Paul se adentró en el parque. El Ojo cogió la Minolta XK y le siguió de
cerca. Chicas y chicos andrajosos se desparramaban sobre el césped como si
fueran escombros, tocando flautas y guitarras. El Ojo les hizo una foto. Se
mofaron de él. Sacó una foto de la fuente. Paul se sentó en un banco y encendió
otro puro. El Ojo tomó algunas fotografías del campo de juegos, rebosante de
niños. Compró un helado de cucurucho a un vendedor ambulante junto al pabellón.
En uno de los senderos un organillero estaba tocando A la sombra del viejo manzano. Le hizo una foto a una niña con una
pelota. ¡Cristo! ¿Cómo urdía Dios los destinos de todos estos críos? ¡Tú! ¡Tú
allí… tú! Tú compondrás nueve
sinfonías. Tú serás taxista y tú cartero y tú un detective privado. Tú una
mecanógrafa, tú secretario de Estado, tú marica, tú timador. Tú escribirás Coriolano y tú morirás en la silla
eléctrica. En el sótano de la calle Fair Oaks había un mapa de la ciudad, tan
grande como una pista de baile, recubierto de luces brillantes. Verde para las
violaciones, rojo para los homicidios, azul para los atracos a mano armada, amarillo
para los accidentes. A lo mejor también había un mapa en el Cielo, un inmenso
tablero cuadriculado en el que se seguía la pista de cada uno.
¿Eh, qué hay de ese ojo en el
parque? ¿Lo captas? Alto y claro, Señor. ¿Qué es lo que hace? Está comiendo un
helado de cucurucho. Vainilla y chocolate. ¿Está tranquilo?
Negativo, Majestad. Tiene un
problema de malas vibraciones.
¡Pues pégale un meneo!
Y apareció la chica.
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