Ahí está la muerte, vagando por mi casa, olfateando sin apuro los rincones de mi habitación. No es la muerte harapienta; es la muerte luminosa, el relámpago azabache del puñal que atraviesa la noche buscándome. Pero cuando la muerte va a clavarme los dientes de lobo en el cuello, salto de la cama, me aprieto la cara con las manos mojadas, estoy empapado con el sudor pegajoso que huele a whisky y a cigarrillos negros.
Acabo de escapar otra vez de las catacumbas. Me levanto. Camino sobre vidrios rotos. Busco los Parisiennes. Enciendo el primero, regreso a la cama. Fumo uno, enseguida otro. El aire del cuarto se llena de sombras blancas.
Recién a la madrugada me duermo, vencido como un galeote.
(El periodista, Carlos Riveros)
(Carlos Balmaceda, La plegaria del vidente, Buenos Aires, Ediciones B, 2010, pg 35)
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