Decidió ponerse hablar, que era lo que mejor hacía. Le
dijo que había oído casos como el suyo, en que una persona estaba tan confusa y
asqueada por algo que había hecho, por algún pecado terrible que había
cometido, que empezaba imaginarse cosas. Caramba, había leído historias de
gente, gente normal y corriente, alguna prácticamente analfabeta, que estaba
convencida de que era el presidente o el papa o alguna estrella famosa de cine.
Aquella clase de gente, le avisó Teagardin con voz triste, solía terminar en el
manicomio, violada por los conserjes y forzada a comerse sus propios excrementos.
Lenora ya había dejado de sollozar. Se secó las lágrimas
con la manga del vestido.
—No entiendo de qué me habla —le dijo—. Estoy embarazada
de usted.
El levantó las manos y soltó un suspiro.
—Eso forma parte del problema, dice el libro: la confusión.
Pero piensa en ello. ¿Cómo podría ser yo el padre? Yo jamás te he tocado, ni
una vez. Mírate. Tengo una esposa en casa que es cien veces más guapa que tú y
que está dispuesta hacer todo lo que le pida, y me reafirmo en lo de todo.
Ella levantó la vista con expresión perpleja.
—¿Me está usted diciendo que no se acuerda de todas las
cosas que hemos hecho en su coche?
—Te estoy diciendo que debes de estar loca para entrar en
la casa del Señor y decir estas inmundicias. ¿Te piensas que alguien va a
crearte a ti en vez de a mí? Soy un predicador. —Joder pensó, plantado allí y
mirando a aquel adefesio lloroso de nariz roja, ¿por qué no se había esperado
hasta que llegara la chica de los Reaster? Pamela había resultado tener el
mejor polvo que había echado desde su primera época con Cynthia.
—Pero usted es el padre —dijo Lenora con voz suave y
aturdida—. No ha habido nadie más.
Teagardin volvió a mirarse el reloj de pulsera. Se tenía
que liberar rápidamente de aquella moza o bien iba a echarle a perder la tarde entera.
—El consejo que te doy, chica —dijo, pasando a un tono
bajo y amenazador—, es que encuentres una manera de sacarte eso de dentro, es
decir, si es cierto que estás preñada como dices. Si te lo quedas, no será más
que un pequeño bastardo hijo de una puta. Aunque sea solamente por el bien de
esa pobre vieja que te ha criado y que te trae todos los domingos a la iglesia.
La vas a matar de la vergüenza. Y ahora sal de aquí antes de que causes más
problemas.
Lenora no dijo una palabra más. Miró la cruz de madera que
colgaba de la pared de detrás del altar y se puso en pie.
(Donald Ray
Pollock, El diablo a todas horas, Barcelona,
Libros del Silencio, 2012, pág 262)
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