Bodecker enfocó la linterna hacia arriba. A su alrededor
los animales colgaban en diversas fases de descomposición, algunos de las ramas
y otros de las cruces altas de madera. Clavado en la parte alta de una de las cruces
había un perro muerto con un collar de cuero, como si fuera una especie de Cristo
repulsivo. Al pie de otra cruz había una cabeza de ciervo. Bodecker manoseó su
pistola.
—Me cago en la puta, chaval, ¿qué coño es esto? —dijo,
apuntando con la linterna hacia Arvin en el mismo momento en que al chico le
caí en el hombro un gusano blanco retorciéndose. Se lo sacudió de encima con
gesto tan despreocupado como quien se quita una hoja o una semilla. Bodecker se
puso a mover su revólver en todas direcciones mientras empezaba a retroceder.
—Es un tronco para rezar —dijo Arvin, con la voz reducida a
un susurro.
—¿Qué? ¿Un tronco para rezar?
Arvin asintió con la cabeza, mirando fijamente el cadáver
de su padre.
—Pero no funciona —añadió.
(Donald Ray
Pollock, El diablo a todas horas, Barcelona,
Libros del Silencio, 2012, pág 101)
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