Cuando Victoria empezó a tratar con él, el Conseguidor todavía era el Santo, y en el barrio todo el mundo conocía al Santo. Desde siempre. Llegados a cierta edad, el Santo era el que estaba más arriba, el que podía conseguirlo todo, el que movía los hilos, la referencia, aquel con quien solo trataban quienes manejaban el cotarro en Viviendas Nuevas, los más duros, los músicos, los camellos, los montadores de escenarios, los libertarios punkis, los dueños de los locales oscuros, los moteros y las chavalas con más piernas, más labios, mejor culo. En un barrio donde el trabajo es un torno de extrarradio, la madre sobrevive agarrada a una fregona y los once son una buena edad para empezar a cargar el pitillo con polen, dios tiene forma de camello con un par de lecturas. El Santo, dos metros de largo, flaco como un perchero e inclinado, melena lacia color miel, melena de niña suave y dentadura del infierno. El Santo, ojos de ámbar, uñas marfileñas, dientes amarillos, hombre correoso color tabaco, piel lisa de cuero brillante tensada por dos pómulos como albaricoques maduros. En el barrio de Viviendas Nuevas se hablaba del Santo como en otros lugares se habla del arcángel san Gabriel o de Ernesto Che Guevara, colocándolo entre las figuras familiares en la estantería del salón pese al miedo de la madre, desafiando al padre. El Santo irrumpía en las familias de Viviendas Nuevas de la mano de la adolescencia del primer hijo, y llegaba para quedarse.
(Cristina Fallarás, Las niñas perdidas, Barcelona, Roca Editorial, 2011, pg 94)
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