jueves, 28 de julio de 2011

En el camino del infortunio

Quien haya viajado alguna vez desde Puerto Barranqueras hasta Noguera pasó por Estero del Muerto, una zona solitaria de calurosas llanuras algodoneras. Bordada de árboles de ramas dramáticas, palmeras cobrizas y arbustos, Estero del Muerto, desde la ruta de macadam, muestra una extraña belleza quieta. Tiene una atmósfera simple y su aire apenas es cruzado por hombres y mujeres perseguidos por sombras nítidas y duras. La vista se extiende hasta muy lejos y crea una sensación de irreparable infinito. Todo parece dormir bajo el sol: el caserío, los campos, los animales, el rictus reseco de los arbustos y el aire que flota aletargado. En época de cosecha, los campos blancos se ven asaltados por esporádicas espaldas que avanzan curvadas entre el lento oleaje del algodón, como si fueran los caparazones de enormes insectos, una plaga incansable que lo devora. Ya en marzo, cuando la tierra y los tallos fueron removidos hasta parecer viejas heridas de carne oscura y mortificada, los cielos cambian, se tensan y reciben las primeras nubes coléricas del otoño. Los soles se debilitan y la luz cae como chorros de acero derretido. Así es el principio de la primera helada del año. La mayoría de los habitantes son gringos, europeos que llegaron a Estero del Muerto para hacer más fácil el camino del infortunio. Altaneros, secos y con las bocas infectadas de silencio, crearon el pueblo y las chacras.

(Miguel Ángel Molfino, Monstruos perfectos, Córdoba, Recovecos-Cuna, 2010, pág. 11)

lunes, 25 de julio de 2011

La educación criminal

Monstruos perfectos, Miguel Ángel Molfino

Supe de esta novela y de este autor por una auspiciosa crítica de Guillermo Saccomano publicada en Página/12. No abundan en nuestra (por argentina) literatura contemporánea los buenos autores de este género, de modo que me aboqué a la búsqueda de Monstruos perfectos. Descubrí que no se la podía encontrar en las grandes cadenas de librerías de Buenos Aires. Finalmente —ventajas de tener un blog—, me dejaron la dirección de la Librería de la Paz, en pleno San Telmo. Allí la encontré, ansioso, una fría mañana de sábado.

La historia de Monstruos perfectos es la historia de Miroslavo Hordt, y de cómo pasa de ser el adolescente algo retrasado y tímido que contempla atardeceres desde el techo de un galpón, al proyecto de delincuente que se ve envuelto en operaciones ilegales y tiroteos. La asombrosa transformación comienza cuando dos hombres —que me recordaron a los asesinos del famoso cuento de Hemingway— llegan a la casa de Karel y Marcelina, padres de Miro. La visita termina con unos disparos. Miroslavo los escucha desde cierta distancia, antes de caer desmayado de terror, escondido en el galpón.

Al día siguiente, con la ayuda del fiel indio Veinte Pesos, Miroslavo entierra los cadáveres y huye. Sabe que tarde o temprano van a buscarlo como sospechoso de los asesinatos. Comienza así un periplo en el que, con el despiadado comisario Velarde y sus agentes pisándole los talones, Miro no tardará en cruzarse con Hansen, un violento traficante de armas que lo iniciará en la vida delictiva. Mientras tanto y cerca de allí, el corrupto abogado Maciel organiza un golpe a un camión de caudales. El azar hará que las historias de todos ellos se crucen en una cruenta noche a orillas del Paraná…

Monstruos perfectos es una novela que me produjo sensaciones encontradas. Es una novela que no me ha gustado del todo, pero que aún así debe ser celebrada. Empiezo por enumerar los puntos altos que le encuentro a esta obra. Primero, el escenario: la poética descarnada de Molfino logra retratar la brutalidad de esa naturaleza hostil del Chaco, la marginalidad y la miseria de los que sobreviven a la vera de un río sucio de barro y de sangre. El primer capítulo instala al lector en medio de ese paisaje perturbador con una eficacia muy meritoria. Por otra parte, la trama tiene todos los elementos que hacen a una buena historia del género: el joven Miro fugitivo —iniciado en las armas por el peligroso traficante Hansen, y en el sexo por la voluptuosa Lucrecia—; los policías que, sabiéndose impunes en una tierra sin ley, arrancan confesiones y vidas a fuerza de golpes de picana; el Dr. Maciel y su banda de delincuentes cuasi aficionados; los mafiosos paraguayos, chinos y ¿¡mexicanos?! Molfino logra, además, una muy correcta reproducción de época. Por un lado, se apoya en los elementos más “fáciles”, casi costumbristas: marcas de cigarrillos, de ropa, de autos, Lucrecia como un homenaje a la Coca Sarli. Pero por otro —y acá está el verdadero mérito— reproduce un clima de época a través del lenguaje de algunos personajes, a través de la presencia ominosa y opresiva del poder militar, a través de la mención de las armas en juego: todos elementos que transportan al lector a una época de la Argentina en la que se estaba gestando el período más negro de nuestra historia reciente.

Sin embargo, hay algunos aspectos que deslucen estos puntos buenos. Por empezar, hay demasiados pasajes de la novela que parecen “descuidados” por el autor —¿o debería decir por el editor?—, en cuestiones bien técnicas del proceso de escritura. Me refiero a problemas de punto de vista, o a espacios activos ausentes o mal utilizados, o el uso algo caótico de las bastardillas reemplazando a los que son lisa y llanamente líneas de diálogo. Todos “detalles” —lamentablemente, cada vez más se los considera meros “detalles”— que incomodan la lectura, y que podrían perdonarse en una edición de autor, o en un primera publicación, pero que desmerecen a una novela con las aspiraciones que tiene Monstruos perfectos. Le cuestiono también algunos lugares comunes —el malo Uría, un millonario más propio de Bel Air que de Estero del Muerto; los contactos políticos de Maciel— y un coqueteo con el humor que desentona, que resta en vez de sumar, y del que Molfino no sale indemne.

Sin embargo, reafirmo lo dicho más arriba. Monstruos perfectos es una novela que, aún con sus defectos, debe ser celebrada porque no abundan novelas así: de color bien negro y de identidad bien argentina.

7/11

jueves, 21 de julio de 2011

La regla número 10

—…Frank Ryan era el testigo. Era vendedor de coches. De los de verdad. Y cuando me soltaron, Frank me cogió por su cuenta y me contó su plan, sus diez reglas del éxito y la felicidad en el robo a mano armada, y empezamos a trabajar juntos.
—¿De veras?
—Sí, tenía diez reglas. Recuerdo que me las escribió en servilletas de papel.
—¿Y tuvísteis éxito?
—Durante unos tres meses.
—¿Estabas contento?
—Cuando no me moría de miedo. Era muy diferente de robar un Cadillac y venderlo en Ohio por piezas, pero se ganaba mucho dinero.
—Dime alguna de esas reglas.
—Ser siempre educado durante el trabajo. Decir “por favor” y “gracias”.
—¿En serio?
—Ayuda a mantener la calma. No llamar nunca por su nombre al compañero mientras estás en el lugar de trabajo. No usar nunca el coche propio. No enseñar nunca el dinero. No decir nunca a nadie a qué te dedicas... Cosas así, de sentido común. Y funcionaban.
—Entonces, ¿por qué os cogieron?
—Nos olvidamos de la regla número diez. No tratar con gente conocida por pertenecer al mundo del hampa. Colaboramos con unos tipos que conocía Frank y… bueno, no salió bien.

(Elmore Leonard, Jugar duro, Barcelona, Ediciones Versal, 1987, pág. 164)

lunes, 18 de julio de 2011

En el ADN del género

Jugar duro, Elmore Leonard

Me hice fanático de Elmore Leonard hace ya tiempo. La insondable Internet aún conserva aquí un artículo que escribí hace muchos años, y que así lo atestigua (¡gracias, elaleph.com!). Lamentablemente, Leonard es un autor difícil de encontrar en español. Algún librero de otras latitudes podrá ampliar este punto y tal vez desmentirlo, pero un recorrido por las librerías de Buenos Aires me terminará dando la razón de manera rotunda: no hay libros de Leonard.

Por ese motivo, y enfocado como estoy —a veces demasiado enfocado— en las novedades, hacía rato que no leía una novela del gran Elmore. Pero claro, siempre existen las librerías de saldos y usados en las que encontrar un viejo ejemplar de la colección Crimen & Cía, de Versal como este que conseguí de Jugar duro. Lo tuve en mi pila de pendientes durante unos meses, hasta que le tocó el turno. Me intrigaba un poco el impacto que podría producirme volver luego de tan larga abstinencia.

El efecto no pudo ser mejor.

Vamos primero a la historia. Ernest “Stick” Stickley salió hace poco de la cárcel. Es un tipo curtido, pero no tiene intenciones de volver al ruedo, más bien planea buscarse un trabajo tranquilo, volver a ver a su hija, en fin: encaminarse. Se encuentra en Miami con su amigo Rainy que le pide que lo acompañe a hacer un trabajo encargado por un tal Chucky. Hay que entregar un maletín y te pagan 5000 dólares. Necesitado de “llevarse algo a la boca”, ¿cómo rechazar semejante oferta? Por supuesto, la entrega es una trampa, se va todo al diablo y hay un asesinato. Stick se escapa pero, como testigo, se convierte en un hombre buscado. Claro que, como buen personaje de Leonard, el tipo quiere que le paguen los 5000 verdes y decide volver a reclamarlos. En el camino termina trabajando como chofer para el millonario Barry, gurú de Wall Street —a no olvidarlo: estamos en los tempranos años ochenta— y amigo de Chucky. De modo que Stick está trabajando para el amigo del tipo cuyos matones lo buscan para matarlo: ¡pure Leonard! Como chofer intima con la atractiva Kyle, verdadero cerebro detrás de la fortuna de Barry. También conoce a Cornell Lewis, el mayordomo negro que es amante de la voluptuosa mujer de Barry, a quien llama “amo”. Más tarde aparece un ridículo productor cinematográfico —otro tópico habitual de Leonard: el cine—, y a través de él, Stick encuentra la forma de cobrarse los u$s 5000 y algo más…

Leonard tiene ese inmenso talento de hacer que quieras a sus personajes casi inmediatamente. Y que les creas cualquier cosa. Por ejemplo, ¿cómo es posible que un perdedor duro y violento como Stick sea tan inteligente y sensible, con tanto sentido del humor, tan seductor con las chicas, habiendo sido, poco tiempo atrás, un delincuente convicto de oscuro pasado? ¿Se volvió cool de repente? Bueno, a nadie le importa, la verdad. Lo único que uno quiere es ver cómo se comportan este y otros personajes por el estilo en las escenas que, saliendo de la pluma de cualquier otro autor, resultarían artificiales, pretenciosas, exageradas. Ejemplo: casi al final del libro, Stick, muy violentamente, desarma a un matón y lo obliga a que lo conduzca frente a su jefe, alguien que se supone que quiere matarlo. No sólo acaban tomando algo de forma amigable, las armas descansando sobre la mesa, sino que Stick termina asesorándolo en cuestiones de bolsa…¡hablando de acciones de McDonald’s!

Jugar duro es una novela del año 83. Casi 30 años. Toda una vida. Sin embargo, es una novela actual. Aún cuando, hablando de empresas y acciones, alguien dice “Veo que la alta tecnología va a estar presente en mi futuro. Ordenadores. Parece ser que ahí es donde reside la clave.”, aún con ese tipo de “anclajes” a una época, la novela es una novela moderna. Desde mi humilde parecer, arriesgo una simple explicación: la forma de escribir de Leonard se introdujo en el ADN de muchos de los escritores de novela negra que leemos hoy en día, y en el de varios de los guionistas y directores de cine que han explotado de los 90 para acá. Esto incluye, desde luego, a Tarantino y a los Coen. Claro que muy pocos se acercan a su altura.

Insisto en que ningún amante del género debería dejar pasar la primera oportunidad de meterse en cualquier novela de este autor enorme. Más aún, me permito sugerirlo también para muchos de los nuevos escritores: ¡hay tanto para aprender de Elmore Leonard!

Traducción: María José Rodellar

6/11

jueves, 14 de julio de 2011

Muerte en un funeral

Ya en la casa, lo primero es lo primero:

Llamar a la oficina.

Nada.

La falta de noticias son malas noticias para los Kemplay y Clare, y buenas para mí.

Veinticuatro horas se van a cumplir, tic-tac.

Veinticuatro horas que significan que Clare ha muerto.

Colgué el teléfono, miré el reloj de mi padre y me pregunté cuánto tiempo tendría que quedarme entre sus familiares y amigos.

Pongamos que una hora.

Volví por el pasillo, el chico con firma al fin, que traía más muerte a la casa de la muerte.

(David Peace, 1974, Barcelona, Alba Editorial, pg 29)

lunes, 11 de julio de 2011

Fin de semana salvaje

9 dragones, Michael Connelly

En unas vacaciones de verano en Pinamar conocí a Harry Bosch. Fueron dos semanas que me alcanzaron para devorar sus cuatro primeras novelas, en apetitosas ediciones de bolsillo. Desde entonces, lo he seguido en todas sus historias, siempre en orden cronológico, hasta esta 9 dragones. De modo que decir que es un viejo amigo es poco…

¿Qué más se puede decir sobre este entrañable personaje, que no se haya dicho en las reseñas, en la web, en las solapas de sus libros, en los blogs? Que el lector busque por sí mismo todo lo que hay sobre este, uno de los más notables personajes surgidos de la novela negra de finales del siglo XX. Sólo diremos que en 9 dragones Hieronymus “Harry” Bosch sigue como siempre: solitario, cascarrabias —es proverbial su falta de sentido del humor, siempre serio, siempre grave—, buen compañero pero muy exigente con ellos —y con todo el departamento de policía—, siempre al borde del conflicto. Claro que ahora está más maduro. La paternidad lo ha humanizado: se preocupa por Maddie, su hija adolescente que vive en Hong Kong… ¡si hasta se acercó a la tecnología, mandando y recibiendo fotos y vídeos en su celular! Parece más sensible, sí, pero también puede ser violento como el que más.

Maddie, la tecnología, Hong Kong: todos esos elementos cobran importancia en la vertiginosa trama de 9 dragones. En Los Ángeles asesinan a Mr. Li, un anciano inmigrante chino, a quien Bosch conocía de la época de los disturbios del 92. Es asignado al caso junto a su compañero Ferras. Parece ser un asunto de las tríadas o mafias chinas. En su afán por avanzar en la investigación Bosch consulta a su hija por el significado de unos caracteres chinos, enviándole unas fotos. Cierto viernes por la mañana él y sus colegas logran detener a quien creen responsable del asesinato. Deliberadamente dilatan el papelerío de modo de lograr que el sospechoso quede encarcelado todo el fin de semana, hasta que se reanude la actidvidad judicial el lunes. Mientras lo hacen, Bosch recibe alguna amenaza telefónica a la que no le da mayor importancia. En realidad, no sabe que lo peor está por venir: esa misma tarde recibe un vídeo desde Hong Kong, en el que se ve a su hija, secuestrada.

Da comienzo allí uno de los más largos y violentos fines de semana de la novela negra reciente. Bosch decide viajar a Hong Kong para liberar a su hija, y volver el lunes para seguir con el caso. ¡Un fin de semana al otro lado del mundo! Necesita para eso la ayuda de la madre de Maddie, Eleanor Wish, jugadora de póker profesional y exagente del FBI. Prácticamente sin dormir —la diferencia horaria y el extenso vuelo exigen al máximo la resistencia del detective— Bosch cuenta con poco tiempo para encontrar a su hija con vida. Se siente responsable de lo que ha pasado, y sufre la extrema presión que eso significa, así como sufre los reproches de Eleanor. Encima, debe moverse por primera vez en una ciudad que desconoce por completo. Son horas deseperadas. Bosch está dispuesto a todo —todo—, y no vacilará en pasar por alto las reglas que normalmente se esfuerza en respetar.

9 dragones es una muy buena novela, de las mejores de las protagonizadas por Harry Bosch. Recupera el ritmo tan característico de la narrativa de Connelly, y que se había extrañado en algunas de las últimas historias de la serie. A su vez, logra mostrar más facetas de Harry Bosch, al situarlo en un nuevo escenario, con un conflicto de lo más terrible y para cuya resolución deberá pasar por situaciones muy dolorosas, algunas de las cuales tienen que ver con errores propios.

Absolutamente recomendable para los seguidores de Bosch- O simplente para cualquiera que esté dispuesto a dejarse llevar al otro lado del mundo. A un fin de semana salvaje.

Para más sobre Harry Bosch, recomiendo el excelente blog Woodrow Wilson Drive

6/11

jueves, 7 de julio de 2011

Ni con un espejo colgado de un palo

—Una lástima. Su esposa es una mujer hermosa, señor Lane. Y su hija es encantadora. Y, si las quiere de vuelta, yo soy todo lo que tiene. Porque, como le dije, sus hombres pueden iniciar una guerra, pero no son investigadores. Ellos no pueden encontrar lo que usted busca. Los conozco. Estos tipos no podrían encontrarse el culo ni aunque les diese un espejo colgado de un palo para que se lo vieran.

Nadie habló.

—¿Sabe dónde vivo? —preguntó Reacher.

—Podría averiguarlo —replicó Lane.

—No podría. Porque no vivo en ninguna parte. Me desplazo. Aquí, allá, a cualquier lado. De modo que si decidiese irme hoy de aquí, no volvería a verme. Puede estar bien seguro.

Lane no respondió.

—Y, en cuanto a Kate, tampoco volvería a verla. También puede estar bien seguro de eso.

—No saldrías de aquí con vida. A menos que yo lo decidiese.

Reacher meneó la cabeza.

—Aquí no utilizará armas de fuego, no dentro del edificio Dakota. Estoy convencido de que eso rompería los términos de su acuerdo comercial. Y no me preocupa el combate cuerpo a cuerpo. No contra hombres como esos. Recuerda cómo era en el ejército, ¿verdad? Si alguno de sus hombres se salía de la formación, ¿a quién llamaba? A la Unidad Especial 110. Los hombres duros necesitan policías aún más duros. Yo era uno de esos policías. Y me muero de ganas de volver a serlo. Contra todos a la vez, si quiere.

Nadie habló.

(Lee Child, El camino difícil, Barcelona, RBA Libros, 2009, pág 63)

lunes, 4 de julio de 2011

Como un escocés un poco aguado

El jardín de las sombras, Ian Rankin

Al fin hemos llegado a Rankin. Es un autor que se menciona bastante en los círculos de novela negra, especialmente en los españoles. Pero acá, a Buenos Aires, no han llegado muchas de sus novelas. Por eso, cuando encontré esta edición de RBA bolsillo de El jardín de las sombras no dudé y me lancé de cabeza.

El jardín de las sombras está ambientada en Edimburgo, y en ella el inspector John Rebus, el más famoso personaje de Rankin, se ve involucrado en varias historias.

Por un lado, Rebus recibe el trabajo de investigar a Joseph Lintz, un viejito que parece muy inocente e inofensivo, tal vez algo huraño, pero que está sospechado de algo un poquitín más serio: podría tratarse de Josef Linzstek, criminal de guerra nazi. No sólo eso: Rebus tiene la sospecha de que Lintz/Linzstek entró a Gran Bretaña por la denominada “Ruta de las Ratas” junto con otros criminales de guerra. Desde luego, hay mucha gente interesada en que este asunto no se investigue…

Por otro lado, aún cuando lo separaron del caso, Rebus sigue empecinado en dar caza a Tommy Telford, un importante gángster de Edimburgo. Telford maneja varios negocios, tales como el juego, la prostitución, el tráfico de drogas. Pero también tiene un rival, Cafferty, que está encarcelado, y a quien Rebus de alguna manera planea utilizar para acabar con Telford. Es en el marco de este caso en que aparece el personaje de Candice, prostituta nacida en los Balcanes, y que permite ir desentrañanado más asuntos oscuros que vinculan a Telford con mafiosos chechenos y japoneses.

Todas estas subtramas se ven atravesadas por la verdadera tragedia de Rebus: el intento de asesinato que sufre su hija Samantha, que la deja en coma durante toda la novela. Este doloroso episodio impacta en Rebus como lo haría en cualquiera de nosotros. Provoca que el inspector revuelva una y otra vez su pasado, se cuestione sus errores como padre y como esposo, su enfermiza dedicación al trabajo. El fantasma de su adicción al alcohol vuelva a acecharlo a cada paso, y Rebus debe esquivarlo apoyándose en su amigo Jack Morton, también policía, también alcohólico.

Algo a contramano de lo que se dice de él, opino que, al menos en esta novela, el personaje de John Rebus no termina de consolidarse, que en muchos aspectos se queda a mitad de camino. No revela la hondura que uno espera de un personaje con tantas novelas encima. Como si fuera un buen whisky en las rocas, pero que se hubiera aguado demasiado. Quizás lo conocí en un momento especial de su vida (por ejemplo, sobrio), o quizás el me conoció a mí en una semana especial, quién sabe. He visto que en el excelente blog de Alice, Mis detectives favoritos, se lo ha comparado con varios famosos detectives y, a mi criterio, cualquiera de ellos es más atractivo que Rebus. Para luchador tozudo, solitario y anti sistema me quedo con Bosch. Para alcohólico en lucha por su recuperación, mil veces mejor Scudder. ¿Wallander? Ni me acuerdo de Wallander, de quien sólo leí una historia, hace ya mucho tiempo. En cuanto a su familia disfuncional, me llegó más el nórdico Inspector Erlendur Sveinsson.

Tal vez no sea suficiente para conocer a este Rebus melancólico y melómano que se la pasa relacionando viejas canciones de los 60 y los 70 con todo lo que le sucede. Tal vez se necesite leer más de la serie —que lleva editadas más de quince novelas— para poder conocer al inspector. Entonces, tratándose de una serie, ¿por qué juzgarlo por la primera que uno lee? Por otra parte, la atractiva descripción de las sórdidas calles de Edimburgo y el buen manejo del suspenso de la historia muestran que Rankin no es ningún novato y sabe de su oficio. Sólo eso ya lo hace merecedor de una nueva chance, aún cuando no logré “hacerme amigo” de su personaje en esta primera historia.

Traducción: Francisco Martín Arribas

6/11

viernes, 1 de julio de 2011

Las vidas de otros

Rebus no acababa de sentir tanta emoción. Aquel asunto le había hecho ver la elemental verdad de que la sociedad lleva aparejada la existencia de la delincuencia. No hay vientre sin bajo vientre.

Reconocía que él se contentaba con poco: un piso, libros, música y un coche destartalado; sabía que había reducido su vida a pura apariencia y que había fracasado rotundamente en las cosas importantes: el amor, las amistades, la vida familiar. Se le reprochaba ser un esclavo del trabajo, cosa que no era cierto. Se contentaba con aquel trabajo porque simplemente le daba la oportunidad sin gran compromiso de tratar a diario con desconocidos, gente que no significaba nada para él y en cuyas vidas podía entrar y salir con suma facilidad. Vivía las vidas de otros o parte de ellas como quien experimenta algo pasajero que dista mucho de ser tan comprometido como la vida real.

(Ian Rankin, El jardín de las sombras, Barcelona, RBA Bolsillo, 2006, pág. 419)