sábado, 29 de agosto de 2015

Hideo Ashida

La guerra se avecinaba. El zumbido giraba exclusivamente en torno a eso. Ashida, nacido en Estados Unidos, era el segundo hijo de una familia japonesa. Su padre era peón ferroviario. Tomaba hidrato de terpina como si fuera agua y se dejó la vida poniendo raíles de ferrocarril. Su madre vivía en un piso de Little Tokyo; era pro-emperador y hablaba japonés solo para mortificarlo. La familia tenía en propiedad unas tierras de labranza en el valle de San Fernando. Al frente de la granja estaba su hermano Akira. En esa zona las explotaciones agrícolas eran en su mayor parte de japoneses de segunda generación, conocidos como nisei. Para la cosecha, recurrían a ilegales mexicanos. Era una práctica habitual entre los nisei. Era vergonzoso, era prudente, era mano de obra barata. Dicha práctica rayaba en servidumbre voluntaria. Dicha práctica garantizaba la solvencia a la clase agraria nisei.
Dicha práctica implicaba connivencia. La familia sobornaba a un capitán de la Policía del Estado mexicana. Los pagos libraban de la deportación a los espaldas mojadas. Akira aceptaba la práctica y la aplicaba sin sondeo moral. Eso permitía a Hideo, el hijo segundo, vivir ajeno al negocio familiar y cultivar su pasión por la criminología.
Este tenía títulos superiores en química y biología. Se había doctorado por Stanford a los veintidós años. Poseía conocimientos de serología, dactilografía, balística. Entró luego en el Departamento de Policía de Los Ángeles, donde llevaba un año. Quería colaborar con su legendario químico jefe. Era un protegido en busca de mentor. Ray Pinker era un pedagogo en busca de discípulo. Así se forjó el vínculo. Las funciones asignadas pronto se desdibujaron.
Pasaron a ser colegas. Pinker era admirablemente ciego en cuestiones de raza. Comparaba a Ashida con el hijo número uno de Charlie Chan. Ashida decía a Pinker que Charlie Chan era chino. Pinker contestaba: «Para mí eso es griego».


(James Ellroy, Perfidia, Barcelona, Penguin Random House, 2015)

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