Se pasó dos meses en Sun Valley. Su nuevo nombre era Ella Dory.
El Ojo, liado en un anorak de piel y una bufanda, se sentaba mañana y tarde
tiritando en la terraza del hotel con sus prismáticos, observándola esquiar;
por la noche iba al Igloo, una taberna de la zona turística, y la miraba
bailar. Ella sólo hizo amistad con un hombre. Y su encuentro casi le costó al
Ojo un ataque de apoplejía.
Una noche mientras entraba en el Igloo, ella surgió de repente frente a él,
saliendo de la pista.
—Desearía que dejaras de perseguirme —dijo ella—. De veras.
Él se quedó petrificado.
Pero ella miraba por encima de él a alguien que estaba de pie en la
entrada. El Ojo se giró y vio a un hombre esbelto, bronceado y sonriente de
unos cincuenta años que llevaba una pelliza de carnero.
—Yo no la persigo —se rió—. Simplemente parece que siempre vamos en la
misma dirección y a la misma hora.
El Ojo salió corriendo y tragó varias bocanadas de aire. Se sentía como si
acabara de precipitarse por la ladera del Borah Peak.
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