Mostrando entradas con la etiqueta Marcelo Luján. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Marcelo Luján. Mostrar todas las entradas

domingo, 30 de septiembre de 2012

Sonrisas argentinas


Hilario Suárez, dueño y único empleado, apareció por una abertura que había a un costado del pupitre mugroso de la recepción. Arrastraba los pies como si sus piernas no fuesen unas piernas sino un problema.
—Qué se les ofrece a los señores —y tosió a escondidas.
El bandoneonista miró el retrato de Gardel que colgaba dentro de un marco sin vidrio. Su esposa también observó la foto, el perfil: recordó la imagen de la Señora, la del presidente, y pensó que todos los argentinos famosos sonreían por costumbre. Y que los checos no.
—Queremos una habitación doble.

(Marcelo Luján, Moravia, Barcelona, El Aleph Editores, 2012, pg 107)

sábado, 29 de septiembre de 2012

Hijos de Lucifer


Como en el llamado de la selva, los perros comenzaron a ladrar compulsivamente. Uno de ellos aullaba.
Aullaba.
Y la noche se quebraba con esos rugidos, con esos estertores de animales desgraciados.
Synové d’ábla —soltó la madre y salió nerviosa para el patio.
Se oyeron ruidos de cadenas mezclados con insultos en checo; hijos del demonio, hijos de Lucifer, hijos del demonio, de Lucifer. Malditos. Y enseguida las quejas hirientes de los perros: agudas y repetidas y dolientes según el ruido metálico impactaba sobre sus lomos.
Al regresar a la cocina madre y hermana cruzaron sus miradas un instante: brotaba el fuego de lo que ya está escrito, de lo que ya sucedió, de las noches somnolientas de febrero en el sur del mundo.
—Vamos —dijo la madre.
Y no volvió a pronunciar palabra hasta que una hora más tarde, las dos, con esfuerzo y sudor, movieron la piedra circular que cubría la boca del aljibe viejo.

(Marcelo Luján, Moravia, Barcelona, El Aleph Editores, 2012, pg 129)

viernes, 28 de septiembre de 2012

El recuerdo de los días miserables


Y cuando más seguro estuvo de sí mismo: cuando tenía ganado el respeto de sus colegas a fuerza de disciplina y de demostrar con hechos por qué era quien era; cuando los políticos lo saludaban al pasar y sus suegros lo consideraron el hijo varón que la guerra nunca les dejó tener y le recordaron, incluso, sus antepasados o raíces: que Bohemia y Moravia fueron el embrión de los Países Checos, y que si su familia era morava y los Míclav también todos eran, pues, checoslovacos y moravos de sangre y cepa. Cuando todo era una realidad, un puñado de verdades anudadas y prominentes, el recuerdo de los días miserables se le empezó a venir encima como una nube de polvo. Inexplicablemente. Lidia fue la primera en percibirlo: en comprender, tal vez, que una parte del círculo no había sido cerrada.

(Marcelo Luján, Moravia, Barcelona, El Aleph Editores, 2012, pg 39)

martes, 25 de septiembre de 2012

Volver


Moravia, Marcelo Luján

En febrero de 1950 los barcos arrojan al puerto de Buenos Aires montañas de inmigrantes que huyen de una Europa arrasada. Muchos de esos barcos tienen nombres en inglés. Como el Murray II. Pero el Murray II no viene de Europa sino de Estados Unidos. Es decir que trae ciudadanos, no a esa chusma hambrienta, analfabeta que será carne de conventillo. Trae gente como el bandoneonista argentino Juan Kosic, su esposa Lidia y la hija de ambos: una familia de tres idiomas.

Hace ya quince años que Juan Kosic dejó su pueblo de mala muerte, Colonia Buen Respiro. Escapó de allí, cansado de la maldad de su madre, una campesina que apenas habla castellano y que siempre insulta en su checo natal. Buscaba aire y una oportunidad para su talento. El destino lo llevó a Nueva Orleans. Allí conoció el éxito tocando en la orquesta del maestro Pegassi. Y el éxito le dio roce, y una esposa de ascendencia morava, y mucho dinero.

Pero sus fantasmas siguieron ahí, ardiente el alma por aquella bofetada de odio, último contacto con la piel de su madre. Quince años pasaron. Nada fue fácil para Juan Kosic: todavía le queda una cuenta por saldar en Colonia Buen Respiro.

Arrastra hasta allí a su nueva familia. No lo admite Juan, pero sólo lo mueve el deseo de venganza, un veneno que se sacará de encima cuando pueda humillar a su madre y a su sometida hermana. Lidia trata de convencerlo, de explicarle que volver está bien, sí, pero mejor sin rencores. Que del odio no nace nada bueno. Que su temperamento latino. Que, en el fondo, lo que planea hacer es una algo peor que una simple estupidez.

Bajo el calor de febrero, en un tren polvoriento, Marcelo Luján construye con su prosa atenta al detalle, un mundo ominoso, opresivo. La tragedia se adivina inevitable a medida que se acerca la noche fatídica. En algún punto el lenguaje se vuelve más seco, más económico —o eso me hizo creer Luján, narrador experto—, y ya no se puede soltar el libro: aún sabiendo lo que va a pasar, uno asiste con horror al desenlace.

Se ha escrito que Moravia es como una tragedia griega. ¿Qué historia de esta oscuridad y potencia no lo es? Desde que el mundo es mundo, incluso antes de Grecia, los hombres insisten en elegir el camino de la destrucción. De esa tendencia trata Moravia: es una historia sobre las provocaciones, sobre las advertencias, sobre las terribles consecuencias de nuestras elecciones.

El corazón de la historia de Moravia ya aparece en un episodio lateral que relata Meursault en El extranjero, de Camus (también se piensa que es otro el origen de ese relato, como reconoce el autor en esta interesante entrevista). Pero alrededor de ese núcleo trágico que es la esencia de Moravia, Marcelo Luján vuelve a disponer elementos que se reconocen presentes en su obra más reciente. Teniendo en cuenta que es un escritor argentino que lleva más de una década afincado en Madrid, ninguno de esos elementos resulta casual: como en La mala espera, en Moravia también están el desarraigo y la inmigración, el pasado que vuelve a cobrarse las deudas; el peronismo y sus figuras icónicas aparecen en ambas novelas e incluso en un cuento suyo publicado este año (“Reyes del cincuenta y uno”, en la antología Doce rounds).

Moravia es una historia sombría, que tiene la negra belleza del horror más humano. Ese que nos da miedo mirar, en el que tememos reconocernos. Y Marcelo Luján es un escritor al que, esté o no el Atlántico de por medio, hay que seguir con atención.



La edición catalana de El Aleph —que estará disponible en las librerías de Buenos Aires a partir del mes de octubre— no es mala, tiene el par de erratas que se espera en cualquier libro. Pero hay una de ellas que sólo es perdonable por lo pintoresca: ¿por qué un acordeón en lugar de un bandoneón en la tapa?

9/12

lunes, 28 de noviembre de 2011

Perder la cabeza

—En este palo —agrega—, cuando querés voltear a alguien, lo mejor es empezar sabiendo qué vicios son los que no controla, las adicciones gordas que le hacen perder la cabeza, lo que lo puede, digamos —se pega los dedos contra los labios, sopla, me habla con el humo en la gargante—. Para pescar hay que usar carnada, ¿verdad? —nos miramos—. Pues eso.

Se me aparece la imagen del gordo Viedma jadeando en cuatro patas, rodeado de putas bochincheras. El gordo Viedma sorprendido y asustado y pidiendo no me hagáis esto, joder, que soy padre de familia. El gordo Viedma iluminado por los fogonazos del flash, acaso llorando mientras las putas, con las tetas al aire, se cagaban de la risa y empezaban a vestirse.

(Marcelo Luján, La mala espera, Madrid, Editorial EDAF, 2009, pg 188)

Extranjeros

Hace varios meses ya que estoy dudando de si fue un acierto irme de Buenos Aires, dejar lo que tenía allá para venir a probar suerte a Madrid, renunciar a sus calles, a sus domingos, a mi trabajo en la fábrica de escobas, inmundo pero trabajo al fin; renunciar a cualquier posibilidad de ver a Marisa, su perfume y sus manos de hada y su voz. Irme fue también allanarle un poco el camino, darle el oxígeno que tanto me pedía. Irme fue renunciar a tener a mi madre todos los días o el día que me diera la gana. No sé qué me pasa, pero me persigue una extraña sensación de fracaso, de ilusiones que ya, visto lo visto, no se pueden cumplir ni seguir posponiendo. Vivir en el exterior es algo muy personal, cada cual siente cosas diferentes y ve el panorama desde ángulos distintos. Yo no estoy a disgusto acá, todo lo contrario, pero tampoco es cuestión de andar mendigando y pasarse uno los días sin ideas, algo así como aburrido o decaído, que cualquier cachafaz de pocos modales te corte el rostro porque no tenés los papeles en regla o porque sos extranjero y los extranjeros, (siempre) en todas las épocas y en todos los países, sobran.

(Marcelo Luján, La mala espera, Madrid, Editorial EDAF, 2009, pg 30)

Nene, vente pa’ Madrid

La mala espera, Marcelo Luján

La mala espera es la primera novela de Marcelo Luján, escritor argentino que vive en Madrid desde 2001. Ese año, el de la gran crisis de nuestro país, motivó la emigración masiva de miles de argentinos. Muchos de ellos, como el Nene Rubén, protagonista y narrador de esta historia, eligieron España y Madrid para hacer su intento.

Como todos, el Nene también tiene su entorno de compatriotas inmigrados a quienes recurre apelando a esa solidaridad nunca del todo desinteresada que aflora lejos de casa. Están la Rojita y su esposo Pipo, conocido de la infancia y peleado a muerte con su mellizo Basilio, que agoniza en Buenos Aires. Y está Nicolás, compañero de piso y antítesis del propio Nene: ordenado, pulcro y bastante “pijo”.

No todos ellos saben que el Nene trabaja para Fangio, un argentino medio tullido por la polio. ¿Haciendo qué? De todo un poco: siguen gente, averiguan cosas; cobran y pagan; advierten, convencen y asustan. De allí conoce a la colombiana Angie, que lo tiene un tanto “enganchado”, diríamos que por doble vía. Una es la “sentimental/sexual”, y la otra, más importante, son los negocios: Angie le debe la parte de una operación que planearon y ejecutaron juntos, un desvío en cierto cargamento de drogas a introducir en la península.

Desde luego, en semejante ambiente, nadie la tiene fácil para salirse con la suya. El Nene no es la excepción: unos matones rumanos se ocuparán de que sienta en carne propia el tamaño de su error. El Nene sobrevive, a duras penas, y a partir de allí intentará averiguar quién es quién en esa maraña en la que se mezclan las drogas con el tráfico de mujeres del este europeo, y en la que se descubrirá como engranaje en una terrible historia de venganza originada muy lejos del animado y acogedor Madrid post 2001.

Dueño de un registro ideal para la historia relatada, que combina la novela más negra y sórdida, con las sensaciones y experiencias del desarraigo, Marcelo Luján logra lo que es muy difícil, aquello en lo que otros autores tambalean: en un relato en primera persona, plagado de momentos en los que el personaje reflexiona sobre su situación —como delincuente, como víctima, como inmigrante— el lector nunca siente que se desvía de la histroria. Todo está puesto al servicio del relato, y el interés nunca decae. Como mérito adicional, la voz del narrador mezcla con total naturalidad el hablar porteño de su origen con algunos giros madrileños, en la justa proporción en la que se suele dar con los inmigrantes argentinos, que —según me ha tocado vivir— en un año o dos ya andan diciendo “vale” o “mola”: hasta eso resuelve bien Luján.

La mala espera fue ganadora del Premio de Novela Negra Ciudad de Getafe 2009. Tiene méritos más que suficientes. Y tiene, además, otra cosa buena: se consigue en Buenos Aires.

11/11