Eché un vistazo alrededor en
busca de un diario, pero no vi ni uno, así que hice todo lo posible para llamar
la atención de la chica que se encargaba de la barra.
Tendría unos diecinueve años.
Era bonita, pero tenía la cara dañada por las cicatrices del acné y pesaba unos
quince kilos de más. Ojos ausentes tras los que se adivinaba una ira disfrazada
de apatía. Si seguía en ese plan se convertiría en ese tipo de madre que les da
Doritos a los niños para desayunar y que se compra pegatinas insultantes con
muchos signos de exclamación. Pero en estos momentos solo era una más de una larga
lista de pueblerinas cabreadas y con aspecto infame. Cuando por fin conseguí
llamar su atención y le pregunté si tenía algún periódico detrás de la barra,
me dijo:
—¿Un qué?
Mirada en blanco.
—Un periódico —le dije—. Es como
una página web, pero sin cursor.
Cara de palo.
—Por regla general, la portada
tiene fotos y, bueno, ya sabes, palabras debajo de esas fotos. Y en ocasiones,
hasta anuncios en la esquina inferior izquierda.
—Esto es un restaurante —me
soltó, como si eso lo explicara todo.
Luego se inclinó sobre el
mostrador, junto a la cafetera, y se puso a enviar mensajitos con el móvil.
(Dennis
Lehane, La última causa perdida, Barcelona,
RBA Libros, 2011, pg 208)
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