Papá encendió cirios por Chino y Coen en el estante de encima de las
cafeteras. Le rezó a Moisés con un trapo sobre la cabeza y escupió tres veces,
como establece la ley marrana, para que Coen y Chino pudiesen descansar en el
purgatorio. Con todo, tenía poca esperanza en la efectividad de sus plegarias.
No creía que un hombre solo pudiese curar las miserias de los muertos. Papá no
era tacaño. Podría haber contratado a plañideras profesionales para convencer a
los tres jueces (Salomón, Samuel y san Jerónimo) con el grito poderoso de sus
pulmones. Las plañideras tenían tarifas asequibles. Sus llantos podían
atravesar los muros de quien pagase su precio. Pero para Papá, no bastaba con
lamentos. Los muertos necesitaban familias enteras que intercediesen por ellos,
hermanos, hermanas, padres, sobrinos, madres, hijos, todos provistos de chales
y trapos, ofreciendo óbolos a los santos cristianos, prendiendo cirios a
Moisés, recitando letanías hebreas traducidas al portugués del siglo XVI; Coen
y Chino eran hombres sin familia, sin la habilidad para sobrevivir de los
marranos. Papá descartaba toda idea de inmortalidad para sí mismo. Había vivido
como un perro, mordiendo a sus adversarios en la nariz, oliendo la mierda
humana de dos continentes, durmiendo siempre encogido para proteger sus partes
más vulnerables, y contaba con caer como un perro, con sangre en el recto y los
dientes de alguien clavados en el cuello. Pero Papá no pensaba morir de una
sobredosis de Isaac, ni ofrecer a sus hijos a la brigada armada del
Comisionado. Le parecía que Isaac era algo más que un simple hijo de puta. ¿Qué
clase de policía querría erradicar a los seis Guzmann, casi una especie de
hombres? Isaac tenía que ser uno de esos
ángeles destructores que el Señor Adonai envía para atormentar a los comecerdo,
a los marranos que tantos años llevaban escurriéndose entre los cristianos y
los judíos y ya no podían sobrevivir sin Moisés y Jesús (o san Juan Bautista)
en sus lechos, y que habían desafiado la ley de Adonai con sus prepucios y sus
rosarios. Incapaz de pescar a un Guzmann, Isaac se había contentado con un
judío rubio y un criollo de antepasados chinos.
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martes, 9 de abril de 2013
lunes, 8 de abril de 2013
La pala de espuma y goma blanda
Después de que su mujer se casase con Charles, el dentista, Coen fue a
parar al club de Schiller. Con su abrigo oscuro y cuadrado y sus pantalones de
pernera demasiado corta, Coen resultaba inconfundible como policía. Pero
Schiller lo aceptó. Respetaba el primitivismo de las necesidades de Coen. Con placa
o sin placa, solo los hombres solitarios se ven atraídos hacia un club de
pimpón. Schiller tenía una teoría. El pimpón era un juego hogareño. Permitía
mostrar cortesía y otras virtudes. Por eso puso una pala en la mano de Coen,
una Mark V con doble capa de espuma y goma blanda, la mejor que tenía. Y Coen
jugó. Contra el propio Schiller. Nunca había tocado una pala como aquella. La
pelota se hundía en la espuma y salía rebotada en ángulos inverosímiles. No
tenía el “poc” familiar de las palas de goma dura, ni el más agudo de la de
lija. La pelota parecía gemir contra la espuma y chapotear. Muy pronto, no pudo
vivir ya sin aquel sonido. Al jugar en sala, tuvo que renunciar a sus trucos y
aprender a contener el efecto salvaje de la pala. Schiller le mandaba bolas
bajas y cortadas que Coen no era capaz de devolver. Schiller se negó a darle
ánimos. Coen vivió una semana enfurruñado. Entonces estudió el vuelo de la
pelota. Sus desplazamientos ayudaban a Schiller, no a él. Si ponía la pala bajo
la pelota sin golpearla ni mover la muñeca, rompía el efecto de Schiller y
podía devolver la pelota al otro lado de la red. Desarrolló un poderoso
contraefecto. Empezó a devolver los remates abiertos de Schiller. Siempre cerca
de la mesa, tomaba la pelota recién salida del bote y la lanzaba hacia las
esquinas, con lo que el pobre Schiller iba zumbando de un lado a otro.
—Emmanuel, ¿dónde estaban las palas de espuma cuando yo era niño? —dijo
Coen, mientras secaba la Mark V con una servilleta de papel–. No fue justo
hacerme jugar con lija. Con una de esponja hubiera sido un fenómeno, un jugador
cinco estrellas.
—Sí, claro —dijo Schiller, cortando en seco la euforia de Coen—. Entonces
no había palas blandas en Estados Unidos. Tomamos la costumbre de los
japoneses. Nosotros les enseñamos la bomba atómica y ellos nos dieron la pala
de dos capas. No sabría decirte cuál de las dos es la peor arma.
domingo, 7 de abril de 2013
Coen juega pimpón
A los jugadores ocasionales, los que acudían una vez a la semana al club de
pimpón de Schiller, les hacía gracia aquel poli que jugaba con la placa y la
pistola puestas. Disfrutaban del espectáculo de una pistolera sobre unos
pantalones cortos azules. Y apostaban entre ellos, apuestas de caballeros,
nunca más de un penique o un cigarrillo, a que el poli no podía rematar la bola
con la artillería a cuestas. Schiller no aprobaba aquellas apuestas. No quería
que su club degenerase en un circo. De modo que mantenía a los jugadores
ocasionales lejos de Coen. Pero no era un hipócrita. Ni siquiera Schiller podía
ignorar el peculiar atractivo del uniforme de Coen: la cinta amarilla en la
cabeza, las muñequeras, la Police Special, la camiseta y los pantalones cortos,
la placa dorada y las zapatillas de cuero daban a Coen el aire de un hombre con
una formidable capacidad de concentración y una auténtica pasión por el pimpón.
sábado, 6 de abril de 2013
Encuentro con Isaac
El punto de encuentro era un buzón de Milford Place, dos manzanas más allá
de Boston Road. El tipo que estaba junto al buzón no se molestó ni en hacerles
señas. No quiso sentarse en el asiento trasero, el “asiento del comisionado”.
Se sentó delante con ellos. Sus harapos no les despistaron: Isaac era un genio
del disfraz. Pero su hedor era espeluznante. Lyman, que iba sentado en medio,
tuvo que volver la cara. Kelp, que ya había trabajado en un refugio de
indigentes durante un trabajo de campo para la John Jay, tenía más experiencia
con personas sin lavar. Lanzó la primera pregunta:
—¿Voy demasiado deprisa, Jefe?
Isaac le gruñó.
—No me llames jefe.
—¿Quiere que frene un poco, inspector Sidel?
—Soy Isaac. Simplemente Isaac. Conduce como quieras.
Kelp sigió conduciendo, mirándose en el retrovisor muy ufano: los
investigadores habían exagerado la reputación de Isaac. No era más que un
gordinflas de patillas descuidadas y medio calvo. Un subinspector jefe
deshonrado que se hundía en la miseria de su exilio en el Bronx. Kelp se
alegraba ahora de no haber sido nunca uno de los ángeles de Isaac. En la mente
de Kelp, Pimloe empezó a ganar puntos. Pimloe tenía educación. Pimloe tenía un
anillo de Harvard. Pimloe no tenía capas de grasa bajo la barbilla. Pimloe se
mostraba respetuoso con los novatos. Él no te humillaba sentándose adelante.
Fueron avanzando hacia Manhattan en silencio. Increíble, pensaba Lyman,
temeroso de decir nada. La peste le obligaba a meter la nariz en el hombro de
Kelp. Kelp se alegraba de la reserva de Isaac. No quería discutir cuestiones
tácticas con un poli de doble papada.
jueves, 4 de abril de 2013
Entre Isaac y los "marranos"
Ojos azules, Jerome Charyn
Manfred
Coen es un policía judío y rubiecito. Lo apodan “Ojos Azules”. Nadie en el NYPD
le tiene simpatía: se lo señala como buchón del Comisionado. Coen es, además,
la criatura del inspector Isaac Sidel y, como ahora Isaac cayó en desgracia, sufre
en carne propia el rechazo de sus pares.
El legendario inspector de policía de origen judío Isaac Sidel fue la mano derecha del
Comisionado. En algún momento tomó bajo su ala al joven Coen. Necesitaba su
piel clara y sus ojos azules para una operación encubierta. Pero hoy Isaac va
vestido como un pordiosero maloliente. Fue expulsado del cuerpo de policía,
sospechado de participar de las redes de juego clandestino que regentean los
Guzmann en el Bronx.
Los
Guzmann son una familia de judíos peruanos. El líder del clan es Moisés “Papá”
Guzmann. Tiene una chocolatería, pero en realidad, junto con sus cinco hijos de
madres diferentes, regentean el delito en el Bronx. César es el menor de esos hijos, y el más
inteligente. Coen lo conoce, pues se han criado juntos. Han tomado distintos
caminos en la vida. Pero ahora se vuelven a cruzar: ha desaparecido la hija de
Vander Child, un millonario, magnate del porno. Denuncia mediante, la búsqueda
recae en Coen. Parece que la chica puede estar en Perú o en México, vendida
como prostituta. Se sabe que una de las estrellas de Child, su sobrina Odile,
belleza que tiene encandilado a medio mundo, mantiene algún contacto con César.
¿Tendrá César algo que ver con la desaparición de la chica? ¿Y su lugarteniente
Chino Reyes? Coen y Chino, que se odian, terminan viajando juntos a México a
traer a la chica. César le pide un favor a Coen: que lo vea a Jerónimo, el Guzmann
retardado al que ambos solían proteger cuando adolescentes, ahora escondido en
México.
Esta
trama intrincada y desconcertante es más o menos la columna vertebral sobre la
que se monta Charyn para llevarnos a conocer a su personaje, Isaac Sidel.
Resulta curioso saber que esta novela es “un caso de Isaac Sidel”, dado que el
inspector apenas aparece entre bambalinas en esta historia, que es la primera
de una saga que fue cuarteto y que terminó en una serie de diez novelas. La
relación entre Sidel y Coen, una especie de hijo adoptivo, y los
acontecimientos de esta primera historia serán cruciales en la vida del primero
a lo largo de toda la serie.
Lo
que más sorprende es esta novela es cómo Charyn hace funcionar una trama
complicada, manteniendo el contraste entre su galería delirante de personajes
—que van del grotesco a rozar el realismo mágico—, con el escenario realista de
las calles del Bronx de comienzo de los setenta, con sus confidentes, sus
putas, sus policías sucios.
El
primero de esos personajes es Manfred “Ojos Azules” Coen. Judío que arrastra la
carga del suicidio de sus padres, mantiene el vínculo con su tío Sheb,
internado en un manicomio. Coen tuvo una esposa, que lo abandonó para casarse
con un dentista. No obstante, Coen los visita a ambos, se queda a cenar, y las
hijas del matrimonio lo llaman “papá”. Coen es un solitario que se toma
revancha del mundo en las mesas de pimpón del salón de Schiller (las
descripciones de las partidas de pimpón, no ping-pong, son de verdad
maravillosas: el propio Charyn ha sido un eximio jugador de este deporte). Coen
tiene una devoción enfermiza por su mentor, el enigmático Isaac. Por lealtad a
él, deberá enfrentarse a los “marranos” Guzmann —casi su familia adoptiva—, con
nefastas consecuencias.
En
un segundo plano está el personaje de Sidel. Es relativamente poco lo que
sabremos de él, más allá de su estatura de mito en el departamento de policía. Suele
andar vestido de pordiosero, y sembrando misterio en las calles del Bronx: se
dice que está retirado, o que está oculto y sigue trabajando en la policía, o
que es un traidor al servicio de los Guzmann. Sólo toma protagonismo a partir
de la tercera parte de la novela, pero es suficiente para entender su importancia.
Junto
a ellos hay más personajes, uno más raro que otro —el confidente cojo Anselmo,
el matón Chino Reyes, Schiller, la bella Odile—, entre los que destacan los
Guzmann. Extraña casta de “marranos”, o comecerdo, el linaje de los Guzmann
data del Portugal del siglo XVI. Judíos conversos que, a fuerza de camuflar sus
orígenes para eludir las persecuciones medievales, han terminado creando su
propio e incomprensible ritual judeocristiano —que mezcla a san Jerónimo con
Moisés, a José de Egipto con san Juan Bautista, que admite la ingesta de cerdo
pero prohíbe la circuncisión—. Los Guzmann son personajes de tal potencia que
resulta lógico que se conviertan en los adversarios que perseguirá Isaac a lo
largo de la serie.
Jerome
Charyn tiene un hermano que es policía en Nueva York. Conviviendo con él
conoció la interna del trabajo policial. Juntó todo ese conocimiento, su
cultura judía, su pasión por el pimpón y lo procesó con su estilo limpio, de
descripciones detalladas, precisas. Tanto para la construcción de los
personajes como para dibujar el escenario, esa Nueva York trastornada y sucia,
fusión de tradiciones extrañas, casi tribales, más barrio y menos metrópoli. El
resultado es una novela que se disfruta no tanto por una trama a resolver, sino
principalmente por las tensiones entre esos personajes y el escenario en el que
se mueven.
Traducción: Pablo Álvarez
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