Los amigos de Eddie Coyle, George V. Higgins
Hace un tiempo comenté una novela de mi admirado Elmore Leonard. Intenté ahí transmitir la idea de que la obra de
Leonard está metida en el ADN de muchos escritores norteamericanos actuales de
novela negra, desde Pelecanos hasta Lehane, y de otros tantos cineastas. La
pregunta interesante sería entonces: ¿y qué novela negra admira Leonard? “Los amigos de Eddie Coyle es la mejor
novela negra jamás escrita”, dijo Elmore una vez.
Say no more.
Por si quedaran dudas, Dennis
Lehane dispara en el prólogo: “Tienes en tus manos la novela negra que cambió
las reglas de juego de los últimos cincuenta años. Posiblemente sea también una
de las cuatro o cinco mejores novelas negras jamás escritas”.
Say no more, dos.
¿Será para tanto?, se pregunta uno,
como lector “curtido” en el género...
Y, la verdad que sí. Es para
tanto.
Los amigos de Eddie Coyle es una gema extraña que todavía brilla, a
más de cuarenta años de ver la luz. ¿Cómo hablar de semejante obra, qué más
decir a esta altura? Haré mi intento.
Lo primero que se me ocurre es
que Los amigos no tiene una trama ni
muy compleja ni muy sencilla. ¿Me pegarán si digo que parece más una novela
costumbrista del bajo fondo de Boston? Unos cuantos infelices que se ganan el
mango transgrediendo algunas normas. Y nosotros los observamos durante unos
días que nada tienen de especial. Punto. Es cierto que Eddie Coyle está por ser
condenado por contrabando, y pensando a cuáles de todos sus “amigos” puede
entregar para llevarse un castigo más leve. Es cierto también que mientras
tanto sigue consiguiendo armas para una banda de atracadores de bancos. Todo
eso es cierto, sí, pero nada hace pensar que estos días tengan algo de
especial: juicio más, robo menos, Eddie
Coyle y sus “amigos” viven siempre así.
El vendedor de armas Jackie
Brown, el agente federal Dave Foley y su jefe Waters, el barman y asesino a
sueldo Dillon, Artie Van y Jimmy Scalisi y el propio Eddie “Dedos”, todos ellos
son tipos que se buscan la vida. Trabajan en el lado barroso de la sociedad, tratando
de sacar algo en limpio del revoltijo en el que están hundidos. Por derecha o
por izquierda, lo cual les supone algunos riesgos y les exige ciertas estrategias de supervivencia. Así
llegamos al quid de la cuestión. Porque la supervivencia en esta selva no te la
dan las armas ni la violencia.
Te la dan las palabras.
Cada palabra es información, y cada palabra puede significar un día más
de vida o de libertad. De modo que todos estos tipos hablan mucho. Por lo que
dicen, y sólo por lo que ellos dicen,
nos enteramos de todo lo que necesitamos saber. Maravillados como lectores,
asistimos a escenas vívidas y gloriosamente entretenidas. Y el libro se nos va
de las manos para entrar derecho a ocupar un rincón en la memoria ROM, esa que
ya no se borrará jamás.
Mucho se ha dicho sobre la voz, que estos personajes hablan la jerga de los criminales. La
verdad, a mí me interesa poco. Como la mayoría de los que escriben ese tipo de
cosas, yo tampoco estuve dentro de un auto escuchando cómo negocian dos
maleantes una entrega de drogas o de armas. Menos en el Boston de fines de los
sesenta. Mucho menos, con un
traductor de por medio, por excelente que sea. Es decir, no sé si los ladrones
hablaban así o no. Tampoco me importa. Lo que sí me importa es que estos
personajes hablan de manera ingeniosa, que tienen mucha calle, que son verseros
imbatibles.
Grandes autores de novela negra se
han destacado por la construcción de diálogos. Leer buenos diálogos es algo de
lo que más me gusta de una novela negra. Voy a confesar algo: cuando estoy en
una librería, hojeando un libro, suelo pasar las hojas rápidamente para
observar la “densidad” de la escritura. Si hay o no mucho diálogo. Aunque me
mantuvo a salvo de unos cuantos autores serios
sé que es una práctica tan prejuiciosa como cualquier otra y, por lo tanto,
igual de desaconsejable. Pero la hago a menudo. No decido sólo por eso, claro, pero
digamos que encontrar diálogo —ver pasar hojas “livianas”— me predispone mejor para decidirme por un
libro. Bueno, si hubiera hecho eso con Los
amigos, me hubiera llevado una sorpresa. Porque si bien es una novela que está construida de diálogos —como
ejemplo, el capítulo 26: cuatro líneas de narrador, más de cinco páginas de
diálogo— esto no se nota en una hojeada rápida. Y creo que ahí hay una pista de
la singularidad que inaugura Higgins: en sus diálogos geniales no pone a los parcos asesinos de Hemingway, no pone al escalofriante Migue de Andreu Martín, sino que pone a
una banda de charlatanes que bien podrían dedicarse al stand up. Estos tipos hablan en serio, páginas y páginas. Y este
autor sabe cómo hacerlos hablar para que te quedes pegado a la hoja, ya no
leyendo sino escuchando.
Dijo Leonard: “Si suena como
escritura, lo reescribo”. Me pregunto si
lo dijo antes o después de aprender de Higgins.
Traducción: Monserrat Gurguí y
Hernán Sabaté
6/12
PD: en 1973 se estrenó la adaptación al cine,
con Robert Mitchum en el papel de Eddie “Dedos” Coyle. Habrá que verla.
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