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domingo, 6 de abril de 2014

Una cabeza y un entierro digno

—¿Y qué vais a hacer con el cuerpo? —pregunto—. ¿Dónde os lo vais a llevar?
Los rusos se miran entre sí. Estallan en carcajadas. Los cuatro de la metralleta se parten la caja. Intercambian bromas en ruso. Solo el contable permanece serio.
—Eso es problema tuyo. —Me da dos bofetadas amistosas en la cara—. Nosotros no necesitamos cuerpo.
Igor se coloca en cuclillas sobre Marc y comienza el horror. De un machetazo le secciona el cuello hasta las cervicales. Intento reaccionar, pero siento un golpe en la sien. Beso la lona. El cañón en la nuca, la rodilla en la espalda. Me obliga a mirar, me obliga.
Igor. Un animal asilvestrado, mangas remangadas, montando el cuerpo de Marc como si fuera un jinete del Apocalipsis. El horror encarnado, el fondo del abismo. Levanta el brazo en el que sostiene el machete. Lo cristalizo así, con la diestra apuntando las estrellas, espada en ristre para amedrentar al enemigo. Entonces lo descarga con todas sus fuerzas. El acero se hunde en la carne y choca contra el hueso. Entonces se dedica a serrar. Primero secciona la carne de un lado a otro. La sangre surge tranquila y negra y densa. Cierro los ojos, pero el sonido permanece. Ruido líquido, algo que se agita. Grito, insulto, pataleo. Mis párpados se abren solos, de par en par. Igor agarra a Fonsi del pelo. Sin prisa, la tranquilidad de un relojero, el oficio de un matarife. Mi compañero queda con las vértebras como una sujeción con el tronco. El ruso clava el machete en tierra. Mueve la testa hacia un lado, y de un tirón seco, le parte el cuello. La cabeza gira sobre su eje, una peonza necrótica surgida de las vísceras del terror más puro y primigenio, y un instante después se desprende por sí sola.
—Nosotros llevarnos cabeza con bala adentro —explica Iván—. Dejamos cuerpo para entierro digno.

(Claudio Cerdán, Cien años de perdón, Barcelona, Versátil, 2013, pág. 245)


sábado, 5 de abril de 2014

La piscina

Algún arquitecto inteligente de los que tampoco abundan en Alicante ubicó la sala de autopsias cerca del depósito de cadáveres. Imagino que para que los especialistas obesos, o tal vez los resucitados, no tengan que caminar mucho.
—¿Quién era el fiambre? —pregunto.
—¿El crío? Un pobre desgraciado. Sus padres se mataron en un accidente de coche hará unos años. El seguro le pago una fortuna. Imagínate: veinte años, sin cargas personales, y con más dinero del que puedes gastar.
—El paraíso.
—Ayer estrelló la moto contra una farola. No tiene más familia, así que el Estado se hará cargo de su cuerpo. Al final terminará en una fosa común o en la piscina.
En una ocasión vi la piscina. Es un enorme sumidero de formol donde flotan cadáveres sin nombre en pos de avances científicos. Gente anónima que dona su cuerpo la medicina o mendigos que nadie reclama acaban convertidos en un número dentro de una lista escrita a mano. Momias chapoteando en una eterna juventud que los estudiantes sádicos van diseccionando clase a clase, bautizándolos con nombres ridículos, apodos cariñosos y hasta fotografiándose con ellos a modo de recuerdos de carrera. La piscina es una orgía de carne desnuda, cruda en su realidad, desangrada y recosida, el fin último de la vida donde todo se reduce a dejarse llevar por la corriente.

(Claudio Cerdán, Cien años de perdón, Barcelona, Versátil, 2013, pág. 134)


viernes, 4 de abril de 2014

Avenida de Elche, Alicante

El asfalto luce destrozado, las calas son el vivo reflejo de un estercolero, y en cada palmera acecha una puta dispuesta a succionarte el alma “por sólo veinte euros, mi vida, por diez más te dejo tocarme las tetas”. Desde Federico Mayo hasta Óscar Esplá surge el más variopinto self-service de la prostitución: universitarias tan mezcladas con heroinómanas que ya ni se distinguen las unas de las otras, subsaharianas sin clítoris pero con cicatrices tribales en el rostro, rumanas que solo saben decir tres palabras y ninguna de ellas es para dar las gracias, el Genaro convertido en la mimetización perfecta de la mujer, travelos ominosos, gordos y esperpénticos vestidos como musas de cabaret, diosas pervertidas del exceso, de lo barroco, de la vulgaridad extrema. Fauna de callejón nocturno, de parque infantil alfombrado de jeringuillas, náufragos que olvidaron hasta su verdadero nombre y que un día terminarán por fundirse con la suciedad de las aceras, desapareciendo para siempre de un mundo en el que nadie les echará en falta porque otro heredará su esquina, sus clientes y su olor. El ciclo darwiniano recomponiéndose de las ruinas de lo que algunos apresuran a llamar “vida” y otros denominamos “porquería”.

(Claudio Cerdán, Cien años de perdón, Barcelona, Versátil, 2013, pág. 14)


lunes, 31 de marzo de 2014

Cien años, mucho futuro

Cien años de perdón, Claudio Cerdán

Imagínense un policía que ya ha caído a lo más bajo que puede caer un policía. Requiere un esfuerzo, porque eso puede ser muuuy abajo: si hay un servidor público que tiene mil demonios quemándolo todo el tiempo (situación que per se no justifica nada, pero tal vez explique), ese es un policía. Una vez que lograron imaginarlo, poténcienlo diez veces y se estarán acercando a Antonio Ramos, el que interpreta y narra esta novela.

Ramos es un inspector de policía en la ciudad mediterránea de Alicante. Detrás del lado brillante de playa que muestran los operadores turísticos, hay una Alicante oscura y sucia, de yonquis y putas y mafias rusas. Ese es el terreno en que se hunde Ramos, a quien llaman Mierda de Perro, y a quien nadie respeta ya. Ni en el cuerpo de policía, donde apenas le queda la confianza de su colega Marc, ni en su propia casa, donde sufre el desprecio de su mujer y sus dos hijos. Todos esos años de humillación, viviendo de la extorsión y el chantaje, aplastaron a Ramos y lo prepararon para lo que es hoy: un hijo de puta harto, dispuesto ya a cualquier cosa.

Y su oportunidad llega con un par de casos muy extraños, en un mismo edificio. Un anciano muere en su casa, sentado en una silla, aferrado a una vieja escopeta, rodeado por cientos de bolsas de basura (síndrome de Diógenes que le dicen). Cuando una se rompe accidentalmente, brotan de ella billetes. Muchos billetes. Y son muchas bolsas. Demasiado para Ramos. Aunque en un primer momento no puede hacer nada: mientras interrogan a los vecinos del viejo descubren una escena macabra en otra vivienda. Un médico y su esposa masacrados a cuchillazos, la sirvienta torturada, el hijo ensangrentado y en shock.

Queda planteada una historia que, narrada en primera persona y en presente, nos cuenta diez días en la vida de Ramos que lo cambiarán para siempre. Diez días de locura, de codicia, de asesinatos, de cabezas cortadas y mafiosos rusos. Son los días que sobrevienen luego de que Ramos haya decidido vender su alma al diablo. Porque de eso se trata: del pacto por el que Ramos va a caer al fondo, arrastrando con él a su compañero Marc.

Cien años de perdón es una novela que atrapa. Con un ritmo muy bien manejado, con algunos personajes secundarios muy buenos (Jesús, los hermanos Organov), con diálogos de gran nivel, aunque muy dura y con momentos gore, la novela es eficaz: uno quiere seguir dando vuelta página tras página. Bajo el gran tema de la codicia que atormenta al propio Ramos, Cerdán combina con éxito la trama muy negra del robo, los rusos y los negocitos paralelos del policía (chantajes a figuras públicas con la ayuda de un periodista corrupto) con la trama detectivesca de la familia masacrada (compleja, y que involucra hasta una vieja clínica abortista).

El personaje de Ramos es muy sólido. La voz de su primera persona está bien lograda (*), pero me ha resultado un poco chocante el hecho de ser un policía tan duro, tan jodidamente duro en la calle, y que al mismo tiempo sea tan, pero tan basureado en su propia casa, por toda su familia. Aunque perfectamente se podría leer una actitud como consecuencia de la otra, a mí me hizo un poco de ruido tan abrupto contraste.

Pero más allá de detalles perfectibles, Cien años de perdón es una novela que merece ser leída (iba a poner “disfrutada”, pero es tan dura que no sé si es la palabra adecuada), y que nos deja frente a un autor joven, de apenas 32 años, que ya ha visto de cerca premios literarios prestigiosos, y que tiene un futuro enorme por delante (su nueva novela, Un mundo peor, sale en estos días por la misma editorial en España).


(*) Por las dudas, tal vez para que la voz de Ramos no se vuelva inverosímil con algunas de sus reflexiones profundas, en su primera entrevista con el psiquiatra, al comienzo del libro, Ramos revela que tiene estudios de Filología, “una curiosa carrera para un policía”. Y un truco lícito del autor (aunque me suena de otros personajes…)

2/14


Gancho marketinero/intrablog: si te interesa esta novela, tal vez te interese darte una vuelta por La balada de los miserables, de Aníbal Malvar, o por cualquier de las dos primeras de Carlos Zanón, Tarde, mal y nunca y No llames a casa.