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lunes, 11 de agosto de 2014

Tracción a bourbon

Cuchillada en la oscuridad, Lawrence Block

Siempre se dice que en la novela negra la trama no suele ser lo más importante. Que, a menudo, lo que la novela negra tiene para decir lo dice por afuera de una trama. Esto no es tan cierto en aquellas obras más cercanas al whodunit o al “quién-lo-hizo”, donde sí, el entramado de sucesos importa en la explicación del enigma. Sin embargo, en las novelas de Lawrence Block que protagoniza Matthew Scudder, sólidas historias negras-con-enigma, la trama y casi cualquier otra cosa son arrasadas por un vendaval poderoso: el propio personaje de Matt Scudder.

El recuerdo que te quedará, lector, luego de leer cualquier novela de esta serie tiene un nombre: Matthew Scudder.

Scudder es un expolicía de Nueva York. Abandonó el cuerpo luego de participar de un tiroteo en el que una bala perdida mató a una niña. También abandonó a su familia y se acercó al bourbon. Se alojó en un hotel en Midtown Manhattan, y empezó a trabajar como detective sin licencia. “Hago favores a amigos, y en compensación me dan dinero” es su forma de definirlo. Y mientras los hace patea los bares, tironeando con el alcohol, metiéndose en las iglesias siempre a pensar, nunca a rezar. Este hombre reflexivo y tozudo y honesto y sediento de justicia tiene un solo motor: la culpa. Culpa por Estrellita Rivera, la niña aquella de la bala perdida.

En Cuchillada en la oscuridad Scudder debe aclarar un asesinato sucedido nueve años antes. En aquel entonces, al “asesino del piolet” había aterrorizado con sus crímenes a todo Brooklyn. El tipo, recientemente detenido, confiesa todos los crímenes que se le habían atribuido, menos uno. El de Barbara Ettinger. Y es el padre de Barbara el que viene a ver a Matt con la pregunta: si no fue él, ¿quién mató a mi hija?

Recorriendo medio Nueva York —cuyas calles son esencial parte de cualquier historia de Scudder—, gastando monedas en los teléfonos públicos, deslizando algún que otro billete entre sus viejos colegas, Matt encontrará la explicación que finalmente dará la paz al señor Ettinger y al alma de su hija. Pero no es eso lo que importa.

Lo que importa es Matthew Scudder.

Durante esta investigación él conoce a Janice. Se caen bien, y en poco tiempo terminan durmiendo juntos. No es que empiecen una relación ni nada, pero los une un vínculo muy poderoso: el alcohol. Y es ella, Janice, quien al final de la novela pondrá por primera vez —al menos por lo que recuerdo— a Scudder frente a su realidad de alcohólico. Desde luego, Matthew se escapa, se niega, pero ya no será el mismo.

Por desgracia, las novelas de Scudder no han recibido, desde lo editorial, ni por asomo la consideración que se merecen. Se las ha traducido y publicado sin ningún criterio lógico, y los lectores tenemos que rastrearlas “como una cerda ciega” y leerlas en cualquier orden. Por eso, tal vez te pase como a mí, que primero leí a un Scudder yendo a reuniones de Alcohólicos Anónimos, y saliendo con Elaine, y recién ahora a este que, aun perdiendo la batalla con el bourbon, todavía cree que “puede parar cuando quiera”. Parece que RBA ahora está reeditando varias de las historias, no sé si todas, no sé si en orden. En todo caso, eso es algo que pasa lejos, en España…

Lawrence Block es uno de esos autores en los que se encuentran la escritura precisa, con la sequedad justa, los diálogos perfectos, el personaje sólido, la trama que engancha. Que además ha escrito una pila de libros (a la serie de Scudder se suman la del ladrón Rhodenbarr y la del asesino Keller y la de Evan Tanner, y unos cuantos libros sobre escritura), lo que lo convierte en un mainstream de calidad como sólo suele darnos la literatura norteamericana. Un best seller a la altura de un Donald Westlake, por nombrar a otro autor de su generación, que los lectores del género en castellano no tenemos la suerte de disfrutar como deberíamos.

Que te quede claro: te va a ser difícil leer toda la serie de Scudder, diseminada en distintas colecciones a lo largo de décadas, pero creeme que cualquier esfuerzo que debas hacer será poco, y se verá recompensado con la lectura de un autor extraordinario y un personaje que no se olvida.

Traducción: Jane Mary Hayes

5/14


Seguí pinchando: no hay en el blog comentarios de otras novelas de Block. Ni de la serie de Scudder, ni de la de Keller ni de la de Rhodenbarr: imperdonable. Por eso, hoy te invito a que sigas pinchando por más info del personaje y el autor en los excelentes blogs amigos de Alice Silver, Mis detectives favoritos, o en el de Aramys, Viaje alrededor de una mesa, que saben mucho, pero mucho.

miércoles, 11 de junio de 2014

Último tango en Buenos Aires

Noches sin lunas ni soles, Rubén Tizziani

Cairo es un ladrón que está preso. Lo cazó el comisario Maidana. En un juzgado Páez y su gente ejecutan perfectamente un plan para liberarlo. Hacen este trabajo por pedido de Cairo, que necesita salir para ver a Natale, amigo y cómplice que agoniza en Paraguay. Quiere llevarle su parte de un botín escondido, de un golpe que dieron juntos tiempo atrás. Claro que Páez no se contentará con cobrar por su trabajo, sino que planea mejicanearle a Cairo ese botín completo. Lo primero que hace, entonces, es esconderlo en una casa de Capital. Su propio bulín. En el que está Ana. Joven, bella, triste, Ana fuma en camisón y Cairo, muy a su pesar, no puede sacarle los ojos de encima. Y es este encuentro el que va a lanzar a rodar la historia, porque esa misma noche Cairo se escapa de la casa, y Ana se va con él.

Doblemente perseguidos —por el temible Maidana y por Páez— Cairo y Ana se esconderán juntos durante el par de días que concentra la acción. Es el tiempo que Cairo necesita para organizar su huida: conseguir documentos, visitar a los padres de Natale, buscar la plata. El tiempo corre, sus perseguidores van cerrando el cerco y Ana, quiebre impensado en la vida delictiva de Cairo, no logrará torcerle el brazo al destino que lo espera en el terraplén de las vías del San Martín, en Palermo Viejo.

Lo que al principio es para Cairo un escape más, como tantos en su larga trayectoria de ladrón —de la policía, de otras bandas— se transforma radicalmente cuando aparece Ana. Y cuando acepta llevarla con él. Porque con ella al lado Cairo debe admitirse a sí mismo que esta es la última oportunidad de huir de su destino. Un destino en el que tratan de hundirlo tipos como Maidana y Páez, en el fondo tan prisioneros como él.

Novela negra pura y dura, tensa y veloz, Noches sin lunas ni soles es también una historia de códigos y de amistad, y a la que la posibilidad lejana del amor le instala esa tristeza tanguera tan propia de la literatura de Tizziani. Esa visión trágica, y el lunfardo arcaico que clava la historia en época y ambiente, esbozan un puente con ese género musical que, pensándolo bien —alguien en esta o la otra orilla del Río de la Plata debería hacerlo alguna vez— tiene su profundo costado negro y criminal.

Es cierto que hay obras que uno lee, como se dice en el fútbol, “con la camiseta puesta”. Por afinidades de diversos tipos, las novelas de Tizziani funcionan de esa manera para mí. Por su lenguaje, que lo escuchaba a mis mayores; por las películas que se filmaron con sus historias y que vi en mi adolescencia (*); por retratar una época que, debido a mi edad, no podía comprender pero, según supe más tarde, sí pude respirar. Por todo esto que (me) provoca me animo a decir que Tizziani es mejor narrador que escritor. Aún con sus imperfecciones —algunos problemas de punto de vista, algunos repeticiones—, que me gusta atribuir a una imaginaria “prepotencia de trabajo”, construye personajes y climas que no se olvidan. Cairo, delincuente de oficio y con códigos, cuya potencia como personaje comienza desde su mismo nombre, es uno de ellos. La efímera relación que encara con Ana, aún sabiendo que transita sus días finales, habla mucho de él. Y a la vez es un buen ejemplo del oficio de Tizziani, que hace jugar la tensión erótica a favor del suspenso de la historia (más allá de la trama, no perderse los capítulos 13 y 14, en los que los amantes se cuentan sus vidas mientras fuman en la cama, y alcanzan un clímax sexual de antología).

Sin dudas, Rubén Tizziani ocupa un lugar destacado en nuestra literatura de género negro. O debería ocuparlo. El rescate que de parte de su obra hace la colección Código Negro es muy valioso y de alguna manera hace justicia con un autor que merece la mayor difusión que pueda dársele.

4/14

(*): la película de José Martínez Suárez, de 1984, tuvo, además de persecuciones automovilísticas inéditas en nuestro cine, grandes interpretaciones de Alberto de Mendoza, Arturo Maly, Lautaro Murúa y Luisina Brando, cuya morocha sensualidad se grabó para siempre en mi memoria. Y ahí seguirá, por más que ahora sé que la Ana de la novela es rubia. Misterios del casting.


Seguí pinchando: Rubén Tizziani tiene otra novela policial publicada y llevada al cine. Por supuesto, la reseña en su blog amigo, pinchando aquí. Pero eso no es todo. Si te interesó esta obra de Tizziani, tal vez debería pasar a ver lo que hay de Juan Damonte. Pero lo que es seguro es que no deberías perderte nada de lo que escribe Guillermo Orsi, un propagador incansable y gran admirador de la obra del santafesino creador de Cairo. No sólo por el valor en sí mismo de la obra de Orsi, sino para apreciar en directo la reconocible influencia de un autor en el otro. Código Negro ha publicado a Damonte y hará lo mismo con Guillermo Orsi.

viernes, 30 de mayo de 2014

El barrio de las máquinas parlantes

Mátalos suavemente, George V. Higgins

Otra de las pocas (demasiado pocas) novelas de Higgins traducida al español, Mátalos suavemente tal vez les suene por la película que se estrenó el año pasado. No tuve oportunidad de verla aún. Y ahora me encuentro en una encrucijada. Es que soy de la idea de que los libros son mejores que las películas. Y en este caso apostaría a que no se rompe la regla de oro: la película tendría que ser una obra maestra para superar a esta novela. De modo que, con semejante prejuicio, ¿debo verla? Ya lo resolveré más adelante. Por ahora, déjenme intentar contarles por qué no deberían perderse este libro.

La trama es lo de menos. En Boston, ciudad en la que Higgins vivió y trabajó como abogado y en la que ambienta todas sus novelas, dos perdedores salen de la cárcel y, contratados por otro como ellos, organizan el robo a una timba. El que lidera esa timba, un tal Markie, ya se había “auto robado” un par de años atrás. Y con éxito. Para los tres ladrones este es el pilar más sólido del plan: todas las miradas apuntarán a Markie, ¿o no? No. Por la misma razón por la que un rayo no cae dos veces en el mismo lugar, nadie cree que Markie lo haya vuelto a hacer. De modo que los dueños del garito contratan a Jackie Cogan, un asesino a sueldo que trabaja con el viejo Dillon, para que averigüe quiénes dieron el golpe.

Como en Los amigos de Eddie Coyle, aquí también Higgins monta su novela sobre los diálogos de los personajes. Diálogos que a veces son un cruce veloz, un repiqueteo de preguntas y respuestas y monosílabos exactos, y otras veces son un intercambio de largos monólogos entre esas máquinas parlantes que son siempre los “personajes Higgins”. Esto es lo más maravilloso que tiene esta novela, y créanme que es muy maravilloso. Tan maravilloso y mágico es lo que logra Higgins con los diálogos —pintar, construir, insuflar vida a sus personajes— que ya no sé si es recomendable “estudiarlo”, “buscarle el truco”: por momentos pienso que no vale la pena. Que Higgins es el mago del estilo directo, del indirecto, del indirecto libre, de todo: es el puto amo del diálogo. Y como tal, posee alguna especie de secreto indescifrable para el resto de los mortales. Así que tal vez lo mejor sea despojarse de cualquier pretensión de escritor y leer como lectores: entregarse al goce de una lectura que vuela y que suena. Que sean o no las voces reales del bajo fondo, poco importa, como poco importaba en Los amigos… No es un valor documental lo que uno debe buscar en un libro como este. Al menos lo que yo busco es que me divierta. Y en ese sentido, estoy más que satisfecho.

De todas formas, mientras leo, hay una pregunta que me resulta difícil evitar. ¿Cómo sería el funcionamiento de la cabeza de Higgins? Voces y voces y voces rebotando, y un autor desesperado por grabarlas en el papel con urgencia, con desesperación, intentando que no se le escapen de la cabeza, en medio del ruido de los teclazos de una máquina de escribir siempre lenta. Sin detenerse a describir nada, sólo bajar las voces a papel, ahí, en tiempo real.

De modo que los amantes de los diálogos y las escenas vivas, vengan a Higgins a respirar aire fresco. Es un antes y un después. Ahora, si sos otro tipo de lector, si te gustan las largas y detalladas descripciones, si apreciás y disfrutás con las tramas precisas, redondas, con los finales sorpresivos que te dejen con la mandíbula caída, no parece que Higgins vaya a ser tu autor preferido. Pero justamente por esa razón, tal vez te convenga leerlo. Mejor dicho, tal vez sea absolutamente necesario que lo leas.

Y sí, ya lo he decidido: voy a ver la película.

Traducción (excelente, pero españolísima): Magdalena Palmer

4/14


Seguí pinchando: si tenés interés en Higgins, acá en el blog hay más de él. ¿Qué te interesan otros autores con su estilo? Y bueno, el gran maestro de los maestros, Elmore Leonard, confeso admirador del abogado de Boston.

lunes, 24 de febrero de 2014

Gracias por el pulp

La luna de los asesinos, Donald Westlake

Hubo una época en que los libros venían en papel rústico de verdad, papel pulp, porque debían ser baratos. Una época en la que salían cientos de esos libros por semana, porque eran un entretenimiento tan bueno como cualquier otro, pero más accesible. Esos autores sacaban tres o cuatro novelas por año, porque ese era el ritmo que les permitía parar la olla. Una época de mil seudónimos, de tracción a sangre, papel carbónico y letras de fundición. Donald Westlake (1933-2008), con sus más de cien libros, es de esa época. Entonces no parecía una buena idea emular a los clásicos, ahondar en los grandes dilemas morales de la condición humana, pulir el estilo, aspirar al mármol. No: había que escribir, entregar, vender, cobrar. Comer. Era una escritura industrial. Pop. Para entretener. De personajes muy duros, ajenos a toda corrección política. Habrá pilas de autores de esa época hundidos en el olvido. Pero hay otros que, a fuerza de teclear y teclear, páginas y páginas, brillan con luz propia en ese universo. Westlake es uno de ellos. ¿Qué esperamos para llamarlo Clásico, así, con C mayúscula? ¡Es el tipo que inventó a Parker, alguien debería inaugurar un Hall of Fame para él solo!

La luna de los asesinos es la decimosexta novela de Parker (*). Publicada en 1974, doce años después de la inicial, A quemarropa, es la que cierra la primera etapa de ese personaje (volvería a salir una recién en 1997, por lo que durante mucho tiempo fue la “última” de la serie). La trama tiene ciertos puntos de contacto con aquella. Aquí también Parker vuelve a buscar algo que es suyo. Esta vez es a Tyler, una ciudad de Mississippi. Allí tuvo que dejar, hace unos años, un botín escondido en un parque de diversiones. Con su socio, el actor y ladrón Alan Grofield, Parker confirma que la plata ya no está donde la habían dejado. Entonces comienza a apretar a Lozini, el jefe mafioso de la ciudad. Como suele pasar, Parker y Grofield no llegan en buen momento: en unos días hay elecciones en Tyler, al capo Al Lozini le están serruchando el piso sus laderos, sus policías contratados. Y encima le cae Parker, que lo único que quiere es llevarse de vuelta sus 73.000 dólares. Cuando Grofield es herido, y tomado como rehén, digamos que se pudre todo: Parker convoca a una docena de delincuentes de todo el país con los que ya ha trabajado antes. Parker será el cerebro de una operación conjunta memorable para liberar a Grofield y arrasar con la organización, desatando una batalla sangrienta, apocalíptica.

Con casi el doble de extensión que las habituales historias de Parker, La luna de los asesinos es un Parker con todas las letras. Su estilo, su violencia extrema, los diálogos cortados a cuchillo, la acción: todos los ingredientes de la fórmula que ha llevado a Westlake al lugar de clásico que se merece están presentes en esta novela. Que, por ser “la última”, tiene algún aroma de coda, con esa convocatoria final de Parker a todos sus colegas. ¿Colegas o amigos?

Se ha dicho que Parker no tiene amigos. Que no tiene sentido moral, y que actúa y piensa —inteligencia extraordinaria— sólo de acuerdo a sus propios intereses, siempre. Lo que es real. Pero en esta novela, en cierto pasaje, Parker tiene un diálogo que ha planteado, en su momento, una controversia entre los “especialistas” en el personaje de Westlake. Que Parker no dice esas cosas, que no piensa así, que es incoherente. Desde luego, además de que Westlake resuelve con maestría esa aparente contradicción, la explicación es simple: Parker terminó siendo un personaje bastante más complejo —el propio Westlake decía de él que era “un artista, y sus trabajos son sus lienzos”— que aquel despiadado asesino que apareció en A quemarropa.

Cuando pienso en la influencia de Westlake y Parker en la ficción actual de este género vuelve a venirme a la mente el Jack Reacher de Child: una especie de Parker “legal”. Pero, hablando de influencias, bastante se ha hablado de las que Westlake ha ejercido sobre autores como Elmore Leonard (aunque, pensándolo bien y en persepectiva temporal, es más lógico hablar de ida y vuelta, de influencias mutuas en dos carreras paralelas). El humor debe ser una de ellas, y es algo que se percibe claramente en esta novela y que la diferencia de aquella primera de la serie.

Cuando uno lleva algunos años leyendo este género, se hace más fácil detectar “la escritura original”. Salta enseguida cuando uno se encuentra con ella, la que desparramó la semilla que uno viene viendo florecer acá y allá, en pilas de autores. Es esa sensación de “este tipo ya lo había inventado todo”. Como cuando escuchás a los Beatles, ponele. En este género pasa con Chandler, con Hammett, con Cain.

Y también pasa con Westlake/Stark: agarrá cualquiera de sus libros y comprobalo vos mismo.

Traducción: Bruno Suárez

1/14

(*) Todas las novelas de Parker fueron publicadas originalmente bajo el seudónimo de Richard Stark. Llama la atención que esta edición en español aparezca firmada por Donald Westlake.

Si te interesó esta reseña, date una vuelta por:
A quemarropa, Richard Stark

El enemigo, Lee Child