Hay que caminar por el Once, el barrío judío de Buenos Aires, cualquier día después de que los comercios han bajado sus cortinas y las veredas quedan inundadas por rezagos de tela, rollos de cartón, papeles y otros desechos abandonados por los comerciantes, para encontrarse con los hombres, mujeres y niños que revuelven los desperdicios a la pesca de materiales aprovechables, reducibles, que venderán por monedas el kilo a los recicladores. Familias pioneras de una actividad que les permite sobrevivir a expensas de rebuscar en la basura. De ella se benefician los policías de la decimotercera que obtienen su mordida, no a cambio de protección, sino sólo, por el momento, de hacerse los distraídos, permiso precario. Las familias judías ricas han comenzado un éxodo lento y sostenido y, aunque mantienen sus negocios en el Once, comienzan a elegir el Barrio Norte o Belgrano, zonas con mayor prestigio social, para instalar sus residencias. En los antiguos edificio de lujo de la época de oro van quedando los ancianos, fundadores de las fortunas que ahora hacen posible los grandes pisos sobre los jardines de Libertador, las vacaciones en Punta del Este, los colegios privados, dudosamente ingleses, los autos importados. A estas nuevas generaciones el afán de amarrocar no les quita el sueño y encuentran gozo en ostentar. Hijos de la afluencia, que no han experimentado las privaciones de la guerra, las miserias de los pogroms, la fantasmagoría de los campos de concentración, que se permiten sentir y pensar y obrar a lo grande, que vivir mejor es gastar más. Quedan no pocas excepciones. Elías Biterman es una de ellas.
(Ernesto Mallo, La aguja en el pajar, Buenos Aires, Planeta, 2006, pg 53)
No hay comentarios:
Publicar un comentario