“Yo trato de salvarles el pescuezo antes de que vos los cagués a tiros”, me decía cuando nos veíamos los domingos a la noche para cenar juntos en mi casa. “Vos cuidales el alma, que del cuerpo me ocupo yo”, le contestaba señalando mi Browning que dormía enfundada sobre el armario del living. Y nos reíamos como dos borrachos.
Cada domingo, lloviera o tronara, mi hermano terminaba su misa de ocho y venía a casa. Él traía el vino, entre los dos preparábamos algo simple de comer y poco a poco, entre charla y charla, nos tomábamos toda la botella, a veces dos. Nos quedábamos hasta muy tarde, hablando y fumando, discutiendo por todo. Nos despedíamos en la puerta de casa, con un abrazo, y después él cruzaba la calle al trote, doblaba la esquina, tomaba el colectivo que pasaba por la vuelta y volvía a su parroquia. Todos los domingos. Hasta que le metieron tres balazos en la nuca.
(Carlos Balmaceda, La plegaria del vidente, Buenos Aires, Ediciones B, 2010, pg 64)
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