lunes, 26 de diciembre de 2011
Había una vez un euro
sábado, 24 de diciembre de 2011
Comer y beber en Madrid, vestido para la ocasión
lunes, 19 de diciembre de 2011
Clubes finos y cabarés
El oficio de escribir
Un comienzo
Pongamos que hablo de Madrid
lunes, 12 de diciembre de 2011
Madre modélica
El Santo
Tres violencias
Dejad atrás toda esperanza
A esta altura del partido, uno cae en la tentación de creer que todo está escrito. A decir verdad, muchas novelas “de molde” que se publican —y que ganan suculentos premios— abonan esa teoría. Incluso a veces uno cree que las formas en que se escribe este género ya están todas ensayadas. “Otra novela sobre…” u “otra historia de…” que pasan por nuestras vidas sin dejar huella. Eso, hasta que te cae en las manos un hierro caliente con forma de libro, literatura que te agarra de los pelos y te golpea la cabeza una y otra vez contra la pared, mientras te grita, mientras te ruge cosas que ni siquiera estás seguro de querer comprender.
Algo así es lo que puedo decirles, para empezar, de Las niñas perdidas.
Primero la historia: Victoria González, detective que opera en el barcelonés barrio del Raval, recibe el encargo anónimo de averiguar lo que pasó con dos hermanitas perdidas. Una de ellas pronto aparece muerta, vejada y mutilada hasta lo indecible. De la otra no se sabe nada, pero el panorama no es alentador. Hay un pedófilo que es salvajemente asesinado, y hay una película, que el lector nunca llega a “ver” pero que a la fuerza debe imaginar —lo que es infinitamente peor—. Hay un asesino a sueldo duro de coca, y traficantes de todo tipo por los barrios bajos. Entre ellos, y por esos lugares que conoce bien gracias a su vida pasada, debe moverse Victoria. Claro que no está sola: tiene a su ayudante Jesús, un borrachín de pasado dudoso. Y también tiene a su bebé en la panza: Victoria está embarazada de cinco meses. De una nena.
El recorrido de Victoria en esta investigación es tortuoso, un hundirse en los infiernos. La Barcelona que nos presenta como escenario Cristina Fallarás —periodista además de escritora— es profunda, revulsiva y hostil. De todas formas, bien podría cambiar el Raval y poner Lavapiés o San Telmo o el Bajo Flores, pues esta no es una novela para hacer turismo. No es una novela para viajar a otro lado que no sea al mal que se esconde en los hombres, en cualquier calle de cualquier ciudad de un siglo XXI en el que ya todo parece perdido. Siempre más violencia, más locura, más tristeza, más dolor.
Las niñas perdidas ha sido reciente ganadora del premio L’H Confidencial de novela negra. ¿Qué la distingue de todo lo que yo haya leído, publicado recientemente, premiado o no, en este género? Menciono sólo dos cosas. Una: el abordaje de la cuestión de la maternidad. Lejos de contaminar la historia con un sentimentalismo hueco, aquí la maternidad es amor, pero un amor que es rabia, dolor y miedo. Son dos las madres: Adela, la borracha que es despojada de sus dos niñas, y Victoria, la detective futura madre. Puesto que conoce el mundo sucio al que traerá a su hija, puesto que no confía del todo en su propia capacidad —ha sido en un tiempo tan borracha y drogada como Adela—, la apuesta de Victoria es doblemente valiente y valiosa. Dos: la determinación de la autora de barrer con toda corrección política. El lenguaje es brutal, la ciudad y sus habitantes son brutales, y la propia Victoria es brutal. Su costumbre de matar animales (dejando constancia escrita en cortazarianas instrucciones que se intercalan en la trama), para combatir su frustración vale como ejemplo: si el mundo es como en Las niñas perdidas —y yo creo que es— no me extrañaría que algún idiota se ponga en evidencia, rasgándose las vestiduras por el asunto del maltrato animal.
En suma, una novela que, a través de las niñas, y de lo que este mundo desastroso es capaz de hacerles, termina hablándonos de una sola cosa: de nuestro viejo Miedo. Si vos también tenés ahí agazapado el tuyo, ponele el pecho a estas niñas y tratá de no perdértelas. Ojalá te animes, y que algún ejemplar llegue a Buenos Aires (Roca editorial, ¡teléfonooo!).
11/11
lunes, 5 de diciembre de 2011
Criatura satánica
Se despertó. Ella estaba sentada a su lado, fumando un cigarrillo.
—¿Qué estás escuchando? —le preguntó.
—Beethoven. Opus 123.
—¿Esa lúgubre misa? ¡Qué horror!
—¿Le desagradan las misas?
—Afirmativo. Apaga eso.
Se guardó el walkman. ¿Intentaría escapar? ¿Levantarse de un brinco y saltar por la barandilla? ¿Lo alcanzaría ella y lo empujaría al vacío? ¿Qué le iría a pasar? ¡Sin duda, algo espantoso! Los demonios cuando se enfadaban eran unos enemigos terribles…
Pero ella no parecía estar enfadada. Y su perfume no tenía nada de repugnante. Expulsó una bocanada de humo y bostezó.
—¿Realmente es usted una criatura satánica?
—Sí.
—¡Es increíble!
—Si no fuera increíble, no existiría.
—En realidad, ¿qué… qué hace usted exactamente?
—Soy comerciante. Me dedico al trueque de… de bienes personales, digamos.
—¿Quiere usted decir… (bajó el tono de voz) trueque de almas?
Ella murmuró en el mismo tono de voz.
—Eso es.
—¿Se dedica a comprar almas que se condenan por toda la eternidad?
—Cada cual se condena a sí mismo. Yo me ocupo sólo del papeleo.
—¿Era eso lo que hacía en Las Vegas?
—Fundamentalmente. El resto del tiempo era bailarina del Gold Rush Casino con otras veinte chicas.
—Se nota que es usted bailarina.
—En realidad no bailábamos. Íbamos con mallas y plumas en la cabeza y caminábamos de delante a atrás moviendo el culo para dar un toque erótico.
—Enséñeme cómo.
—Vale.
(Marc Behm, “El timo”, Aullidos, Gijón, Semana Negra, 2008, pg 34)
Tallar un palo
Jake robó el enorme cuchillo en una carnicería situada en las proximidades del barrio judío. Estaba hincado en un cuarto de res colgado de un gancho. Seguramente podré sacar unas monedas de esto, pensó. Lo cogió, lo introdujo entre el cinturón y el pantalón y se largó a todo correr.
Aquella tarde, en Bucks Row, estaba tallando un bastón, sentado en un cubo de madera, cuando una puta le preguntó:
—¿Qué estás haciendo, Jake?
—Tallo un palo de madera.
—¿Para qué?
La conocía. Se llamaba Mary Ann. La odiaba porque era muy fea. Todas las chicas de Whitechapel eran feas. Francamente feas, como simios.
—Para afilar mi nuevo cuchillo.
Y se lo hundió en la tripa.
(Marc Behm, “Jake”, Aullidos, Gijón, Semana Negra, 2008, pg 63)
Relatos de lo inesperado
Se da de vez en cuando que nos encontramos con un nuevo viejo autor. Es decir, un autor que es nuevo para nosotros, pero que quienes conocen el paño ya lo tienen bien recorrido y, en ocasiones, catalogado como un clásico. Así me pasó con Marc Behm.
Aún sin haberla leído conocía su novela La mirada del observador. Supe que su reciente reedición llevaba prólogo de Paco Camarasa —todo un indicio—, gracias a cuya generosidad llegó a mis manos este ejemplar de Aullidos. Ejemplar que, dicho sea de paso, arranca con prólogo de Paco Taibo II, confeso admirador de Behm —todo otro indicio—, a quien invitó reiteradas veces a la Semana Negra, sin éxito.
Behm murió en 2007. Fue entonces cuando desde la Semana Negra se publicó este libro de relatos que hoy comento. Y que me dejó agradablemente sorprendido.
A ver: tiendo a “catalogar”, a “ubicar” a los autores que voy conociendo. Es un ejercicio vano, pero del que me cuesta zafar, esquemático como es mi pensamiento. Es cierto que muchos autores me la hacen difícil, pero en general uno puede decirle a un amigo “este está cerca de aquel”, o “está en la línea de”. Bueno, con Marc Behm no. No encontré ninguno dentro del género negro que yo conociera. Sin embargo, podría decir que a mí me hizo acordar a otro enorme escritor, que no visita mucho este género, pero al que tengo entre mis preferidos: el galés Roald Dahl. Si el autor de Relatos de lo inesperado se hubiera largado al ruedo del relato negro, hubiera escrito cuentos parecidos a estos.
Así de sorprendentes son los relatos de Aullidos. Trece historias que ponen a Behm, al menos como cuentista, a la altura de todo lo que se ha dicho de él. Sin una sola palabra de más, tremendamente sarcásticos y de un humor filoso —y, atención, una cosa es el humor en una novela de 300 páginas, y otra en un cuento de dos—, difícilmente el lector olvidará estos “aullidos”. Aun cuando alguien quizás se sienta “engañado” —algo que suele suceder cuando un artista se sale del molde, desplaza los límites— por el viraje extraño que toman estos relatos, que se meten en el fantástico como si nada, tan eficaces que te dejan con las cejas alzadas, los ojos como platos.
Con ganas de más.
De pronto, mi ejemplar de La mirada del observador ha avanzado a los primeros lugares en mi lista de pendientes.
Traducción (del francés): Lourdes Pérez
11/11