lunes, 31 de agosto de 2015

El Dudster y sus muchachos

Rueda de reconocimiento.
Cinco sospechosos de violación, cuatro víctimas de violación, un espejo polarizado en medio. Una tarima y las escalas de estatura marcadas en la pared.
Sillas para los testigos presenciales. Ceniceros de pie. Un desconcertante cartel en la pared.
Mostraba banderas y águilas dispépticas. Era un anuncio de bonos de guerra. Promovía la intervención en esta guerra de inspiración judía.
Dudley era pro-Comité América Primero. Le encantaban los programas semanales del padre Coughlin. Disfrutaba con las diatribas de Gerald L. K. Smith. Compartía el apellido con el pastor Smith pero no tenían lazos consanguíneos. El pastor era abominablemente antipapista.
—Las mujeres violadas están en la habitación de al lado —dijo Mike Breuning—. Todas sostienen que pueden identificar al individuo, así que por ese lado estamos de suerte. Los participantes en la rueda de reconocimiento están entre bastidores. Son todos policías militares de la compañía de Fort MacArthur, y todos coinciden con la descripción del sospechoso.
Dick Carlisle hizo crujir los nudillos. Elmer Jackson hojeó su bloc de notas. Había colaborado en el caso del violador en serie desde el principio.
Dudley lo observó mientras leía. Sí, tenía el pálpito de que las violaciones guardaban relación con el atraco a la farmacia de esa mañana. Ese lumbreras japonés del laboratorio tenía razón: las fibras encontradas en el expositor no situaban al violador con total certeza en la farmacia. La posible acumulación de dos delitos era intrascendente. La violación tenía efectos devastadores en las mujeres. Era un delito equiparable al asesinato. Así se lo dijo a Llámame Jack. Llámame Jack contestó: «Ocúpate tú, Dud».
Elmer mordió el extremo de un puro. Elmer controlaba una red de putas con Brenda Allen. Los teléfonos de la Brigada Antivicio estaban intervenidos. Todo el mundo conocía los trapos sucios de todo el mundo. El edificio municipal era un gran puesto de escucha.

(James Ellroy, Perfidia, Barcelona, Penguin Random House, 2015)


domingo, 30 de agosto de 2015

Diario de Kay Lake

He empezado este diario movida por un impulso. Una escena extraordinaria se desarrolló cuando yo estaba sentada en la terraza de mi habitación independiente. Dibujaba la vista del lado sur y oí abajo, en el Strip, un retumbo de motores. Inmediatamente me levanté y anoté la fecha y la hora exacta. Presentí lo que ese retumbo presagiaba, y no me equivoqué.
Una fila de vehículos blindados avanzaba estruendosamente hacia el oeste por Sunset, objeto de una enfervorizada atención y acompañada de aplausos. Esa legión tardó diez minutos largos en pasar. El ruido era atronador, los vítores más aún. La gente paraba el coche para salir y saludar a los jóvenes soldados. Eso desbarajustaba la circulación, pero a nadie parecía importarle. Los soldados estaban encantados con semejante demostración de respeto y afecto. Agitaban las manos y lanzaban besos; cinco o seis camareras del Dave’s Blue Room salieron corriendo y les entregaron cajas de bebidas alcohólicas. Alguien exclamó: «¡Estados Unidos!». Fue entonces cuando lo supe.
Se avecina la guerra. Voy a alistarme.
Siempre hago lo que digo que voy a hacer. Expreso formalmente mi intención y actúo a partir de ese punto. Voy a escribir en el diario todos los días hasta que el actual conflicto mundial concluya o el mundo vuele en pedazos. Abandonaré mi cómoda existencia y solicitaré destinos oficiales cerca del frente. Ahora llevo una vida de diletante. Mi compulsiva dedicación artística al dibujo es el intento de capturar realidades confusas de una colegiala. Mis estudios de piano y mi creciente destreza con los nocturnos más sencillos de Chopin son para mí un impedimento en la búsqueda de una verdadera causa. Esta encantadora casa no mitiga en modo alguno mi desazón psíquica; la indulgencia de Lee Blanchard más que nada me desconcierta. Este diario es una invectiva contra la pasividad y el desasosiego.
Siempre me he sentido superior a mi entorno. Esta casa es una clara prueba de ello. Yo elegí todas las reproducciones de expresionistas alemanes y todos los muebles de madera clara. Soy una pueblerina de Sioux Falls, Dakota del Sur… y una arribista de gran talento.

(James Ellroy, Perfidia, Barcelona, Penguin Random House, 2015)


sábado, 29 de agosto de 2015

Hideo Ashida

La guerra se avecinaba. El zumbido giraba exclusivamente en torno a eso. Ashida, nacido en Estados Unidos, era el segundo hijo de una familia japonesa. Su padre era peón ferroviario. Tomaba hidrato de terpina como si fuera agua y se dejó la vida poniendo raíles de ferrocarril. Su madre vivía en un piso de Little Tokyo; era pro-emperador y hablaba japonés solo para mortificarlo. La familia tenía en propiedad unas tierras de labranza en el valle de San Fernando. Al frente de la granja estaba su hermano Akira. En esa zona las explotaciones agrícolas eran en su mayor parte de japoneses de segunda generación, conocidos como nisei. Para la cosecha, recurrían a ilegales mexicanos. Era una práctica habitual entre los nisei. Era vergonzoso, era prudente, era mano de obra barata. Dicha práctica rayaba en servidumbre voluntaria. Dicha práctica garantizaba la solvencia a la clase agraria nisei.
Dicha práctica implicaba connivencia. La familia sobornaba a un capitán de la Policía del Estado mexicana. Los pagos libraban de la deportación a los espaldas mojadas. Akira aceptaba la práctica y la aplicaba sin sondeo moral. Eso permitía a Hideo, el hijo segundo, vivir ajeno al negocio familiar y cultivar su pasión por la criminología.
Este tenía títulos superiores en química y biología. Se había doctorado por Stanford a los veintidós años. Poseía conocimientos de serología, dactilografía, balística. Entró luego en el Departamento de Policía de Los Ángeles, donde llevaba un año. Quería colaborar con su legendario químico jefe. Era un protegido en busca de mentor. Ray Pinker era un pedagogo en busca de discípulo. Así se forjó el vínculo. Las funciones asignadas pronto se desdibujaron.
Pasaron a ser colegas. Pinker era admirablemente ciego en cuestiones de raza. Comparaba a Ashida con el hijo número uno de Charlie Chan. Ashida decía a Pinker que Charlie Chan era chino. Pinker contestaba: «Para mí eso es griego».


(James Ellroy, Perfidia, Barcelona, Penguin Random House, 2015)

martes, 25 de agosto de 2015

James, si puedes tú con Dios hablar

Perfidia, James Ellroy

¿Por qué flota en el aire esa sensación de retorno, de que Ellroy “ha vuelto” con una nueva novela? ¿Acaso se había ido? No, de ninguna manera. ¿Alguien espera su retiro? Tal vez. A lo mejor lo que pasa es que cuesta creer que alguien con semejante obra sea capaz de seguir adelante con más historias que estén a la altura. De ahí que, cuando lo hace, los críticos dicen que “lo ha vuelto a hacer”. El interminable James lo había anunciado hace unos años: después de la Trilogía Americana, que cerró con Sangre vagabunda, se venía un nuevo Cuarteto de Los Ángeles. Uno cronológicamente anterior a aquel que lo hizo famoso. ¿Alguien le creyó? Sospecho que pocos. Sin embargo, aquí está. Una vez más, para dejarnos a sus seguidores con la cabeza dada vuelta. Nótese que elijo “sus seguidores” frente a “lectores/amantes del género”, porque, claro, ambos grupos se van desplazando y, forzosamente, van dejando de coincidir.

Estamos en el día previo al ataque japonés a Pearl Harbor. En Los Ángeles, puerta yanqui al Pacífico, todo el mundo sabe que la entrada a la guerra es un hecho. Los filonazis acusan al presidente Franklin “Doblez” Rosenfeld de poner a América al servicio de los judíos. La enorme comunidad japonesa comienza a ser señalada, insultada. Uno de sus integrantes, el brillante forense Hideo Ashida, sufre ese acoso mientras trabaja en una crime scene, en la farmacia Whalen. Será uno de los cuatro personajes principales que nos acompañarán en estas casi 800 páginas de una historia que se acelera esa misma noche del 6 de diciembre cuando los cuerpos de la familia Watanabe aparecen ritualmente muertos en su casa.

Hablar de la trama de Perfidia sería arduo. Una trama a lo Ellroy, con infinitas ramificaciones, multitudes de personajes y los temas de siempre en ese Los Ángeles dislocado que él concibió para sus lectores: la corrupción de todos, la violencia desenfrenada, actrices y actores, cirugías y chantajes, drogas, eugenesia, judíos, nazis y judíos filonazis, las tierras y los negocios inmobiliarios, paranoia antirroja y derechos civiles, pornografía, prensa amarilla, mexicanos ilegales. Claro que en Perfidia, la guerra es el protagonista adicional: los apagones antiaéreos son la expresión física del oscurecimiento moral que cubre la ciudad, invitando a sus habitantes, lejos de todo sentimiento patriótico, a aprovechar el momento para hacer los mejores negocios y las peores maldades.

Cuatro personajes principales son los que mueven la historia. A todos, en mayor o menor medida, los conocemos de libros previos de Ellroy. Por orden de aparición:

El forense Hideo Ashida es joven, brillante y homosexual. Tiene una fijación con Bucky Bleichert, viejo compañero de secundario y actual boxeador estrella del LAPD. Hideo, en su afán desesperado por proteger a su familia de las redadas antijapo, trabajará alternadamente —y no del todo legalmente­— para Smith y Parker, los dos grandes adversarios, agujeros negros que impulsan este universo de velocidad enloquecida.

Al sargento Dudley Smith lo conocimos en las novelas del Cuarteto de Los Ángeles. Y desde la peli L. A. Confidential, de Curtis Hanson, es imposible despegarlo de la cara de James Cromwell. El Dudster es un personaje complejo y fascinante. Irlandés, católico, padre de familias (tiene un par) y mujeriego (se la tira a Bette Davis), con un cerebro privilegiado para los negocios sucios, olfato hiperdesarrollado para la corrupción, propia y ajena, y cierta debilidad por las drogas duras, Dudley es “el” malvado. Un monstruo que se expresa a través de la violencia más extrema y del habla más barroca.

En Perfidia, el adversario de Dudley Smith es el capitán William Parker. También irlandés católico, se cruza con él en misa y en el despacho del arzobispo, cuando los tres se juntan a tomar whisky. Parker aspira a ser el jefe del departamento. Hundido en su alcoholismo, vive obsesionado con una esquiva pelirroja a la que no conoce (fetiche ellroyano si los hay, las pelirrojas). Se embarca en una cruzada anticomunista, infiltrando en los grupos rojos a la bella Kay Lake, la cuarta pieza en este cuarteto.

La joven Kay Lake es la novia del policía Lee Blanchard, matón al servicio de Dudley. A lo largo de la historia tendrá un par de amantes —otros matones, otros policías—, y algunos más-que-coqueteos con el propio Ashida y con Parker. Kay narra en primera persona su parte de la historia, pues la conocemos a través de su diario íntimo (decisión estructural que es la única que podría cuestionársele al autor, por el lenguaje y la voz que le inventa a Kay).

Alrededor de estos cuatro fantásticos hay una multitud de secundarios y no tanto. Sin entrar en enumeraciones tediosas, hay que mencionarlo por el asombroso trabajo que significa enhebrar de manera coherente a esas decenas de personajes —reales y ficticios— que aparecen en los más de 30 años de historia de Los Ángeles que Ellroy está embarcado en narrar: desde el primer Cuarteto hasta el final de la Trilogía, ya entrados en los setenta. Al final del libro hay una lista de casi cuatro páginas, a la que viene bien recurrir durante la lectura.

En Perfidia, Ellroy sigue haciendo gala de su estilo único. Esa tableteo verbal hecho de repeticiones y aliteraciones (que uno imagina capaces de arrastrar a la locura a cualquier traductor) con la que regula el aire del texto y maneja a su antojo la velocidad de la cabeza lectora. Nunca con el impacto indeleble que quedó en el lector después de cruzar aquella frontera que fue Jazz blanco, pero todavía con la misma potencia. ¿Que resulta por momentos pretencioso y exhibicionista? Sí, claro. Es Ellroy: ¿quién espera menos?

Perfidia es una historia negrísima, y es también una novela histórica y un drama de amor. Una bestialidad digna de un gigante como Ellroy. Se dice que tal vez no sea la mejor puerta para entrar al club, si sos un lector principiante de su obra. Es cierto. Tal vez el primer Cuarteto de L.A. sea más accesible que una novela con esta ambición. Pero si ya estás, como muchos, inoculado con la rabia del Perro Infernal, no vas a poder dejar pasar Perfidia. De la misma manera que, estoy seguro, y sin importar lo que diga nadie, ya nunca vas a dejar pasar nada de lo que venga después en este nuevo Cuarteto.

Traducción: Carlos Milla Soler


07/15