sábado, 30 de marzo de 2013

Casi un ataque de apoplejía


Se pasó dos meses en Sun Valley. Su nuevo nombre era Ella Dory.
El Ojo, liado en un anorak de piel y una bufanda, se sentaba mañana y tarde tiritando en la terraza del hotel con sus prismáticos, observándola esquiar; por la noche iba al Igloo, una taberna de la zona turística, y la miraba bailar. Ella sólo hizo amistad con un hombre. Y su encuentro casi le costó al Ojo un ataque de apoplejía.
Una noche mientras entraba en el Igloo, ella surgió de repente frente a él, saliendo de la pista.
—Desearía que dejaras de perseguirme —dijo ella—. De veras.
Él se quedó petrificado.
Pero ella miraba por encima de él a alguien que estaba de pie en la entrada. El Ojo se giró y vio a un hombre esbelto, bronceado y sonriente de unos cincuenta años que llevaba una pelliza de carnero.
—Yo no la persigo —se rió—. Simplemente parece que siempre vamos en la misma dirección y a la misma hora.
El Ojo salió corriendo y tragó varias bocanadas de aire. Se sentía como si acabara de precipitarse por la ladera del Borah Peak.

(Marc Behm, La mirada del observador, Barcelona, RBA Libros, 2011, pg 142)

viernes, 29 de marzo de 2013

Anzuelos y electricidad


Lucy, Eve, Josefina, Dorotea, Annie, Dafne, Debra… se dio por vencido al intentar clasificar sus identidades. Todas las fotografías de la Minolta XK se hallaban esparcidas en el suelo de su habitación en el Park Lane, justo en la puerta de al lado de la suite de ella. Se sentó y las miró con avidez. La mejor era la primera que hizo, la joven que vio en el parque a las cuatro de aquella tarde, andando por un sendero de árboles, cuando entró en su vida como Gracia, fustigando con violencia a un descreído.
En otra de las fotografías, tomada en la sala de espera de O’Hare, estaba de pie con las manos en las caderas, mirando fijamente el escaparate de una boutique. El índice de su mano izquierda se curvaba contra su cintura, un patético áspid hecho un ovillo en su nido.
Lo besó suavemente.
La pena se apoderó de él, y le fue envolviendo en un apretón de agonía. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Se mordió el labio, ahogando un sollozo. Éste se hundió en su interior, haciéndole un nudo en la garganta y llenándole los pulmones de anzuelos y electricidad.
Miró la pared.
Ella estaba allí, a menos de cinco metros de distancia, chapoteando en el baño. La podía oír silbar. Se levantó y cruzó la habitación.

(Marc Behm, La mirada del observador, Barcelona, RBA Libros, 2011, pg 60)

jueves, 28 de marzo de 2013

Un mapa de luces, un meneo de Dios


Paul se adentró en el parque. El Ojo cogió la Minolta XK y le siguió de cerca. Chicas y chicos andrajosos se desparramaban sobre el césped como si fueran escombros, tocando flautas y guitarras. El Ojo les hizo una foto. Se mofaron de él. Sacó una foto de la fuente. Paul se sentó en un banco y encendió otro puro. El Ojo tomó algunas fotografías del campo de juegos, rebosante de niños. Compró un helado de cucurucho a un vendedor ambulante junto al pabellón. En uno de los senderos un organillero estaba tocando A la sombra del viejo manzano. Le hizo una foto a una niña con una pelota. ¡Cristo! ¿Cómo urdía Dios los destinos de todos estos críos? ¡Tú! ¡Tú allí… ! Tú compondrás nueve sinfonías. Tú serás taxista y tú cartero y tú un detective privado. Tú una mecanógrafa, tú secretario de Estado, tú marica, tú timador. Tú escribirás Coriolano y tú morirás en la silla eléctrica. En el sótano de la calle Fair Oaks había un mapa de la ciudad, tan grande como una pista de baile, recubierto de luces brillantes. Verde para las violaciones, rojo para los homicidios, azul para los atracos a mano armada, amarillo para los accidentes. A lo mejor también había un mapa en el Cielo, un inmenso tablero cuadriculado en el que se seguía la pista de cada uno.
¿Eh, qué hay de ese ojo en el parque? ¿Lo captas? Alto y claro, Señor. ¿Qué es lo que hace? Está comiendo un helado de cucurucho. Vainilla y chocolate. ¿Está tranquilo?
Negativo, Majestad. Tiene un problema de malas vibraciones.
¡Pues pégale un meneo!
Y apareció la chica.

(Marc Behm, La mirada del observador, Barcelona, RBA Libros, 2011, pg 21)

martes, 26 de marzo de 2013

Ojo que ve, corazón que siente


La mirada del observador, Marc Behm

¿De dónde salió Marc Behm? ¿Qué es lo que hizo a este tipo, que estuvo en Normandia en el día D, y que después amó a esa tierra invadida al punto de adoptarla como propia, que fue completamente ignorado en su país natal y que empezó a publicar de grande, qué fue lo que lo hizo el extraño escritor que es? ¿Genes, experiencia de vida, formación? ¿Qué?

La mirada del observador es una obra maestra. Así nomás, lo digo como para empezar y me lo saco de encima. Esperemos que al terminar de escribir este comentario me quede claro el porqué: siempre que me encuentro con algo así, de semejante estatura —no muchas veces— es más lo que , siento, intuyo que lo que puedo racionalmente explicar.

La mirada del observador es la historia de una persecución. Un matrimonio pudiente encarga a una agencia de detectives que vigilen a la novia de su heredero. Sospechan que se trata de una caza fortunas. La agencia asigna la tarea a uno de sus detectives. El Ojo. Así se llama, el Ojo. No parece que sea el mejor detective de la agencia. Mata las horas en su escritorio gris, resolviendo crucigramas y mirando una foto en la que se ve un aula con unas cuantas niñas. El Ojo sabe que una de ellas es su hija, pero no sabe cuál. Hace años que sueña con encontrarla. Un tipo atormentado por esa foto, este Ojo.

Y justo a él le encargan que vigile a la novia sospechosa. Con su cámara Minolta comienza a seguirla, y en poco tiempo comprende que la chica es una asesina hecha y derecha: liquida a sus maridos ni bien les despluma las cuentas bancarias. El joven heredero no es el primero, ni será el último. ¿Qué hacer con ella? ¿Entregarla a la policía, redactar un informe, resolver el caso?

Nada de eso. El Ojo comienza a perseguirla por todo el país. Al principio se limita a observar sus crímenes. Los anticipa, incluso. Se obsesiona con esta belleza de mil nombres. Más tarde comienza a protegerla, a trabajar para que esa mujer, que ignora su presencia, pueda seguir escapando. Se convierte en su cómplice oculto, y la convierte a ella en el motor que arrastra su propia vida.

Este argumento de apariencia simple es todo lo que necesitó Marc Behm para construir un hechizo en forma de novela negra. Para dejarme con la mandíbula caída, tratando de entender cómo hace lo que hace. ¿Por qué esta historia con forma de eterno loop ­—marido, crimen, viaje— resulta tan hipnótica? Ensayo mis razones.

Una, la construcción de los personajes. El de Joanna —digamos que ese es su nombre— es inolvidable. Una asesina por naturaleza, mata para vivir. Pero el de el Ojo es, además de inolvidable, innovador. Rompe con todo, es de una nueva categoría: es el “personaje omnisciente”. Un personaje que todo lo ve, y a quien nosotros vemos desesperar, enamorarse, delinquir, llorar. Volverse loco en aviones y trenes, resolviendo crucigramas absurdos, preso de un lazo que sólo podría explicarse a través de esa hija que es su anhelo último.

Pero además de los personajes, encandila el estilo de este escritor único, que se anima a todo. Lírico cuando necesita emocionar, Behm sabe resumir en una línea miles de kilómetros, y detenerse sólo en lo que importa para su historia: lo otro pasa veloz. Habrá quien lo lea y de pronto exclame “¡Ey! ¿Cómo hace el Ojo para saber qué escena de Hamlet está leyendo ella en un avión mientras un marinero intenta levantársela? ¿Cómo hace para escuchar sus conversaciones en una fiesta, sin ser detectado por ella?”. Minucias: una “verosimilitud de bajo nivel” que se le puede exigir a historias corrientes, pero no a esta. Naturalmente, Marc Behm lo sabe, y no le importa, porque lo suyo funciona igual. Sospecho que la razón es la maestría con la que el autor maneja el punto de vista de este raro personaje, dotándolo de la omnipresencia propia del narrador —la novela está narrada en tercera persona—, sin que al lector le haga el más mínimo ruido.

La osadía que se necesita para escribir así tal vez sea el rasgo sobresaliente que yo encuentre en este autor, hoy considerado de culto. Marc Behm es un escritor valiente, que se animó a escribir con voz propia y única en este género que —género al fin— tiene sus convenciones, a veces más rígidas de lo que nos gusta admitir a los aficionados a él.

El hecho de que exista tan poco material traducido de este autor, descubierto en los ochentas por Paco Ignacio Taibo II ­—que lo publicó en la recordada “Etiqueta Negra” de Júcar, en la fallida “Círculo Hueco” de Thassália, y hasta en el volumen Aullidos, publicado en la Semana Negra de Gijón— aumenta el valor de este “rescate clásico” de Serie Negra de RBA, con prólogo de Paco Camarasa.

Traducción: Beatriz Pottecher
2/13

sábado, 2 de marzo de 2013

Música surfera y una pregunta de ética


En 1962, la guitarra Fender desarrolló una caja de "resonancia" que producía el sonido fuerte, hueco y "húmedo" que se convirtió en el sello característico de la música surfera. Ese mismo año, el inmortal Dick Dale y los Del-Tones utilizaron la resonancia en Misirlou, en la que aparecía la guitarra clásica de Dick Dale, que sonaba como una ola a punto de romper. The Chantays respondieron el mismo año con Pipeline.
En 1963, los Surfaris publicaron el primer éxito surfero nacional, Wipe Out, con su carcajada sarcástica y, a continuación, el famoso riff de percusión que todos los baterías adolescentes de los Estados Unidos trataban de imitar, y así nació la moda de la música surfera. Boone heredó toda esa música de su viejo: aquellas viejas bandas surferas, como The Pyramids, The Markettes, The Sandals, The Astronauts, Eddie & the Showmen.
 Claro que sí, y los Beach Boys.
¡Eran unos monstruos!
Gracias a los Beach Boys, los chavales de todo el mundo cantaban Surfin' Safari, Surfin' U.S.A. y Surfer girl, imitaban un estilo de vida que nunca habían vivido y nombraban lugares en los que jamás habían estado, como Del Mar, Ventura County Line, Santa Cruz, Trestles, por todo Manhattan hasta Doheny... Swami's, Pacific Palisades, San Onofre, Sunset, Redondo Beach, por todo La Jolla...
A lo largo de la autopista 101.
Boone no sabe la respuesta a aquella vieja pregunta de Ética de su primer año de universidad —si, sabiendo lo que sabes ahora, habrías estrangulado en su cuna al bebé Adolf Hitler—, pero tiene clara la respuesta para Brian Wilson: salpicarías su cerebrito de bebé por todo el moisés antes de dejarlo llegar al estudio de grabación y convertir la 101 en un aparcamiento.

(Don Winslow, El club del amanecer, Madrid, Martínez Roca, 2012, 177)