Paseó mucho los días
posteriores. A veces tenía que retroceder asustado por el apenado entorno por
el que se encontraba caminando. El asfalto se convertía en adoquín y los
edificios perdían altura convertidos en casas bajas, emblanquecidas con cal y
cepillo de esparto; las aceras perdían amplitud, la calzada ganaba estrechez y
las farolas dejaban de existir. Un aroma especiado que no sabía concretar
corría junto al olor a pescado por aquellas vetustas callejuelas; desde alguna
se oía el mar. Se asomó al acantilado avistando las bravas olas atlánticas
golpear las fachadas de la espesura de quebradizas construcciones que se
levantaban prácticamente sobre el océano. En uno de esos avistamientos
furtivos, Julio oteó una broza de luces blancas y azules que dibujaban unas
gradas techadas con toldos blancos y envueltos de candela y candiles. Sobre la
incandescencia de aquel lugar se escapaba un celaje de humo moruno perceptible
en la distancia.
(Jordi
Ledesma Álvarez, Narcolepsia,
Barcelona, Alrevés, 2012, pg 234)
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