La noche perpetua se convirtió en mi vasta celda sin fronteras. En mi propia isla de brumas. También en mi exilio; la ceguera es mi exilio. De pronto me alcanzó el sopor calmo de la resignación, aunque las pesadillas jamás me abandonaron. Los rostros y los gestos quedaron envueltos por resplandores amarillos, las voces y aromas cobraron la riqueza de los diamantes. Comencé a vivir entre rumores, ecos, perfumes. Y presagios. Siempre. Una cascada que jamás se agota.
(Carlos Balmaceda, La plegaria del vidente, Buenos Aires, Ediciones B, 2010, pg 73)
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