viernes, 18 de abril de 2014

Plegarias

Al cabo de los cuantas noches Willard entró corriendo en el dormitorio de Arvin y lo zarandeó hasta despertarlo.
—Vete al tronco ahora mismo —dijo. El chico se incorporó hasta sentarse y miró a su alrededor, confuso. La luz del pasillo estaba encendida. Oía a su madre jadear y tratar de respirar en la habitación del otro lado del pasillo—. No dejes de rezar hasta que yo vaya a buscarte. Haz que Él te oiga, ¿me entiendes? —Arvin se vistió a toda prisa y echó a correr por el campo. Pensó en desearle la muerte, a su propia madre. Y apretó el paso.
A las tres de la mañana ya tenía la garganta ronca e irritada. Su padre vino una vez, le vació un cubo de agua sobre la cabeza y le imploró que no dejará de rezar. Pero aunque Arvin no paró de pedirle a gritos al Señor que tuviera piedad, no sintió nada ni tampoco fue atendido. Algunos de los vecinos de Knockemstiff cerraron las ventanas a pesar del calor. Otros dejaron una luz encendida el resto de la noche y se sumaron a los rezos. La hermana de Snook Haskins, Agnes, se sentó en una silla a escuchar aquella voz lastimera y a pensar en los fantasmas de los maridos que había enterrado con la imaginación. Arvin levantó la vista para mirar al perro muerto, sus ojos vacíos que miraban a través del bosque a oscuras y la barriga hinchada y a punto de reventar.
—¿Puedes oírme, Jack? —le dijo.
Justo antes del amanecer, Willard cubrió a su mujer muerta con una sábana blanca y limpia y cruzó el campo, aturdido por el dolor y la desesperación. Se acercó con sigilo a Arvin por detrás y pasó un par de minutos escuchando las oraciones del chico, que ya apenas eran un susurro ronco. Bajó la vista y se dio cuenta, asqueado, de que tenía su navaja abierta en la mano. Negó con la cabeza y se la guardó.
—Vamos, Arvin —dijo, dirigiéndose con voz amable a su hijo por primera vez en semanas—. Se acabó. Tu madre se ha ido.
A Charlotte la enterraron dos días más tarde en el pequeño cementerio que había en las afueras del Bourneville.


(Donald Ray Pollock, El diablo a todas horas, Barcelona, Libros del Silencio, 2012, pág 80)

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