Algún arquitecto inteligente de los que tampoco abundan en
Alicante ubicó la sala de autopsias cerca del depósito de cadáveres. Imagino que
para que los especialistas obesos, o tal vez los resucitados, no tengan que
caminar mucho.
—¿Quién era el fiambre? —pregunto.
—¿El crío? Un pobre desgraciado. Sus padres se mataron en
un accidente de coche hará unos años. El seguro le pago una fortuna. Imagínate:
veinte años, sin cargas personales, y con más dinero del que puedes gastar.
—El paraíso.
—Ayer estrelló la moto contra una farola. No tiene más
familia, así que el Estado se hará cargo de su cuerpo. Al final terminará en
una fosa común o en la piscina.
En una ocasión vi la piscina. Es un enorme sumidero de
formol donde flotan cadáveres sin nombre en pos de avances científicos. Gente
anónima que dona su cuerpo la medicina o mendigos que nadie reclama acaban
convertidos en un número dentro de una lista escrita a mano. Momias chapoteando
en una eterna juventud que los estudiantes sádicos van diseccionando clase a
clase, bautizándolos con nombres ridículos, apodos cariñosos y hasta fotografiándose
con ellos a modo de recuerdos de carrera. La piscina es una orgía de carne
desnuda, cruda en su realidad, desangrada y recosida, el fin último de la vida
donde todo se reduce a dejarse llevar por la corriente.
(Claudio Cerdán,
Cien años de perdón, Barcelona, Versátil,
2013, pág. 134)
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