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lunes, 27 de mayo de 2013

Almas desaparecen del Poblao

La balada de los miserables, Aníbal Malvar

Una niña, la niña Alma, desaparece del Poblao, un asentamiento miserable de las afueras de Madrid. Enseguida culpan a un vagabundo, débil mental. El Patriarca del Poblao, un gitano al que apodan el Perro, el abuelo de Alma, encuentra al sospechoso y le pone dos cartuchos del doce en el pecho. Luego se entrega: ¿fin del caso?

No, no es el fin del caso. En una Madrid adormecida, presente pero velada, los muertos hablan. Las niñas ausentes escriben cartas a sus madres adictas, esas muertas en vida. Y Pepe O’Hara, el policía desquiciado, se pone tras el caso. No es es único: también están la periodista cheta (pija) y sensible que siente culpa por su origen de cuna de oro, y la monja feminista que suministra metadona a los yonquis. Ellas trabajan en el mismo barro que transitan el Tirao y la Muda, el Bellezas y la Fandanga. El barro por el que también se mueve la droga los albaneses. Es que en todo el Poblao hay demasiada gente con cuentas por pagar…

Con una estructura coral, la novela que entrega Malvar es alucinada y alucinante. Un viaje poético al argot gitano, a un arrabal habitado por personajes vivos, bien caracterizados. Como el Tirao y la Muda —ex heroinómano uno, prostituta la otra, pungas de Gran Vía los dos—, muchos de ellos son gitanos, pero cada uno tiene una identidad definida. Desde luego, el personaje más interesante es Pepe O’Hara. De nombre real José Jara, es un policía ultra inteligente, mujeriego y con todo tipo de problemas relacionados con las adicciones. No muy apreciado entre sus pares, cuenta con la fiel compañía de otros dos Pepes: Pepe Ramos, un inspector feísimo, y Pepe el loro, que interviene en las discusiones de ambos policías diciendo “gilipollas” con gran sentido de la oportunidad.

Esta historia de miseria tiene de todo: traficantes de drogas, matones que golpean, mafias públicas y privadas y poderosos que aplastan. Sin embargo, es a partir de la ausencia de la niña Alma —nombre gitano, ¿nombre simbólico?— que la trama se desarrolla. La brutalidad implícita en la desaparición de niñas y niños, con el propósito que sea, me estremeció como lo hizo la lectura de esa pesadilla maravillosa que es Las niñas perdidas, de Cristina Fallarás. Así de desgarradora se pone por partes La balada de los miserables. A decir verdad, mientras escribo este comentario pienso en la cantidad de literatura negrocriminal que se está produciendo alrededor de los niños y los adolescentes. De los asesinatos, de los abusos a los que son sometidos. Del desprecio por sus vidas, que es como el desprecio por nosotros mismos. Sin hurgar en la prensa diaria y sólo repasando lo comentado en este blog aparecen los nombres de la mencionada Cristina, de Diego Ameixeiras (gallego como Malvar), del británico David Peace, del enorme Andrew Vachss, de Indridason, de McCabe: es la literatura como termómetro de los tiempos que corren.

Pero, volviendo a La balada, hay que decir que la maestría de Aníbal Malvar se hace patente en el hecho de que logra estremecer no desde el gore, no desde el relato llano de la aberración que sangra, no. Por el contrario, Malvar lo hace manejando una ajustada elipsis y dosificando muy bien el humor para darle al lector un respiro. Pero sus mayores logros son la poesía del lenguaje que elige para una historia durísima, y el acierto en las voces de esta novela coral. Ambas opciones —poesía, voces— colaboran para transmitir un desplazamiento del realismo seco que uno espera en una narración negra, de esta temática, en este ambiente lumpen. ¿Por qué? Porque los narradores pueden ser personas vivas, pero también muertas; animales como un loro o una rata, o directamente cosas como una placa de policía, un billete de cincuenta euros, la Luna o la luz de una mañana. Un recurso técnico muy interesante en sí mismo, pero que, bien puesto al servicio de la historia como lo hace Malvar, aporta brillo extra a esta novela sorprendente.

Una grata sorpresa que se distancia, saludablemente, del mar parejo y plano que inunda las mesas de novedades del género. Como lector, no puedo menos que agradecerla.


4/13

lunes, 28 de mayo de 2012

Al fin, 1983

1983, David Peace



La locura, el descenso infernal, la violencia extrema, la asfixia del Red Riding Quartet ha llegado a su fin. Por fin, paz. Descanso, aire.

Por fin.

Pero contra ese alivio, como cada vez que termino de leer una obra maestra, hoy también queda el vacío. La posibilidad de no volver a encontrarme con una obra semejante transmite desamparo. Por suerte, quedan las relecturas para poner a prueba esa impronta. Y casi siempre comprobar que sí, que fue para tanto, que la Gran Obra sigue viva y vigente.

Por si no ha quedado claro —que puede ser—, lo explicito: el Red Riding Quartet, una patada en el tablero de la novela negra, es lo más extraño y movilizador que he leído en el último tiempo. Con David Peace me ha pasado lo que con Ellroy: la certeza de estar presenciando el corrimiento de los límites del género. Como un movimiento telúrico que redibuja la geografía y que exige mapas nuevos.

En 1983 vienen a cerrarse varios de los misterios planteados en las novelas anteriores. Y digo “varios” y no “todos” porque decir “todos” sería afirmar demasiado. La complejidad de esta saga, en su trama y en la forma que elige Peace, con sus permanentes flashbacks y los pensamientos enroscados de su personajes —mitad conciencia, mitad pesadilla—, le da mucho trabajo al lector. Pero es el mismo tipo de trabajo que da una película de David Lynch: por momentos uno cree que todo pudo haber pasado, todo puede pasar, todo podrá pasar.

Si bien la figura del Destripador sigue sobrevolando, en esta última novela de la serie se retoma con fuerza la trama relacionada con la desaparición de las niñas. Sucede que, un día de mayo de 1983, la pequeña Hazel Atkins no regresa a casa. Casualmente —¿casualmente?— Hazel iba a la misma escuela que Clare, aquella nena de 1974. Es el infierno que vuelve a empezar.

Gobierna la Thatcher y en los paredones se lee “fuck the argies”. Inglaterra está a oscuras, siempre llueve. Las voces de tres personajes cuentan la historia. Maurice Jobson es un inspector de la policía de Leeds a quien conocemos de todas las novelas anteriores. Como policía de alto rango de un cuerpo corrupto, está manchado por esa podredumbre. Asuntos sucios que van desde el control del porno en las calles hasta la inversión de sus beneficios en negocios inmobiliarios. Pero Jobson ha participado de las investigaciones de todas las desapariciones de niñas hasta el momento. Y ahora que es un hombre abandonado por su familia, algo le hace click en la cabeza, y empieza a moverse por donde nadie nunca se asomó a mirar.

BJ es un muchacho que conocíó el horror durante su infancia. Ahora se prostituye en los baños de estación. Ya lo hacía cuando lo conocimos, como confidente del periodista Barry Gannon, allá en 1974. BJ lleva años huyendo. Hay gente que quiere matarlo. Parece que es algo relacionado con la masacre del bar Strafford. ¿Vio BJ lo que no debía?

El tercer personaje es John Piggott. El Gordo Piggott. Es abogado, y aparece por primera vez en esta cuarta historia. Es oriundo de Fitzwilliams, el suburbio en el que pasaron cosas importantes en 1974. Además es hijo de un policía que casualmente —¿casualmente?— se suicidó justo en aquellos años. En 1983 John entra en la historia gracias a Michael Myshkin. Myshkin lleva ocho años recluído en un psiquiátrico, desde que fue forzado a confesar el crimen de Clare. Su madre va a ver a John y le pide que lo represente y apele.

La narración se estructura yendo y viniendo desde 1983 hacia atrás, a 1969 cuando desapareció la primera nena. Los tres personajes aportan datos acerca de los sucesos de la historia, y de las motivaciones que los mueven. Jobson busca la redención, aunque sin gran esperanza. BJ, aterrorizado durante años, decide ahora huir hacia adelante y vengarse. Y John Piggott, que parece un outsider en esta locura, un gordo que escucha música y de vez en cuando se fuma un porro—no es casual que su historia esté contada “desde afuera”, en una segunda persona—, acepta el compromiso de buscar justicia. Y paga por eso un precio altísimo.

Ultraviolento, duro, difícil de leer. ¿Se puede recomendar a cualquier lector el Red Riding Quartet? Todos los que amamos este género sabemos de sus límites elásticos. Como diría Andreu Martín, muchas y muy distintas obras entran “en el estante”. Pero las hay que se asoman al borde, a punto de caer a otro lado. Me interesan esas obras. Viven “en el estante” pero funcionan como puertas ocultas hacia algún lado de etiquetas más difusas. Este cuarteto es una de ellas.

Entonces, ¿se puede recomendar a cualquier lector el Red Riding Quartet?

Absoluta y necesariamente, sí.

Traducción: Catalina Martínez Muñoz

4/12

PS: si podés acceder, no dudes en mirar la excelente (aunque forzosamente simplificada) trilogía que hizo el Channel4 inglés. Es imperdible. Acá el tráiler.

lunes, 20 de junio de 2011

ESTO ES EL NORTE. ¡HACEMOS LO QUE NOS DA LA GANA!

1974, David Peace


“ESTO ES EL NORTE. ¡HACEMOS LO QUE NOS DA LA GANA!”, es lo que escucha Eddie Dunford, antes de que el policía lo deje inconciente de un culatazo en la cabeza. Esto sucede casi al final de esta novela espeluznante e hipnótica. Estamos cerca del desenlace de una historia brutal, que comenzó apenas unos días antes.

Diciembre de 1974, región de Yorkshire, norte de Inglaterra. Edward Dunford es columnista de sociales en el Yorkshire Post. Dos horas antes del comienzo del funeral de su padre se encuentra cubriendo una conferencia de prensa. Se prevé que la policía va a a anunciar que una niña de diez años ha desaparecido. Los padres desesperados de la niña también estarán allí.

Unos días más tarde la niña es encontrada muerta y violada, con dos alas de cisne cosidas en la espalda. El odiado Jack Whitehead, columnista estrella del diario, vuelve a quedarse con la nota, pero a Edward ya no le importa: lo que había comenzado como una cobertura periodística va conviertiéndose velozmente en una obsesión para él. Relaciona el crimen con otros similares que tuvieron lugar unos años antes y comienza a ir por ahí, haciendo las preguntas inadecuadas a las personas incorrectas. Y empieza a tener problemas. Muchos y serios y muy dolorosos problemas.

En un paisaje gris, frío, bajo una lluvia permanente —es magnífico cómo pinta Peace la geografía y el espíritu del momento por medio de, por ejemplo, las referencias musicales—, Dunford va encontrando y destapando toda clase de asuntos sucios: corrupción policial, negocios inmobiliarios fuera de la ley, crímenes sexuales, desaparición de personas, mutilaciones de animales, chantajes.

La narración cobra un ritmo enloquecido, acompañando el trágico descenso del protagonista y narrador al infierno de esta historia. La trama se complica y por momentos parece confusa, pero lo es en la medida en que la confusión crece dentro de la cabeza de Edward. Y uno se deja arrastrar gozosamente por esta novela magnífica, de esas que dejan una marca. Hay quien dice que no es para cualquier lector. No sé si suscribiría semejante afirmación: la buena literatura debería ser para todos. Que exige al lector, es cierto. Que es muy violenta, también (anotar: sus páginas contienen la sesión de tortura más escalofriante que recuerde haber leído narrada en primera persona. No escabrosa, no gore: TE-RRO-RÍ-FI-CA). Que es una novela descomunal, también es cierto. No debería perdérsela nadie.

Con evidentes influencias de James Ellroy —reconocidas por el propio Peace— tanto en la temática (crímenes perversos, protagonista obsesionado, relaciones tortuosas), como en el estilo (diálogos filosos, frases muy cortas, repeticiones) estamos ante una novela que merece todos y cada uno de los elogios que sobre ella se han dicho, y tal vez más. Primera de una tetralogía denominada Red Riding Quartet, a la que le siguen 1977 (publicada en la misma editorial), y 1980 y 1983 (hasta donde sé, aún no traducidas al español), está inspirada en los hechos reales que acontecieron por aquellos años en esa zona, en la que el llamado “destripador de Yorkshire” asesinó a varias mujeres. ¿Quién guardaba obsesivamente recortes de aquellos diarios sobre el caso? Correcto: el pequeño David Peace.

Supe de este autor, cuyos libros no llegaron a la Argentina, por algún comentario de Paco y Montse, los estimados libreros de Negra y Criminal, de Barcelona. Nobleza obliga, aprovecho este post para agradecerles que ejerzan su oficio con tanta vocación e idoneidad: nunca me ha defraudado ninguna de sus recomendaciones. Supongo que es lo que busca todo buen librero, y ellos lo logran.

(En este caso, también fue necesaria la colaboración más prosaica de “nuestro hombre en la Península”, mi amigo el Negro Blanco, que organizó el contrabando de un par de ejemplares. ¡Te debo un asado!)

Traducción: Manu Berástegui
5/11