domingo, 23 de noviembre de 2014

Billetes al peso (Fariña style)

—Tal vez no cuenten los fajos. Tienes billetes de cincuenta y de cien mezclados, cinco mil por paquete, la mitad de eso en un fajo de billetes de cincuenta, ¿de cuántos fajos estamos hablando, si llegamos a medio millón? De cien, si son todos billetes de cien, así que digamos ciento veinte, ciento treinta, algo así.
—Suena bien.
—No sé. ¿Tú lo contarías? Se cuenta en un negocio de droga, pero tienes tiempo, te sientas tranquilo, cuentas el dinero e inspeccionas la mercadería. Es una historia diferente. Aun así, ¿sabes cómo cuentan los grandes traficantes, los tipos que ganan más de un millón en cada transacción?
—Sé que los bancos tienen máquinas que pueden contar un fajo de billetes tan rápido como uno puede peinarlos.
—A veces usan ésas —dijo—, pero la mayor parte de las veces es al peso. Sabes cuánto pesa el dinero, así que sólo lo cargas en la balanza.

(Lawrence Block, Paseo entre las tumbas, Buenos Aires, Emecé, 1994, pág 256)


sábado, 22 de noviembre de 2014

De yonquis y borrachos II (o las lecturas de Jack Taylor)

—¿Kenan no los tiene en la caja de seguridad?
—Es probable que mucho más que eso, pero no puedo meterme allí. No se le da a un drogadicto la combinación de una caja, ni siquiera si es tu hermano. No, a menos que estés loco.
No dije nada.
—No me amarga —añadió—. Sólo estoy señalando un hecho. No hay ninguna razón en el mundo para que yo tenga la combinación de la caja. Tengo que decirte que me alegro de no tenerla. No me la confiaría a mí mismo.
—Estás limpio y sobrio, ahora, Pete. ¿Cuánto hace? ¿Un año y medio?
—Todavía soy borracho y drogadicto, viejo. ¿Conoces la diferencia entre los dos? Un borracho te robaría la billetera.
—¿Y un drogadicto?
—Ah, un drogadicto también te la robaría. Y luego te ayudaría a buscarla.

(Lawrence Block, Paseo entre las tumbas, Buenos Aires, Emecé, 1994, pág 138)


viernes, 21 de noviembre de 2014

Un tipo difícil

Lo primero que hice a la mañana siguiente, después del desayuno, fue ir a la central de Policía de Midtown Norte, en la Calle 54 Oeste. Pesqué a Joe Durkin, sentado a su escritorio, y él me tomó de sorpresa al felicitarme por mi aspecto.
—Te estas vistiendo mejor últimamente —dijo—. Creo que es obra de esa mujer. Elaine, ¿verdad?
—Así es.
—Bueno, creo que es una buena influencia para ti.
—Estoy seguro de que lo es —dije—. Pero ¿de qué mierda hablas?
—Llevas un saco muy lindo, eso es todo.
—¿Este blazer? Debe de tener diez años.
—Bueno, nunca te lo pones.
—Lo uso todo el tiempo.
—Tal vez sea la corbata.
—¿Qué tiene de especial la corbata?
—Dios —dijo—. ¿Te dijo alguien alguna vez que eres un hijo de puta difícil? Te digo que se te ve bien y al minuto siguiente estoy en el puto banquillo de los testigos. ¿Qué tal si empezamos de nuevo? «Hola, Matt. Es muy bueno verte. Se te ve como la mierda, siéntate.» ¿Está mejor así?
—Mucho mejor.
—Me alegro. Siéntate. ¿Qué te trae por aquí?

(Lawrence Block, Paseo entre las tumbas, Buenos Aires, Emecé, 1994, pág 76)

lunes, 17 de noviembre de 2014

Por las tumbas antes que por las butacas

Paseo entre las tumbas, Lawrence Block

Con el Matt Scudder de Liam Neeson ya en los cines, es el momento de publicar esta reseña. Digo, antes de que la versión en celuloide (¿existe aún tal cosa, el celuloide?) dirigida por Scott Frank —que veré de un momento a otro— influya en mis apreciaciones.

Décima novela de la serie de Matt Scudder —serie que al día de hoy lleva la friolera de 17 novelas y unos cuantos relatos—, la acción transcurre, como es habitual, en Nueva York, donde Scudder sigue viviendo de “hacer favores” como detective privado. Un compañero de Alcohólicos Anónimos le pide ayuda: su hermano, el narco libanés Kenan Khoury, fue víctima de una extorsión. Unos tipos secuestraron a su mujer, Francine. Le pidieron un rescate. Era evidente que sabían que Kenan, dada su ocupación, no podía ir a la policía. Y no fue: pagó el rescate tal como acordó con los delincuentes. Pero ellos le devolvieron a su mujer en una bolsa. En varios pedazos.

Y ahora Kenan necesita ayuda para encontrar a los culpables.

Reticente al principio, Matt termina aceptando el trabajo. Estamos a finales de los ochenta, o comienzos de los noventa. Nueva York aún no conoce la “tolerancia cero”: los subtes graffiteados y los alrededores de Grand Central Station son un entramado de rincones peligrosos, oscuros detrás de las marquesinas de Broadway. Por esas calles y las de Brooklyn se moverá Scudder. Recurrirá a algunos viejos contactos de la policía, pero sobre todo contará con la ayuda del joven negro TJ, habitué de los locales de videojuegos de Times Square. Él es quien lo contacta con los Kong, un par de nerds que, ya hartos de ganarles a las maquinitas, han comenzado una incipiente carrera de hackers. En un mundo que aún no ha visto los teléfonos celulares, y en el que las cabinas telefónicas son necesarias como el aire —en especial si uno trata con secuestradores—, su conocimiento les permitirá infiltrarse en las redes y rastrear llamadas. Cuando encuentran que Francine no fue la primera ni la única víctima de los secuestradores y descuartizadores, Elaine, la call-girl “amigovia” de Scudder, se suma al equipo, ayudando a ubicar posibles víctimas sobrevivientes.

La fatigosa investigación para dar con los responsables de la muerte de Francine Khoury se transformará en una carrera contra el reloj cuando los mismos secuestradores llamen al narco ruso Yuri Landau: los tipos tienen a su hija de 15 años. Y aunque Scudder no tiene muchas esperanzas de que esté viva, deberá intentar un final diferente para ella.

Paseo entre las tumbas es, de todas las novelas de la serie que he leído, la que tiene una trama de mayor peso. Por decirlo de alguna forma, el misterio a resolver y la investigación se vuelven importantes. Más tal vez que el desarrollo de personajes que es característico de la serie. Desde luego, la potencia de Matt Scudder está lejos de quedar apagada. Pero el de esta novela, un Scudder ya en el camino de la recuperación, yendo a infinidad de reuniones de AA, dando un paso serio en su relación con Elaine, es un Scudder igual de cerebral pero mucho más “táctico” que “filosófico” o introspectivo. Esta trama lo necesita así. Me hizo acordar mucho al infalible Jack Reacher, obviamente, sin su faceta action hero. De los secundarios, después de la querible Elaine, sin duda el mejor es TJ, que vuelve a aparecer luego de Un baile en el matadero, ahora ya afirmándose en su rol de ayudante del detective. Los diálogos con entre él y Matt, llenos de picardía callejera, son de lo mejor de la novela.

Entretenida y de buen ritmo, de Paseo entre las tumbas nos queda la imagen de un Matthew Scudder en plena transformación, cada vez más lejos de aquel que nublaba sus días en el bourbon, pero siempre cerca de los grandes temas que lo obsesionan: la esquiva posibilidad de justicia, la violencia, la culpa que sigue y sigue. Me pregunto, a horas de encontrarlo en la pantalla grande, cuál de estos Scudder será el de Liam Neeson en la adaptación al cine. 



Traducción: Edith Kern

7/14


Seguí pinchando: otras lecturas de Matt Scudder en el blog podés encontrar pinchando aquí. De Child y Reacher, ya que se lo menciona en la reseña, El camino difícil es una que también transcurre en Nueva York, aunque no necesariamente en los mismos escenarios. Pero la joya está en esta entrada: ¿a qué no sabés que novela era esta que leía el famoso borracho Jack Taylor, creación de Ken Bruen, en este pasaje? Correcto: Paseo entre las tumbas

miércoles, 12 de noviembre de 2014

Plegarias

En las Iglesia católica, romana y anglicana, el primer día de noviembre es un día festivo durante el cual la Iglesia glorifica a Dios por todos sus santos, conocidos o desconocidos. La palabra “hallow” deriva de halloween medieval, derivada a su vez de halgian en inglés antiguo, y significa “hacer o poner aparte como sagrado; santificar; consagrar”. Tanto el Día de Hallow como la misa de Hallow son hoy nombres arcaicos de esta festividad; actualmente —salvo en las novelas— se le llama Día de todos Los Santos. Pero siempre se ha celebrado el primer día de noviembre, que en tiempos céltico coincidía con el primer día del invierno, un tiempo de fantasmas y brujas paganas, mascaradas y disfraces. Sin embargo, la vigilia y el ayuno que se producen al día siguiente son de origen indudablemente cristiano.
En vísperas del Día de todos Los Santos, una cristiana y una judía velaban en un corredor del Pabellón Ernest Atlas en la cuarta planta del Hospital Buenavista.
La cristiana era Teddy Carella.
La judía era Sarah Meyer.
El reloj de pared que había en el corredor señalaba las 11:47 de la noche.
Sarah Meyer tenía el pelo castaño, ojos azules y unos labios que su esposo siempre había considerado sensuales.
Teddy Carella tenía el pelo negro y los ojos marrones, y labios que no podían hablar, porque había nacido sordomuda.
Sarah no había visto el interior de una sinagoga desde hacía más años de lo que se atrevía a contar.
Teddy apenas conocía los alrededores de la iglesia de su vecindario.
Pero las dos mujeres rezaban en silencio, y ambas rezaban por el mismo hombre.
Sarah sabía que su esposo estaba fuera de peligro.
Era Steve Carella quien aún se encontraba en el quirófano.
Siguiendo un impulso, cogió la mano de Teddy y la apretó.
Ninguna de las dos mujeres dijo una sola palabra.


(Ed McBain, Trampas, Barcelona, Ediciones B, 1987, pág 164)

lunes, 10 de noviembre de 2014

Policías escritores

En la sala, las máquinas de escribir continuaron su parloteo.
—Muchachos, ¿estáis escribiendo libros o algo por el estilo? —preguntó Parker.
Ninguno de los dos le respondió.
—Uno de estos días voy a escribir un libro —aseguró Parker—. Muchos policías se dedican a escribir libros y ganan auténticas fortunas. Yo tengo muchas experiencias, podría escribir un libro sensacional.
Hawes alzó la vista un instante y luego se dedicó a rascarse la espalda. Estaba quemado por el sol y ligeramente despellejado. El lunes por la mañana había regresado de unas vacaciones de una semana en las Bermudas, pero aún tenía la piel del mismo color que el pelo. Era un hombre corpulento y pelirrojo, con un trazo blanco sobre la sien izquierda, donde había recibido un navajazo. Aún no le había dicho a Annie Robles que había pasado unas horas muy agradables con una chica a la que había conocido en la playa.
—Está ese tío de Los Ángeles, Wamburger, que fue policía —dijo Parker—, creo que en la División de Hollywood. Escribe esos famosos best-sellers, ¿no? Y también está ese otro tío, Kornitch, que también escribe de esas cosas y que fue poli en New York. Nadie que no haya sido policía puede escribir libros reales sobre la policía. Uno de estos días voy a escribir un jodido best-seller y después me iré al sur de Francia a vivir, en un velero. Y tendré un montón de chicas desnudas zambulléndose desde mi velero mientras yo no hago nada.
—Como ahora —dijo Brown.

(Ed McBain, Trampas, Barcelona, Ediciones B, 1987, pág 12)


martes, 4 de noviembre de 2014

Mientras Isola duerme

Trampas, Ed McBain

Ed McBain —que es uno de los varios seudónimos de Evan Hunter, nombre elegido legalmente para reemplazar el Salvatore Lombino de nacimiento—, es un autor de tal importancia para el género negro de la segunda mitad del siglo XX que no puede estar ausente en un blog como este. Como Leonard, como Block, como Westlake: todos hijos de los Padres Fundadores, han contribuido a moldear, alimentar y difundir el género tal como hoy lo conocemos (como todo el mundo, yo también tengo mis teorías acerca del aporte de cada una de estas “generaciones” de autores). Y como Ed McBain merece un lugar destacado, va este comentario de una de sus novelas, Trampas, para que se haga justicia.

Trampas es una novela de la llamada serie del Distrito 87 (o Precinto 87, según la traducción). Precisamente, es la número 40 de un total de 54 novelas ­—sí, sí: leyeron bien— dedicadas a la comisaría de la ficticia ciudad de Isola. Si bien McBain escribió muchas otras novelas, relatos y guiones de cine —entre ellos el de Pájaros, la de Hitchcock—, la serie del Distrito 87 es la que le dio fama. Por ella se lo considera el inventor del “procedural”, la novela negra de procedimiento policial, subgénero después visitado por muchos, entre ellos Wambaugh (*) o, más recientemente, Connelly.

Las tres historias de Trampas transcurren durante una noche de Halloween a mitad de los años ochenta. Un mago termina una actuación en una escuela y desaparece. Pero sólo por un rato: esa misma noche, partes de su cuerpo comienzan a aparecer por toda la ciudad. Hubiera sido bueno como truco, pero es más bien un asesinato con descuartizamiento. La congoja de la viuda y la desaparición del joven asistente del mago despiertan sospechas en Brown y Hawes. Por otra parte, una banda de niños aprovecha el tradicional “dulce o truco” para asaltar licorerías a lo largo de la ciudad. Mientras la violencia de los atracos aumenta, Carella y Meyer tardan en darse cuenta de que se trata de una banda de enanos. Por último, Eileen Burke —una de las pocas mujeres de la comisaría— trabaja encubierta en la peligrosa Canal Zone, para tenderle una trampa a un asesino serial de prostitutas.

Como las otras que he leído de esta serie —que fueron varias, pero no todas, lo que indica que se pueden leer de manera independiente­— Trampas también es una lectura entretenidísima. Son algo más de 200 páginas de pura acción, con los ingredientes típicos de la serie: varias tramas entrelazadas en un corto período de tiempo; la ciudad como protagonista —Isola es Manhattan, y hay nombres ficticios para los otros cuatro boroughs de la Gran Manzana—; el trabajo en equipo en la comisaría; la humanidad de estos policías “idealistas” —tal como él mismo los ha llamado—. Todos elementos que le dan a la historia una velocidad, un ritmo, un lenguaje propio de las series televisivas de los ochenta.

Hay dos elementos interesantes en este autor, para observar con mucha atención. El primero, la precisión en el “montaje” de las escenas en cada capítulo: cómo logra, eligiendo el momento exacto en el que “cortar”, que el lector siga saltando de una historia a la otra sin perder un gramo de interés. Bien cinematográfico. El segundo, los diálogos (¡cuándo no!), en especial aquellos en los que aparecen involucrados más de dos interlocutores: el oficio de McBain hace que todo lo que se dice, y quien lo dice, quede perfectamente claro para el lector. Pero no se detiene ahí. McBain parece ser un especialista en conversaciones simultáneas, paralelas y desconectadas entre sí. Como las que podrían escucharse en, pongamos, una oficina de detectives entrevistando a testigos o hablando por teléfono. Por sí solo, este “ruido ambiente” es una gran idea. Pero en manos de un maestro como el amigo Ed, resulta un golpe de realismo fenomenal que planta al lector en medio de la acción.

Mi humilde consejo es que no dejes pasar estas Trampas. Ya sea que busques entretenimiento, o que busques “trampas” para mejorar tu escritura, el creador de Steve Carella y sus colegas no te va a defraudar.

Traducción: Gerardo di Masso

6/14


(*): autor al que McBain admiraba, y al que homenajea en una escena de Trampas.

Seguí pinchando: además de ser buenas muestras de "procedimiento policial" son muy buenas novelas esta de Wambaugh o cualquiera de las de Harry Bosch, el personaje creado por Connelly. Date una vuelta y conocelas.