Hace varios meses ya que estoy dudando de si fue un acierto irme de Buenos Aires, dejar lo que tenía allá para venir a probar suerte a Madrid, renunciar a sus calles, a sus domingos, a mi trabajo en la fábrica de escobas, inmundo pero trabajo al fin; renunciar a cualquier posibilidad de ver a Marisa, su perfume y sus manos de hada y su voz. Irme fue también allanarle un poco el camino, darle el oxígeno que tanto me pedía. Irme fue renunciar a tener a mi madre todos los días o el día que me diera la gana. No sé qué me pasa, pero me persigue una extraña sensación de fracaso, de ilusiones que ya, visto lo visto, no se pueden cumplir ni seguir posponiendo. Vivir en el exterior es algo muy personal, cada cual siente cosas diferentes y ve el panorama desde ángulos distintos. Yo no estoy a disgusto acá, todo lo contrario, pero tampoco es cuestión de andar mendigando y pasarse uno los días sin ideas, algo así como aburrido o decaído, que cualquier cachafaz de pocos modales te corte el rostro porque no tenés los papeles en regla o porque sos extranjero y los extranjeros, (siempre) en todas las épocas y en todos los países, sobran.
(Marcelo Luján, La mala espera, Madrid, Editorial EDAF, 2009, pg 30)
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