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sábado, 15 de febrero de 2014

Mondongo y cabeza

Machito tenía tantas cicatrices y fracturas en su cuerpo como meses de prisión había cumplido.
La noche que mataron a Cundo, Machito debía estar en la prisión cumpliendo el tercer mes de su cuarta condena, esta por robo con fuerza.
Se había metido robar, dicen que con Kiko Empanada, nada menos que en casa de la Nena, la de vigilancia del Comité.
Forzaron la puerta del pasillo quedaba la calle y le llevaron un puerco y doscientas libras.
La Nena tenía su puerco en un “búnker”. Era un corral hecho con piezas prefabricadas de hormigón armado, protegido por arriba con una reja de cabillas de una pulgada de diámetro, bien cerrada esta con un par de candados americanos que le daban a la dueña toda la garantía para dormir a pierna suelta. Como si todo eso fuera poco, también estaba Hassán; un perro guardián que si bien no era famoso en El Barrio por sus mordidas, sí lo era por su capacidad estar ladrando durante horas sin descanso.
El problema de Hassán lo resolvieron fácilmente con un bistec adobado con limón, ajo y varias píldoras de Diazepán.
La puerta del pasillo no resistió el empuje de una “pata de cabra”.
Todo ocurrió en el más absoluto silencio, una noche en que la Nena hacia su guardia del Comité velando la dulcería: “objetivo económico fundamental”.
Otro paquete de Diazepán disuelto en agua con miel de purga resultó un delicioso refresco para el puerco que enseguida se puso dormir.
Como no había manera de picar aquella reja que no fuera con una antorcha de oxígeno y acetileno, Machito se estrenó de cirujano: metiendo el cuchillo entre los barrotes descuartizó el animal de manera que dejaron adentro del corral nada más que el mondongo y la enorme cabeza.
Por la mañana cuando la Nena fue darle de comer a su puerco encontró la escena.
Aunque la cría de cerdos en la zona urbana está prohibida y además de una multa puede costar el decomiso, la Nena hizo la acusación diciendo que era un puerco que su hermano había traído del campo esa misma noche para llevarlo al veterinario el día siguiente.
¡Y quién duda de la honestidad de la Nena en El Barrio!
Pero nadie hubiera podido probar la culpabilidad de Machito si no se hubiera puesto, como se puso, a vender la carne del puerco robado en la principal esquina del Barrio.

(Lorenzo Lunar, Que en vez de infierno encuentres gloria, Buenos Aires, Punto de Encuentro, 2013, pág. 100)


viernes, 14 de febrero de 2014

El Club de los Tarruces

Los sepultureros tiraron la última palada de tierra y luego, golpeando con las palas, le dieron forma definitiva a la tumba.
El Rey del Brillo puso la corona de flores en el centro del bulto de tierra.
Todo el Club de los Tarruces se sentó en el suelo, alrededor de la sepultura.
Bola de Queso sacó una botella y la puse en el centro del grupo, el Moro la descorchó y dejó caer un chorrito en el piso, “para los santos”, dijo.
Yo fui a sentarme junto a ellos.
También estaba el Puchy.
La botella comenzó su ronda. Cuando llegó a mis manos bebí un trago y se la entregué a Pedrusco que bebió hasta el fondo.
La segunda botella apareció para la segunda ronda.
Y la tercera…
Bola de Queso comenzó filosofar sobre la muerte: “La vida es pinga y del polvo venimos para regresar al polvo”, dijo.
El Moro tragó un buche grande y recitó solemnemente: “La vida es un instante del Universo”.
Y el General argumentó: “Por eso hay que singar, beber y guarachar todo lo que uno pueda antes de que te llegue la pelona”.
El Rey del Brillo empezó a tararear un bolerón. No lo hacía mal aunque nunca en la vida había sido cantante.
—Su canción —pidió el Moro secándose los mocos con la solapa de la camisa.
El Rey del Brillo bebió otro trago para limpiar la garganta y luego entonar sólo la primera estrofa: Sabes mejor que nadie/ que me engañaste
Y uno a uno todos nos fuimos durmiendo el coro.
Y no faltó una lágrima de macho de cada uno de los que allí estábamos para desearle el viejo que allá en el otro mundo/ en vez de infierno/ encuentres gloria/ y que una nube de tu memoria/ me borre a mí.

(Lorenzo Lunar, Que en vez de infierno encuentres gloria, Buenos Aires, Punto de Encuentro, 2013, pág. 72)


lunes, 10 de febrero de 2014

Que yo me fui de mi barrio…

Que en vez de infierno encuentres gloria, Lorenzo Lunar

Alguien dijo una vez
que yo me fui de mi barrio,
¿cuándo? …pero ¿ cuándo?
¡Si siempre estoy llegando!
(“Nocturno de mi barrio”, Aníbal Troilo)

Segundo título del lanzamiento inicial de cuatro con que hizo su aparición la Colección Código Negro, Que en vez de infierno encuentres gloria, del cubano Lorenzo Lunar es una publicación especialmente bienvenida. Ganadora de importantes premios del género en España en 2003, es un rescate valioso, más en estas costas, en las que nunca fue editada (y creo que el autor, tampoco).

Leo Martín es el protagonista de esta historia de bajos fondos. Leo es policía, Jefe de Sector, en El Barrio. Lo han designado hace poco en ese puesto, pero él no ha recibido el ascenso con gran alegría. ¿Por qué? Bueno, porque ese es el lugar en el que él nació. O sea, Leo conoce absolutamente todo lo que pasa en El Barrio. Y esa abundancia de información, sueño húmedo de cualquier policía, significa para Leo poner en juego demasiadas lealtades. Muchas historias compartidas, amistades de años, crecidas en El Barrio. Leo sabe que trabajar en su propio lugar va a ser difícil, y tendrá que ir con cuidado. Porque amigos son los amigos, aún cuando a veces se paren del otro lado de la fina línea de la ley.

La historia gira alrededor del crimen del viejo Cundo, asesinado en su propia casa. Cundo es un borracho perdido. En la pieza en la que dormía se jugaba dominó por plata, y también a veces atendía Rosa María, una joven prostituta que heredó el oficio de su madre, Blanquita, quien con menos de cuarenta ya está retirada, desvariando por los estragos del calambuco. Leo tiene un compromiso afectivo con todos estos personajes. Al viejo Cundo lo quería mucho, lo conoce de toda la vida. A Blanquita, ni decirlo: con ella debutó sexualmente —como todos sus amigos—, allá en su adolescencia. Son demasiado cercanos: Leo se jura a sí mismo que va a encontrar al asesino. En el interín, deberá soportar las presiones de su jefe, César, que acusa a Pepe la Vaca, un amigo de Leo que ha desaparecido misteriosamente.

Como pasa en las mejores novelas negras, aquí también la investigación —que Leo fatiga a la vieja usanza, es decir, caminando, preguntando, negociando— es apenas una excusa, porque lo más importante que tiene para contarnos este libro pasa por otro lado, algo que posiblemente tenga que ver con aquello de “pinta tu aldea”. Pintura que se hace interesante por partida doble: por “el pintor” —reconocido cultor del género negro— y por “la aldea” —Santa Clara, y en ella toda Cuba, país caliente si los hay.

Con una prosa eficaz, económica pero cálida, que se disfruta, Lorenzo Lunar nos presenta la geografía de ese Barrio que, al decir de Leo, “le ronca los cojones”. Una geografía que es física —con sus calles musicales, sus casas decrépitas, sus autos agonizantes—, de subsistencia —viviendo del chiquitaje, del tráfico barrial de licores ilegales, de carnes ilegales, en calles en las que hasta el improbable frío cubano te puede matar—, y que desemboca, en suma, en una geografía humana de extraordinarios personajes secundarios, con nombres y apodos alucinantes. La prosa musical y el riquísimo —y explicado por el editor— argot caribeño de la isla potencian este costado costumbrista, haciendo de él un punto seductor de la novela.

El personaje es otro punto fuerte. Leo Martín es un tipo leal, con códigos. Fiel a sus raíces, Leo tiene una mirada “de buena leche” a la realidad nada fácil que le toca vivir a él y a los suyos en su querida Santa Clara. Y uno adivina que lo que hace, lo que investiga, esa búsqueda, la hace más por sus amigos que por su (circunstancial) rol de policía.

Con esta buena trama de perdedores, de miseria, de pequeños delincuentes que negocian su huida de la isla, de funcionarios corruptos que trafican, Lunar tiene el mérito adicional de mantenerse a salvo de cualquier proclama ideológica. Afortunadamente, Lunar se limita a su función: contar una historia. Con honestidad, interesante y bien escrita. No trata de contarnos ni lo maravilloso ni lo penoso que resulta vivir en la isla de la Revolución. Tal vez porque, sabio, no elige escribirnos desde Cuba o Santa Clara, sino desde el Barrio.

Un Barrio del que tal vez Leo Martín nunca pueda irse.

Porque, como sabemos desde Pichuco, al Barrio siempre, siempre se está llegando.


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