El punto de encuentro era un buzón de Milford Place, dos manzanas más allá
de Boston Road. El tipo que estaba junto al buzón no se molestó ni en hacerles
señas. No quiso sentarse en el asiento trasero, el “asiento del comisionado”.
Se sentó delante con ellos. Sus harapos no les despistaron: Isaac era un genio
del disfraz. Pero su hedor era espeluznante. Lyman, que iba sentado en medio,
tuvo que volver la cara. Kelp, que ya había trabajado en un refugio de
indigentes durante un trabajo de campo para la John Jay, tenía más experiencia
con personas sin lavar. Lanzó la primera pregunta:
—¿Voy demasiado deprisa, Jefe?
Isaac le gruñó.
—No me llames jefe.
—¿Quiere que frene un poco, inspector Sidel?
—Soy Isaac. Simplemente Isaac. Conduce como quieras.
Kelp sigió conduciendo, mirándose en el retrovisor muy ufano: los
investigadores habían exagerado la reputación de Isaac. No era más que un
gordinflas de patillas descuidadas y medio calvo. Un subinspector jefe
deshonrado que se hundía en la miseria de su exilio en el Bronx. Kelp se
alegraba ahora de no haber sido nunca uno de los ángeles de Isaac. En la mente
de Kelp, Pimloe empezó a ganar puntos. Pimloe tenía educación. Pimloe tenía un
anillo de Harvard. Pimloe no tenía capas de grasa bajo la barbilla. Pimloe se
mostraba respetuoso con los novatos. Él no te humillaba sentándose adelante.
Fueron avanzando hacia Manhattan en silencio. Increíble, pensaba Lyman,
temeroso de decir nada. La peste le obligaba a meter la nariz en el hombro de
Kelp. Kelp se alegraba de la reserva de Isaac. No quería discutir cuestiones
tácticas con un poli de doble papada.
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