sábado, 19 de abril de 2014

Autoestopistas

A lo largo de los últimos cuatro años, Carl había llegado a la conclusión de que no había nada como los autoestopistas, y últimamente las carreteras andaban repletas de ellos. Llamaba a Sandy «el cebo», y ella a él lo llamaba «el tirador», mientras que ambos llamaban a los autoestopistas «los modelos». Aquella misma noche, al norte de Hannibal, Missouri, habían engañado, torturado y matado a un joven recluta en una zona boscosa infestada de humedad y mosquitos. En cuanto lo habían cogido, el chaval les había dado amablemente barritas de chicle Juicy Fruit y se había ofrecido para conducir un rato si a la señora le hacía falta descansar.
—No llegará ese puñetero día —dijo Carl, y Sandy puso los ojos en blanco por el tono insidioso que a veces usaba su marido, como si creyera que él era una clase de escoria mejor que la que encontraban en los márgenes de la carretera. Siempre que se ponía así, a ella le venían ganas de parar el coche y decirle al pobre idiota que iba en el asiento de atrás que se escapara mientras todavía tenía la opción. Uno de aquellos días, solía prometerse a sí misma, iba a hacer exactamente eso: dar un buen frenazo y bajarle los humos al Señor Importante.


(Donald Ray Pollock, El diablo a todas horas, Barcelona, Libros del Silencio, 2012, pág 106)

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