A lo largo de los últimos cuatro años, Carl había llegado
a la conclusión de que no había nada como los autoestopistas, y últimamente las
carreteras andaban repletas de ellos. Llamaba a Sandy «el cebo», y ella a él lo
llamaba «el tirador», mientras que ambos llamaban a los autoestopistas «los
modelos». Aquella misma noche, al norte de Hannibal, Missouri, habían engañado,
torturado y matado a un joven recluta en una zona boscosa infestada de humedad
y mosquitos. En cuanto lo habían cogido, el chaval les había dado amablemente
barritas de chicle Juicy Fruit y se había ofrecido para conducir un rato si a la
señora le hacía falta descansar.
—No llegará ese puñetero día —dijo Carl, y Sandy puso los
ojos en blanco por el tono insidioso que a veces usaba su marido, como si
creyera que él era una clase de escoria mejor que la que encontraban en los
márgenes de la carretera. Siempre que se ponía así, a ella le venían ganas de
parar el coche y decirle al pobre idiota que iba en el asiento de atrás que se
escapara mientras todavía tenía la opción. Uno de aquellos días, solía
prometerse a sí misma, iba a hacer exactamente eso: dar un buen frenazo y bajarle
los humos al Señor Importante.
(Donald Ray
Pollock, El diablo a todas horas, Barcelona,
Libros del Silencio, 2012, pág 106)
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