Al cabo de los cuantas noches Willard entró corriendo en
el dormitorio de Arvin y lo zarandeó hasta despertarlo.
—Vete al tronco ahora mismo —dijo. El chico se incorporó
hasta sentarse y miró a su alrededor, confuso. La luz del pasillo estaba
encendida. Oía a su madre jadear y tratar de respirar en la habitación del otro
lado del pasillo—. No dejes de rezar hasta que yo vaya a buscarte. Haz que Él
te oiga, ¿me entiendes? —Arvin se vistió a toda prisa y echó a correr por el
campo. Pensó en desearle la muerte, a su propia madre. Y apretó el paso.
A las tres de la mañana ya tenía la garganta ronca e
irritada. Su padre vino una vez, le vació un cubo de agua sobre la cabeza y le
imploró que no dejará de rezar. Pero aunque Arvin no paró de pedirle a gritos
al Señor que tuviera piedad, no sintió nada ni tampoco fue atendido. Algunos de
los vecinos de Knockemstiff cerraron las ventanas a pesar del calor. Otros
dejaron una luz encendida el resto de la noche y se sumaron a los rezos. La
hermana de Snook Haskins, Agnes, se sentó en una silla a escuchar aquella voz lastimera
y a pensar en los fantasmas de los maridos que había enterrado con la
imaginación. Arvin levantó la vista para mirar al perro muerto, sus ojos vacíos
que miraban a través del bosque a oscuras y la barriga hinchada y a punto de
reventar.
—¿Puedes oírme, Jack? —le dijo.
Justo antes del amanecer, Willard cubrió a su mujer muerta
con una sábana blanca y limpia y cruzó el campo, aturdido por el dolor y la
desesperación. Se acercó con sigilo a Arvin por detrás y pasó un par de minutos
escuchando las oraciones del chico, que ya apenas eran un susurro ronco. Bajó
la vista y se dio cuenta, asqueado, de que tenía su navaja abierta en la mano.
Negó con la cabeza y se la guardó.
—Vamos, Arvin —dijo, dirigiéndose con voz amable a su hijo
por primera vez en semanas—. Se acabó. Tu madre se ha ido.
A Charlotte la enterraron dos días más tarde en el pequeño
cementerio que había en las afueras del Bourneville.
(Donald Ray
Pollock, El diablo a todas horas, Barcelona,
Libros del Silencio, 2012, pág 80)
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