—¿Y qué vais a hacer con el cuerpo? —pregunto—. ¿Dónde os
lo vais a llevar?
Los rusos se miran entre sí. Estallan en carcajadas. Los
cuatro de la metralleta se parten la caja. Intercambian bromas en ruso. Solo el
contable permanece serio.
—Eso es problema tuyo. —Me da dos bofetadas amistosas en
la cara—. Nosotros no necesitamos cuerpo.
Igor se coloca en cuclillas sobre Marc y comienza el
horror. De un machetazo le secciona el cuello hasta las cervicales. Intento
reaccionar, pero siento un golpe en la sien. Beso la lona. El cañón en la nuca,
la rodilla en la espalda. Me obliga a mirar, me obliga.
Igor. Un animal asilvestrado, mangas remangadas, montando
el cuerpo de Marc como si fuera un jinete del Apocalipsis. El horror encarnado,
el fondo del abismo. Levanta el brazo en el que sostiene el machete. Lo
cristalizo así, con la diestra apuntando las estrellas, espada en ristre para
amedrentar al enemigo. Entonces lo descarga con todas sus fuerzas. El acero se
hunde en la carne y choca contra el hueso. Entonces se dedica a serrar. Primero
secciona la carne de un lado a otro. La sangre surge tranquila y negra y densa.
Cierro los ojos, pero el sonido permanece. Ruido líquido, algo que se agita.
Grito, insulto, pataleo. Mis párpados se abren solos, de par en par. Igor agarra
a Fonsi del pelo. Sin prisa, la tranquilidad de un relojero, el oficio de un
matarife. Mi compañero queda con las vértebras como una sujeción con el tronco.
El ruso clava el machete en tierra. Mueve la testa hacia un lado, y de un tirón
seco, le parte el cuello. La cabeza gira sobre su eje, una peonza necrótica
surgida de las vísceras del terror más puro y primigenio, y un instante después
se desprende por sí sola.
—Nosotros llevarnos cabeza con bala adentro —explica Iván—.
Dejamos cuerpo para entierro digno.
(Claudio Cerdán,
Cien años de perdón, Barcelona,
Versátil, 2013, pág. 245)
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