El Cuquita alargó la mano y Silverio se la estrechó.
—Encantado, Cuquita.
—Mucho gusto… ¿Quiere usted tomar algo?
—¡Un sol y sombra, Cuquita, y no vayas a ser tacaño, eh! —exclamó
Calixto.
—¡No te he preguntado a ti, Calixto! —se dirigió a
Silverio—: ¿Le apetece algo, caballero?
—Nada, gracias.
—¿No quiere usted un cafelito?
—No, ya he tomado.
Desapareció tras una puerta tapada con una cortina.
Silverio lo siguió con la mirada. Luego se fijó en Toni, que parecía distraído
barajando las cartas. Llevaba veinte años sin tratarlo... Bueno, veinte no,
exactamente diecinueve. Durante todo ese tiempo lo había visto varias veces. En
la agencia de Draper y en el Burbujas hablando con su madre... Pero sólo habían
intercalado saludos distantes. Y se extraño, pensaba encontrarlo más viejo, más
acabado: un hombre que había pasado los cincuenta de sobra, todavía sin
engordar, ancho de hombros, vistiendo un traje antiguo y muy usado, pero
planchado y con apariencia de limpio. Y como siempre, sin corbata.
Silverio lo vio levantar la mirada de las cartas y fijarla
otra vez en él. Una mirada que no quería decir nada, o muchas cosas, según cómo
se interpretara. En todo caso, la mirada de un hombre tranquilo y seguro de sí
mismo. Un hombre que había visto bastantes cosas.
(Juan Madrid, Bares nocturnos, Barcelona, Edebé, 2009,
pág 109)
No hay comentarios:
Publicar un comentario