viernes, 31 de agosto de 2012

El presidente del Banco Santander


—¿Te gustaría ganar algo de pasta? —le pregunté ante su sorpresa.
—¿Cuánto? —preguntó, manteniendo sus brazos cruzados.
—Doce mil euros.
Soltó sus brazos, se echó uno de ellos a un bolsillo y me alumbró a los ojos con la linterna.
—¿Y cómo será eso?
—¿Puedo sentarme de nuevo? —le pregunté.
Me invitó a ello con un gesto y volví a la butaca, junto a la estufa. Recogí la manta del suelo y me arropé.
—Haré café —dijo, marchando hacia la cocina.
Mientras lo hacía no quise reprimir el sueño e intenté dormir unos minutos recostado sobre la butaca. Pero volvió al poco tiempo. Traía una bandeja con un termo de café, leche, azúcar y un par de vasos. Se sentó y sirvió.
—Gracias —le dije.
—Ahórratelas y sigue hablando.
—¿Puedes decirme tu nombre? —le pregunté.
—No hasta que sepa si lo que me ofreces me interesa.
—De acuerdo —dije, para sorber seguido un café que, pese al termo, estaba frío.
—¿En qué trabajas? —le pregunté.
—Soy presidente del Banco Santander, y como hagas una pregunta más te largas.
Aquel piso olía a fracaso. Ambos estábamos cansados y eso nos hacía un poco más peligrosos. En nuestro estado, incluso en ocasiones se nos podría haber pasado por la cabeza la idea de algunos años en la cárcel; luz, calefacción, agua caliente, selfservice, biblioteca y fonoteca. Y todo ello sin tener que pensar en el día siguiente hasta completar diez años, o quince, una cantidad razonable. Tal vez él ya la conociera, la cárcel. Siendo así, ¿por qué no arriesgarse a obtener un buen beneficio si las consecuencias de un fracaso nos parecían ya un premio? ¿Por qué no lanzarle de nuevo otra pregunta antes de contarle de qué iba aquello?
—¿Has matado alguna vez a alguien?

(Willy Uribe, Sé que mi padre decía, Barcelona, Los libros del lince, 2012, pg 82)

jueves, 30 de agosto de 2012

Dos cajas y una maleta


No existe la Navidad en los países árabes, y para mí significaba tan solo el cumpleaños de mi padre. En cuanto desapareciera él, también lo harían la Navidad, el rencor y el propio calendario. Necesitaba tiempo para que la neumonía de mi padre volviera a él y acabara su trabajo. Pero no lo tuve. El tiempo se escapó de mi lado cuando la policía de Sidi Ifni vino a buscarme y tuve que huir por el patio trasero, y llegar de nuevo a Bilbao para que mi padre me dijera ante la puerta de su casa:
—He metido en esas cajas de ahí todas tus cosas, llevátelas a España, legionario de mierda.
Había dos cajas de cartón y una maleta. Las sacó al descansillo y cerró con fuerza. Aún me estremece el recuerdo de ese portazo, reforzado por la aldaba un instante después. Debería haber llorado, pero me eché la mano al bolsillo y, arrojando unas cuentas monedas contra la puerta, me largué escaleras abajo. Las cajas y la maleta se quedaron allí, yo no quería nada de aquello.

(Willy Uribe, Sé que mi padre decía, Barcelona, Los libros del lince, 2012, pg 17)

martes, 28 de agosto de 2012

Matar al padre


Sé que mi padre decía, Willy Uribe

En una mesa del Festival Azabache de este año, en Mar del Plata, se habló de la actualidad de la novela negra en España. Entre tantos autores mencionados, Andreu Martín soltó el nombre del vasco Willy Uribe. “Es autor de la mejor novela sobre ETA que se ha escrito en España”. La novela era Sé que mi padre decía.

No he leído lo suficiente como para coincidir con Martín, pero ganas no me faltan: Sé que mi padre decía es una novela magnífica por donde se la mire. Extraordinaria e inolvidable. Escribiendo desde las tripas, Uribe construye una joya en la que forma y fondo funcionan como un reloj. O como un tren.

Primero, la trama policial, oscurísima, de construcción precisa. Ismael Ochoa es el narrador. Un trotamundos perdedor que está de regreso en Bilbao, convocado por su exmujer, Irene. Ella, que hoy trabaja como prostituta, ha descubierto una pequeña mentira que les permitirá chantajear a Julen, un viejo amigo de Ismael. Julen es un rico abogado, que trabaja en el bufete de su padre. Mientras urden el plan, Ismael conoce a Jon, personaje tan peligroso como enigmático, que se enredará en la historia, arrastrándola a un desenlace brutal.

Pero resulta que Ismael tiene una historia familiar, signada por la tragedia y el odio. Apenas recuerda a su madre, muerta en un accidente. Y tiene un padre al que sólo lo une el más profundo de los odios. Y porque lo odia es que Ismael decidió años atrás alistarse en la Legión Española. Porque eso es lo peor que se le puede hacer a un padre vasco. “Llévate tus cosas de regreso a España, legionario de mierda” le dice el padre cuando lo ve volver a Bilbao, al barrio. Un barrio —¿una ciudad, un país?— que mantuvo a Ismael señalado como un traidor desde el mismo día en que se alistó.

Ese nacionalismo que raja las relaciones personales es el que da el marco opresivo a toda la historia. Sin que se haga mención explícita al separatismo —nadie habla de ETA, pero por algo Andreu dijo lo que dijo—, la cuestión está presente en el aire que se respira en la novela. En las miradas, en los silencios. Y en el perfecto personaje de Jon, un pistolero que sabe demasiado de nombres falsos, de secuestros, de camionetas, de llevar gente en cajas.

Por esa excelente articulación de esos tres niveles —summum negrocriminal: policial duro, drama personal, pintura social— es que me siento tentado de decir que Sé que mi padre decía es una novela negra que roza la perfección. Una trama sórdida de chantaje y personajes oscuros, que es motorizada por una historia familiar, y que testimonia un tiempo y un lugar concretos, sobre el que el autor tiene mucho por decir. Y Uribe lo dice con valentía —intuyo que una cosa es leer esto siendo porteño y otra muy distinta siendo vasco— y con un lenguaje seco pero que alcanza momentos poéticos de triste belleza.

Vivas en el rincón del mundo en que vivas, esta es una novela negra imprescindible.

8/12

(*): Sé que mi padre decía ganó el Memorial Silverio Cañada en 2009. La editorial que la había publicado, El Andén, cerró, y la novela quedó descatalogada hasta hoy, en que fue reeditada en España por Los libros delLince. Pero, atención: he visto en Buenos Aires, en mesas de saldos de la avenida Corrientes ejemplares de la vieja edición de El Andén, a un precio ridículo. Volví allí para comprar todos los que pudiera, y ya no los encontré. Pero, quien conoce la dinámica de nuestras librerías de saldos, sabe que eso no significa mucho: tarde o temprano vuelven a aparecer en el local de al lado o cruzando la avenida. A estar atentos y a no perder las esperanzas.

viernes, 24 de agosto de 2012

Lecciones


John Claudio le contó una historia acerca del tipo que lo enseñó a disparar y matar, un judío holandés que se instaló en Medellín a finales de los setenta y montó una escuela de sicarios. Instruyó a miles de sardinos en las artes de la balacera. El judío murió tiroteado pocos años después, seguramente a manos de uno de sus pupilos.
—Nunca mire a los ojos al hombre al que le vaya a quitar la vida… Mírelo a la boca o al cuello, si lo mira a los ojos, ya no se podrá olvidar de esa visión… Cuantas menos miradas de muerto recuerde, más tranquilo dormirá, mi hijo. Pelear a tiros es como pelear con las manos. ¿Usted sabe pelear?
Julio inclinó la cabeza a un lado, y perdió la vista.
—No mucho —respondió dudando de sus fuerzas, sobre todo si se tenía que medir a tortas con aquel gigantón.
John Claudio se levantó.
—A eso me refiero, si lo enseño a tumbar latas, solo le valdrá para sacarle un peluche a su novia.
Julio se incorporó y se colocó frente a John Claudio, como él le indicó.
—Golpéeme —le dijo.
El chico lanzó un puñetazo fuerte, directo al rostro del colombiano, que levantó la mano agarrando e inutilizando el puño de Julio.
—¿Qué maricada es eso? —gruñó sonriendo.

(Jordi Ledesma Álvarez, Narcolepsia, Barcelona, Alrevés, 2012, pg 256)

jueves, 23 de agosto de 2012

Anclado en Tánger


Paseó mucho los días posteriores. A veces tenía que retroceder asustado por el apenado entorno por el que se encontraba caminando. El asfalto se convertía en adoquín y los edificios perdían altura convertidos en casas bajas, emblanquecidas con cal y cepillo de esparto; las aceras perdían amplitud, la calzada ganaba estrechez y las farolas dejaban de existir. Un aroma especiado que no sabía concretar corría junto al olor a pescado por aquellas vetustas callejuelas; desde alguna se oía el mar. Se asomó al acantilado avistando las bravas olas atlánticas golpear las fachadas de la espesura de quebradizas construcciones que se levantaban prácticamente sobre el océano. En uno de esos avistamientos furtivos, Julio oteó una broza de luces blancas y azules que dibujaban unas gradas techadas con toldos blancos y envueltos de candela y candiles. Sobre la incandescencia de aquel lugar se escapaba un celaje de humo moruno perceptible en la distancia.

(Jordi Ledesma Álvarez, Narcolepsia, Barcelona, Alrevés, 2012, pg 234)

miércoles, 22 de agosto de 2012

Hielo y arena caribeña


La reflexión y los recuerdos del viaje hicieron que Julio tuviera un enfoque diferente sobre el concepto de gastar el dinero. Aquel viaje le había abierto los ojos, había vivido mundos muy distintos que convivían más en cercanías que en armonía, había derrochado dinero en casinos, había abarrotado de billetes de cien dólares las rasuradas huchas de las putas disfrazadas de camareras, pero ni la ginebra, ni el whisky de etiqueta a veinte pavos la copa le había dejado mejor sabor de boca que el ron destilado en cocinas caseras, o el reposado en viejos barriles de miel, mezclado con el hielo producido en cubos dentro de recalentados y requeterreparados congeladores.
Aquel hielo, levemente manchado de arena caribeña, sabía mejor que el pure iceberg de los frigos del Flamingo. El Butter Bread era exquisitamente más sabroso, regado por el aguado café jamaicano, que el continental con expreso y zumo de naranja que te subían a la habitación del Sunshine de Nassau. La pasión de las carnes imperfectas abrazadas en las fiestas playeras daba más calor que los últimos métodos de implantación mamaria del que hacían gala las frías y perfectas siluetas esculpidas a golpe de talonario. Julio se dio cuenta de todo lo que había vivido a pesar de su juventud, pero sintió que había corrido demasiado desde los catorce años hasta entonces.

(Jordi Ledesma Álvarez, Narcolepsia, Barcelona, Alrevés, 2012, pg 140)

lunes, 20 de agosto de 2012

Un largo camino, muchacho


Narcolepsia, Jordi Ledesma Álvarez


Narcolepsia fue finalista del Premio Memorial Silverio Cañada de la Semana Negra 2012. Es el premio que se da a la primera novela negra editada. Competía allí con alguna otra que yo ya había leído. La curiosidadad por ver si coincidía o no con el jurado, más la recomendación enfática de libreros y autores cuya opinión valoro mucho me hicieron emprender su lectura.

Me encontré con una novela que asombra por alguna de sus características.

Es difícil encasillar a Narcolepsia como una novela negra o policial. Más bien parece la biografía de su protagonista, Julio Perla Díaz. El Perla. Julio es un muchacho al que los noventa encuentran comenzando su adolescencia. Vive con su madre y su abuela en la barriada de La Barceloneta. Le gusta jugar al fútbol. En algún momento se contacta con el clan gitano de los Heredia, quienes lo inician en la venta minorista de hachís y pastillas en las calles y las discos. Sin saberlo, Julio está dando el paso que lo llevará a una vida de aventuras, dinero, lujos y crímenes. Una vida loca en la que irá —con su narcolepsia a cuestas— a conocer el lado peligroso del mundo.

Narcolepsia es la primera novela del autor, y esta condición de debut la hace sorprendente por algunos aspectos, a la vez que invita a perdonarle las aristas que podrán haberse pulido.

La novela es un viaje alucinante por los lugares y situaciones más dispares. Y todos, absolutamente todos, son de una verosimilitud y una contundencia narrativa que provocarían envidia en muchos autores consagrados. Julio, en su periplo criminal, atraviesa medio mundo. Literalmente medio mundo: desde la Barcelona en olímpica transformación, allá a comienzos de los noventa, a la Ibiza química. Desde las costumbres gitanas en una hacienda de Jódar, Andalucía, a los blandos atardeceres en la isla de Jamaica. De Sinaloa a Tánger y de allí a Medellín y San Pablo. Entre narcos mexicanos, sicarios colombianos —memorable el personaje de John Claudio—, gitanos y franceses traficantes de armas. Todo lo cual revela que el trabajo de investigación y documentación ha sido arduo y profundo, y el resultado, admirable.

Si bien la historia intercala presente y pasado, su estructura es bastante lineal. No se puede decir que utilice el recurso del flashback: más bien arranca en la actualidad para mostrar la narcolepsia del protagonista —enfermedad que no tiene para nada una relevancia en la historia como la que cabría esperar por ser el título de la novela—, y luego desarrolla linealmente la trama en un relato biográfico desde la adolescencia de Julio hasta los días del presente. Con una llamativa y casi total ausencia de diálogos, en muchas ocasiones el autor cae en la tentación de explicar más que de mostrar. Los personajes hablan poco y piensan demasiado, lo que por momentos hace ardua la lectura.

Sin embargo, uno continúa avanzando impulsado por el estilo personalísimo, exuberante y desbordado de Ledesma. Como esos automovilistas osados que van siempre al límite y de vez en cuando tocan el ripio, así es su escritura. Tan potente como a veces imperfecta: adjetivos y adverbios innecesarios, problemitas de puntuación —el tipo de cosas que caen tanto del lado del autor como del editor— que hubieran requerido un pulido más cuidado.

Aunque me falta leer algunos, no tengo dudas de que Narcolepsia mereció estar entre esos finalistas mencionados al principio. Como carta de presentación en el género de Jordi Ledesma Álvarez —quien antes sólo había autopublicado un poemario—, es mucho más que satisfactoria: amerita que uno ponga al autor en la mira, atento a sus próximas publicaciones.

7/12

viernes, 17 de agosto de 2012

De personajes y homenajes (parte I)


Este no es exactamente un guiño comprobado en una novela. Es apenas una observación de nombres de personajes que me ha llamado la atención.
Hace poco comenté la excepcional novela Los amigos de Eddie Coyle, de George V. Higgins. En esa novela, uno de los “amigos” de Eddie es el agente federal Dave Foley. El método de trabajo de Foley consiste en negociar rebajas en las condenas, mejoras en las situaciones procesales a cambio de información. Es decir, Foley propicia la delación, pan de todos los días en el hampa bostoniana en la que sobrevive. El habla es su herramienta.
Pero, como novela excepcional que es, Los amigos de Eddie Coyle ha sido gran influencia para autores de novela negra y directores de cine. De todos ellos me interesan dos: el primero es Elmore Leonard, y el segundo es Quentin Tarantino (materia de otro post).
Aún desconociendo lo que Leonard dijo de esta obra de Higgins, la conexión se hace evidente para cualquier lector medianamente atento de ambos autores, muy emparentados en lo estilístico.
Ahora bien, de entre la multitud de personajes memorables de Leonard, recuerdo a uno que aparece en dos de sus novelas: Tú ganas, Jack (*) y Perros callejeros, ambas publicadas recientemente por Alianza.
El personaje en cuestión es un ladrón de bancos que, en la primera de las novelas, se escapa de la cárcel para terminar enredado con una bella agente federal. Bastante alejado de la violencia —al menos para ser un delincuente—, es un personaje bien representativo de la fauna leonardiana: carismático, seductor, charlatán. Uno no podría afirmar que su apellido es raro, pero sí que no parece tan frecuente como, digamos, un Smith. No lo digo yo sino Google, y Wikipedia agrega que ese personaje tiene el mismo nombre que un poeta, que un basquetbolista y que un artista de efectos especiales.
Sin embargo, sabiendo que los novelistas nunca eligen por azar los nombres de sus personajes, y conociendo la confesa admiración de Leonard, me encanta fantasear con la idea de que el entrañable ladrón Jack Foley debe su apellido al Dave Foley de Higgins.
¿Por qué no? ¿No sería acaso un buen homenaje?

(*): Tú ganas, Jack fue también publicada en castellano por Ediciones B en 1998, curiosamente manteniendo el título original, Out of sight. Que es el mismo de la adaptación cinematográfica que dirigió Soderbergh, con George Clooney en el papel de Jack y Jennifer López en el de Karen Sisco (en nuestro país estrenada como Un romance muy peligroso, brillante título si los hay…).



jueves, 16 de agosto de 2012

Compromisos


—A Ed la vida jamás le dio un respiro —dije—. De la cuna hasta la tumba encajó golpe tras golpe. ¿Lo mereció muchas veces? Seguro. ¿Todas las veces? Claro que no.
—Y ahora ya no está. Ya no puedes ayudarlo.
—No se trata de ayudarlo. Se trata de asegurarme de que nadie que haya cometido peores pecados que los de Ed se libre de esta.
Silencio.
—Esta noche lo he visto morir, Joe. Hace solo unas horas. He visto cómo sucedía con mis propios ojos. Y mañana, cuando la gente ponga las noticias o abra el diario, lo único que pensará es: “Genial, el tipo era un asesino, y ha recibido su merecido”.
Suspiró y negó con la cabeza. Desvió la vista para mirar a través de la oscura ventana, hacia las hileras de flores que su mujer había plantado y que él seguía cuidando. Se hacen cosas por los muertos, aunque no haya necesidad de ello. Joe sabía eso mejor que nadie.
Se quedó mirando fijamente por la ventana durante un buen rato, y a continuación se dio la vuelta y cogió el mando a distancia. Volvió a encender el televisor, se recostó en el sillón y se puso a ver el partido.
 —Iremos a ver a ese fiscal —dijo. Y eso fue todo hasta que me levanté y salí de la casa sin que me acompañara a la puerta.

(Michael Koryta, El lamento de las sirenas, Barcelona, Mondadori, 2011, pg 45)

miércoles, 15 de agosto de 2012

Un hombre y un jardín



La casa de Joe es la joya de una agradable manzana: césped perfectamente cuidado, ventanas de cristales relucientes y un caminito de adoquines entre la casa y la acera. Todo un amo de casa, nuestro Joe. La mayor parte del jardín trasero y el camino de entrada está lleno de flores preciosas, especialmente balsaminas. Detrás de la casa hay un garaje atestado de rastrillos, azadas, compost y fertilizantes. Si se quiere encontrar a Joe un sábado o un domingo por la tarde, hay que buscarlo en el jardín o en el garaje. No era así cuando trabajábamos en Narcóticos. Ruth, la esposa de Joe, cuidaba del jardín y las flores como si fueran la única razón de su existencia, mientras que Joe nunca hizo más que limpiar el camino de entrada, y tan solo cuando caía una buena nevada. Ruth murió en invierno, y al año siguiente, cuando llegó la primavera, Joe no quería ni pensar en que las flores de su mujer no tendrían el aspecto al que estaban acostumbrados los vecinos. Ahora creo que pasa más tiempo en el jardín del que Ruth jamás pasó.

(Michael Koryta, El lamento de las sirenas, Barcelona, Mondadori, 2011, pg 41)

domingo, 12 de agosto de 2012

Volviendo al barrio


El lamento de las sirenas, Michael Koryta

Cumpliendo la promesa que me hice, le entré a esta segunda entrega de la serie de Perry y Pritchard, luego de Esta noche digo adiós. Aquella ya había sido lo suficientemente buena, pero si encima consideramos que era una primera novela de un autor apenas veinteañero, bueno, ¿quién no iría por la segunda? Aunque sea para ver si todo era cartón pintado, o si Koryta sigue subiendo la vara.

En El lamento de las sirenas volvemos a recorrer las calles de Cleveland. En especial, aquellas en las que creció Lincoln Perry, en Clark Avenue. Un lugar del que el detective se ha alejado mucho tiempo atrás. Todo comienza cuando, charlando con Amy, su amiga periodista, Lincoln se entera de que ha habido un incendio por allí, en una casa abandonada. Apagado el fuego, encuentran, dentro de la casa, el cadáver de una mujer. Para entonces ya hay (rapidito, gracias a las cámaras de vigilancia) un sospechoso al que buscar. El tipo, que vive en Clark Avenue, está prófugo y se llama Ed Gradduk. Y al oír el nombre de su mejor amigo de la infancia, a Lincoln le pasa por encima una ola de recuerdos. Algunos bastante dolorosos.

Lincoln encuentra a Ed, borracho y escondido en el bar de otro viejo amigo en común. Discute con él —aún tienen cuentas pendientes— y, antes de que llegue a contarle nada de lo sucedido, llega la policía a arrestarlo y en un “confuso episodio” (ejem…), Ed es atropellado y muere.

Cuando todo el mundo se dispone a cerrar el caso, Lincoln convence a su socio Joe Pritchard de trabajar para limpiar el nombre de su amigo muerto. En el camino van a descubrir no sólo una red mafiosa que atraviesa la ciudad, su policía y su justicia, sino que también echarán luz sobre unos episodios oscuros de mucho tiempo atrás, que involucraron a los padres de Ed y de Lincoln, antiguos vecinos.

El lamento de las sirenas es una muy buena novela, a la altura de ese excelente título. Es una novela de corte clásico, en la variante buddie, esas que involucran a una pareja de investigadores medio socios, medio amigos. Justo la leo después de la última de Patrick Kenzie y Angie Gennaro, La última causa perdida, otra pareja famosa. Koryta ha confesado su admiración por Lehane, y la influencia que de él reconoce. La verdad sea dicha: mientras la dupla Kenzie & Gennaro está en el ocaso, la de Perry & Pritchard asoma con otra potencia.

En esta segunda novela de P&P Koryta revalida todos los méritos que dejó entrever en aquel sorprendente debut. Me veo tentado de sanatear diciendo que “se lo nota más maduro” o que “sus personajes van ganando en solidez”. Tal vez todo eso sea cierto. También es cierto que ya es mi segundo encuentro con el autor y con sus personajes. Muy distinto del primero, y a la vez, afectado por aquella impresión satisfactoria. Lo que quiero decir es que no puedo ni pienso hacer una comparación de ambas novelas para buscar esos “signos de madurez” o de “mayor solidez”. No creo que nadie se tome el trabajo, a menos hasta que Koryta sea tema de alguna tesis doctoral. Y que si lo/s veo más “algo” que antes es porque —tal vez, no sé, digo—  esta es la segunda novela que leo de él/ellos.

Para mí es más que suficiente que me haya entretenido con una historia ágil y cuyos personajes me resultan verosímiles y  atractivos. Que mezcla con eficacia una trama “detectivesca” —incendios provocados, negocios turbios, mafiosos y policías corruptos— con otra, más macdonaldiana, de relaciones familiares ocultas durante años. De esas que, tarde o temprano, siempre afloran para iluminar el presente.

Otro punto alto de la colección Roja & Negra, de Mondadori.

Traducción: Sergio Lledó
7/12

viernes, 10 de agosto de 2012

La dieta de los detectives


—No se ha presentado —dijo Foley—. He estado allí sentado media hora, me he tomado un sándwich de queso y un café. Dios, se me había olvidado lo malo que es un sándwich de queso. Es como comer un trozo de plástico, ¿sabes?
—Tienes que ponerle mayonesa —dijo Waters—. Si no le pones mayonesa al pan antes de ponerle el queso, nunca sabrá a nada.
—No lo había oído nunca —dijo Foley—. La pones por la parte de afuera, ¿verdad?
—No —dijo Waters—, por la parte de dentro, pero sigues poniéndole mantequilla por la parte de fuera. Cuando el queso se funde, es la mayonesa lo que le da sabor. Pero tienes que utilizar mayonesa de verdad, de la que está hecha con huevos, ¿sabes? Puedes usar esa otra cosa que la gente dice que es mayonesa pero es aliño de ensalada. También puedes utilizar eso, pero el sabor no será el mismo. Creo que el aliño escalda la lengua o algo así. En cualquier caso, no sabe bien.
—De todos modos, en Rexall’s no tienen esos refinamientos —dijo Foley—. Entras, pides un sándwich de queso, tienen montones de ellos ya hechos, probablemente desde el miércoles pasado, y sacan uno con un trozo grande y gordo de ese queso naranja, joder, le echan grasa por encima, que dicen que es mantequilla pero yo no me lo creo, y van y lo funden todo junto en una plancha caliente. Mi estómago todavía intenta descomponer el menjunje en algo alimenticio. Parece un gran trozo, o dos grandes trozos, de azulejos de baño con un poco de masilla en el medio. Servido caliente. Si me pongo malo, tendréis que darme una pensión.
—Llevas demasiado tiempo viviendo del dinero de las dietas, me parece —dijo Waters—. Vosotros, hijos de puta, ya no coméis nada si no os sirven en el Playboy Club. ¿Trabajo de incógnito? ¡Y una mierda! ¿Crees que no sé que os invitáis a almorzar los unos a los otros? Joder. Más te valdría hacer de vez en cuando la ruta del Joe and Nemo. Al fin y al cabo, ahí es donde están los delincuentes. Esos tipos no frecuentan esos locales de clase alta que siempre veo en los comprobantes de la comida, donde un trozo de carne cuesta nueve pavos. Están en los locales baratos, donde comerías tú si tuvieras que pagártelo de tu bolsillo.

(George V. Higgins, Los amigos de Eddie Coyle, Barcelona, Libros del Asteroide, 2011, pg 176)

jueves, 9 de agosto de 2012

Una triangulación telefónica


—De acuerdo —dijo el mazas—. ¿Y cuándo las quieres? No será mañana, ¿verdad?
—¿Y cuándo las voy a querer? ¿Dentro de una semana? —preguntó el otro—. Pues claro que me gustaría recogerlas si pudiera ser mañana.
—¿En el mismo sitio? —quiso saber el mazas.
—Creo que ese sitio, mañana, me quedará un poco trasmano —respondió el otro—. Tengo que ir a otro lugar. ¿Sabes qué? Yo te llamo y tú vienes a verme. Cuando te llame te diré dónde estoy.
—No tenía pensado quedarme en casa —replicó el mazas.
—De acuerdo —dijo el otro—. En cuanto sepa dónde estoy, llamaré a Dillon, y le diré que le he dicho a mi mujer que voy a estar allí y le pediré que si ella llama, le diga que he salido y que ya me dirá que la llame. Entonces él me llamará y me dirá que ella me ha llamado. Yo dejaré un número. Lo haré antes de las nueve. Tú llamarás al bar de Dillon y le dices que me has llamado a casa y que mi mujer te ha dicho que estaba en el bar de Dillon: él no desconfiará y te dará el número y podrás llamarme y nos encontraremos en algún sitio. ¿De acuerdo?
—Espero que la chica sea guapa —dijo el mazas—. Si montas todo este lío para que tu mujer no sepa dónde estás, espero de veras que sea guapa, solo digo eso.

(George V. Higgins, Los amigos de Eddie Coyle, Barcelona, Libros del Asteroide, 2011, pg 24)

martes, 7 de agosto de 2012

Con amigos así...


Los amigos de Eddie Coyle, George V. Higgins


Hace un tiempo comenté una novela de mi admirado Elmore Leonard. Intenté ahí transmitir la idea de que la obra de Leonard está metida en el ADN de muchos escritores norteamericanos actuales de novela negra, desde Pelecanos hasta Lehane, y de otros tantos cineastas. La pregunta interesante sería entonces: ¿y qué novela negra admira Leonard? “Los amigos de Eddie Coyle es la mejor novela negra jamás escrita”, dijo Elmore una vez.

Say no more.

Por si quedaran dudas, Dennis Lehane dispara en el prólogo: “Tienes en tus manos la novela negra que cambió las reglas de juego de los últimos cincuenta años. Posiblemente sea también una de las cuatro o cinco mejores novelas negras jamás escritas”.

Say no more, dos.

¿Será para tanto?, se pregunta uno, como lector “curtido” en el género...

Y, la verdad que sí. Es para tanto.

Los amigos de Eddie Coyle es una gema extraña que todavía brilla, a más de cuarenta años de ver la luz. ¿Cómo hablar de semejante obra, qué más decir a esta altura? Haré mi intento.

Lo primero que se me ocurre es que Los amigos no tiene una trama ni muy compleja ni muy sencilla. ¿Me pegarán si digo que parece más una novela costumbrista del bajo fondo de Boston? Unos cuantos infelices que se ganan el mango transgrediendo algunas normas. Y nosotros los observamos durante unos días que nada tienen de especial. Punto. Es cierto que Eddie Coyle está por ser condenado por contrabando, y pensando a cuáles de todos sus “amigos” puede entregar para llevarse un castigo más leve. Es cierto también que mientras tanto sigue consiguiendo armas para una banda de atracadores de bancos. Todo eso es cierto, sí, pero nada hace pensar que estos días tengan algo de especial:  juicio más, robo menos, Eddie Coyle y sus “amigos” viven siempre así.

El vendedor de armas Jackie Brown, el agente federal Dave Foley y su jefe Waters, el barman y asesino a sueldo Dillon, Artie Van y Jimmy Scalisi y el propio Eddie “Dedos”, todos ellos son tipos que se buscan la vida. Trabajan en el lado barroso de la sociedad, tratando de sacar algo en limpio del revoltijo en el que están hundidos. Por derecha o por izquierda, lo cual les supone algunos riesgos y les exige ciertas estrategias de supervivencia. Así llegamos al quid de la cuestión. Porque la supervivencia en esta selva no te la dan las armas ni la violencia.

Te la dan las palabras.

Cada palabra es información, y cada palabra puede significar un día más de vida o de libertad. De modo que todos estos tipos hablan mucho. Por lo que dicen, y sólo por lo que ellos dicen, nos enteramos de todo lo que necesitamos saber. Maravillados como lectores, asistimos a escenas vívidas y gloriosamente entretenidas. Y el libro se nos va de las manos para entrar derecho a ocupar un rincón en la memoria ROM, esa que ya no se borrará jamás.

Mucho se ha dicho sobre la voz, que estos personajes hablan la jerga de los criminales. La verdad, a mí me interesa poco. Como la mayoría de los que escriben ese tipo de cosas, yo tampoco estuve dentro de un auto escuchando cómo negocian dos maleantes una entrega de drogas o de armas. Menos en el Boston de fines de los sesenta. Mucho menos, con un traductor de por medio, por excelente que sea. Es decir, no sé si los ladrones hablaban así o no. Tampoco me importa. Lo que sí me importa es que estos personajes hablan de manera ingeniosa, que tienen mucha calle, que son verseros imbatibles.

Grandes autores de novela negra se han destacado por la construcción de diálogos. Leer buenos diálogos es algo de lo que más me gusta de una novela negra. Voy a confesar algo: cuando estoy en una librería, hojeando un libro, suelo pasar las hojas rápidamente para observar la “densidad” de la escritura. Si hay o no mucho diálogo. Aunque me mantuvo a salvo de unos cuantos autores serios sé que es una práctica tan prejuiciosa como cualquier otra y, por lo tanto, igual de desaconsejable. Pero la hago a menudo. No decido sólo por eso, claro, pero digamos que encontrar diálogo —ver pasar hojas “livianas”— me predispone mejor para decidirme por un libro. Bueno, si hubiera hecho eso con Los amigos, me hubiera llevado una sorpresa. Porque si bien es una novela que está construida de diálogos —como ejemplo, el capítulo 26: cuatro líneas de narrador, más de cinco páginas de diálogo— esto no se nota en una hojeada rápida. Y creo que ahí hay una pista de la singularidad que inaugura Higgins: en sus diálogos geniales no pone a los parcos asesinos de Hemingway, no pone al escalofriante Migue de Andreu Martín, sino que pone a una banda de charlatanes que bien podrían dedicarse al stand up. Estos tipos hablan en serio, páginas y páginas. Y este autor sabe cómo hacerlos hablar para que te quedes pegado a la hoja, ya no leyendo sino escuchando.

Dijo Leonard: “Si suena como escritura, lo reescribo”.  Me pregunto si lo dijo antes o después de aprender de Higgins.

Traducción: Monserrat Gurguí y Hernán Sabaté
6/12

PD: en 1973 se estrenó la adaptación al cine, con Robert Mitchum en el papel de Eddie “Dedos” Coyle. Habrá que verla.


sábado, 4 de agosto de 2012

Una historia sencilla


En la novela La playa de los ahogados el inspector Leo Caldas visita a su tío en el hospital. Suele ir junto con su padre. Al verlos juntos, se maravilla con la forma de comunicación de los dos hermanos. En esta escena, Caldas se acuerda de una película.

Entraron en la habitación. La televisión estaba encendida y sin voz, como una ventana por la que su tío Alberto se asomaba al mundo.
—Mira quién está aquí —dijo el padre del inspector, y el rostro del enfermo se arrugó bajo la mascarilla verde del respirador.
Leo Caldas le contó que había estado con Manuel Trabazo esa mañana, que había salido con él al mar.
—Hablando de mar —intervino el padre señalando la televisión.
Un noticiario mostraba imágenes aéreas del rescate de los tripulantes de un barco en medio de un temporal. Los marineros habían sido izados uno a uno desde la cubierta hasta un helicóptero. Un rótulo en la parte inferior de la imagen informaba: «Rescatados con vida los once tripulantes del pesquero gallego hundido en el Gran Sol».
El reportaje terminaba con unas imágenes del barco escorado, ya sin marineros a bordo, siendo engullido por las olas. Caldas pensó en el Xurelo, en la pesadilla vivida por el capitán Sousa y sus tres marineros. En el caso que se le escapaba.
Siguieron viendo el informativo, y Caldas comprobó cómo su padre y su tío Alberto comentaban cada noticia en su lenguaje de miradas.
Recordó una película que había ido a ver con Alba hacía algún tiempo. El protagonista era un anciano que recorría cientos de kilómetros montado en una máquina de cortar el césped para visitar a su hermano enfermo, con quien se había enemistado muchos años atrás. Al final de su odisea, cuando el viejo llegaba a casa de su hermano, apenas intercambiaban un saludo. Se sentaban juntos en el porche, y arreglaban sus diferencias sin necesidad de hablar.

La peli que recuerda Caldas es esta:



(Domingo Villar, La playa de los ahogados, Madrid, Siruela, 2009)

viernes, 3 de agosto de 2012

El adiós de un detective


—No pienso seguir con esta mierda. Mike Collette me ofreció un empleo en su agencia de transportes y voy a aceptarlo.
—¿Lo dices en serio?
—¿Sabes qué ocurre, nena? —miré hacia la caravana—. Cuando empiezas con esto, piensas que solo te afectarán las cosas realmente graves: aquel crío de la bañera, en el noventa y ocho, lo que ocurrió en el bar de Gerry Glynn, joder, aquel búnker en Plymouth…—respiré hondo y solté el aire lentamente—. Pero no se trata de esos momentos, sino de los insignificantes. Lo que me deprime no es que la gente se mate por un millón de dólares, sino que lo hagan por diez pavos. A esta altura me importa una mierda si la mujer de Fulano le pone los cuernos, pues probablemente se lo merece. ¿Y todas esas compañías de seguros? Les ayudo a probar que un tío se ha inventado la lesión del cuello y ellos se deshacen de la mitad del vecindario cuando llega la recesión. Durante esto últimos tres años, todas las mañanas, cuendo me siento en el extremo del colchón para ponerme los zapatos, me entran ganas de volverme a meter en la cama. No quiero salir a la calle para hacer lo que hago.
—Pero has hecho mucho bien. Eres consciente de ello, ¿no?
—Pues no.

(Dennis Lehane, La última causa perdida, Barcelona, RBA Libros, 2011, pg 303)

jueves, 2 de agosto de 2012

Camareras eran las de antes


Eché un vistazo alrededor en busca de un diario, pero no vi ni uno, así que hice todo lo posible para llamar la atención de la chica que se encargaba de la barra.
Tendría unos diecinueve años. Era bonita, pero tenía la cara dañada por las cicatrices del acné y pesaba unos quince kilos de más. Ojos ausentes tras los que se adivinaba una ira disfrazada de apatía. Si seguía en ese plan se convertiría en ese tipo de madre que les da Doritos a los niños para desayunar y que se compra pegatinas insultantes con muchos signos de exclamación. Pero en estos momentos solo era una más de una larga lista de pueblerinas cabreadas y con aspecto infame. Cuando por fin conseguí llamar su atención y le pregunté si tenía algún periódico detrás de la barra, me dijo:
—¿Un qué?
Mirada en blanco.
—Un periódico —le dije—. Es como una página web, pero sin cursor.
Cara de palo.
—Por regla general, la portada tiene fotos y, bueno, ya sabes, palabras debajo de esas fotos. Y en ocasiones, hasta anuncios en la esquina inferior izquierda.
—Esto es un restaurante —me soltó, como si eso lo explicara todo.
Luego se inclinó sobre el mostrador, junto a la cafetera, y se puso a enviar mensajitos con el móvil.

(Dennis Lehane, La última causa perdida, Barcelona, RBA Libros, 2011, pg 208)