de este año, en Mar del Plata, se habló de la actualidad de la novela negra en España. Entre tantos autores mencionados, Andreu Martín soltó el nombre del vasco Willy Uribe. “Es autor de la mejor novela sobre ETA que se ha escrito en España”. La novela era Sé que mi padre decía.

No he leído lo suficiente como para coincidir con Martín, pero ganas no me faltan: Sé que mi padre decía es una novela magnífica por donde se la mire. Extraordinaria e inolvidable. Escribiendo desde las tripas, Uribe construye una joya en la que forma y fondo funcionan como un reloj. O como un tren.

Primero, la trama policial, oscurísima, de construcción precisa. Ismael Ochoa es el narrador. Un trotamundos perdedor que está de regreso en Bilbao, convocado por su exmujer, Irene. Ella, que hoy trabaja como prostituta, ha descubierto una pequeña mentira que les permitirá chantajear a Julen, un viejo amigo de Ismael. Julen es un rico abogado, que trabaja en el bufete de su padre. Mientras urden el plan, Ismael conoce a Jon, personaje tan peligroso como enigmático, que se enredará en la historia, arrastrándola a un desenlace brutal.

Pero resulta que Ismael tiene una historia familiar, signada por la tragedia y el odio. Apenas recuerda a su madre, muerta en un accidente. Y tiene un padre al que sólo lo une el más profundo de los odios. Y porque lo odia es que Ismael decidió años atrás alistarse en la Legión Española. Porque eso es lo peor que se le puede hacer a un padre vasco. “Llévate tus cosas de regreso a España, legionario de mierda” le dice el padre cuando lo ve volver a Bilbao, al barrio. Un barrio —¿una ciudad, un país?— que mantuvo a Ismael señalado como un traidor desde el mismo día en que se alistó.

Ese nacionalismo que raja las relaciones personales es el que da el marco opresivo a toda la historia. Sin que se haga mención explícita al separatismo —nadie habla de ETA, pero por algo Andreu dijo lo que dijo—, la cuestión está presente en el aire que se respira en la novela. En las miradas, en los silencios. Y en el perfecto personaje de Jon, un pistolero que sabe demasiado de nombres falsos, de secuestros, de camionetas, de llevar gente en cajas.

Por esa excelente articulación de esos tres niveles —summum negrocriminal: policial duro, drama personal, pintura social— es que me siento tentado de decir que Sé que mi padre decía es una novela negra que roza la perfección. Una trama sórdida de chantaje y personajes oscuros, que es motorizada por una historia familiar, y que testimonia un tiempo y un lugar concretos, sobre el que el autor tiene mucho por decir. Y Uribe lo dice con valentía —intuyo que una cosa es leer esto siendo porteño y otra muy distinta siendo vasco— y con un lenguaje seco pero que alcanza momentos poéticos de triste belleza.

Vivas en el rincón del mundo en que vivas, esta es una novela negra imprescindible.

8/12

(*): Sé que mi padre decía ganó el Memorial Silverio Cañada en 2009. La editorial que la había publicado, El Andén, cerró, y la novela quedó descatalogada hasta hoy, en que fue reeditada en España por Los libros delLince. Pero, atención: he visto en Buenos Aires, en mesas de saldos de la avenida Corrientes ejemplares de la vieja edición de El Andén, a un precio ridículo. Volví allí para comprar todos los que pudiera, y ya no los encontré. Pero, quien conoce la dinámica de nuestras librerías de saldos, sabe que eso no significa mucho: tarde o temprano vuelven a aparecer en el local de al lado o cruzando la avenida. A estar atentos y a no perder las esperanzas.