—A Ed la vida jamás le dio un respiro
—dije—. De la cuna hasta la tumba encajó golpe tras golpe. ¿Lo mereció muchas
veces? Seguro. ¿Todas las veces? Claro que no.
—Y ahora ya no está. Ya no
puedes ayudarlo.
—No se trata de ayudarlo. Se
trata de asegurarme de que nadie que haya cometido peores pecados que los de Ed
se libre de esta.
Silencio.
—Esta noche lo he visto morir, Joe.
Hace solo unas horas. He visto cómo sucedía con mis propios ojos. Y mañana,
cuando la gente ponga las noticias o abra el diario, lo único que pensará es:
“Genial, el tipo era un asesino, y ha recibido su merecido”.
Suspiró y negó con la cabeza.
Desvió la vista para mirar a través de la oscura ventana, hacia las
hileras de flores que su mujer había plantado y que él seguía cuidando. Se
hacen cosas por los muertos, aunque no haya necesidad de ello. Joe sabía eso
mejor que nadie.
Se quedó mirando fijamente por
la ventana durante un buen rato, y a continuación se dio la vuelta y cogió el
mando a distancia. Volvió a encender el televisor, se recostó en el sillón y se
puso a ver el partido.
—Iremos a ver a ese fiscal —dijo. Y eso fue
todo hasta que me levanté y salí de la casa sin que me acompañara a la puerta.
(Michael
Koryta, El lamento de las sirenas,
Barcelona, Mondadori, 2011, pg 45)
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