Monstruos perfectos, Miguel Ángel Molfino

Supe de esta novela y de este autor por una auspiciosa crítica de Guillermo Saccomano publicada en Página/12. No abundan en nuestra (por argentina) literatura contemporánea los buenos autores de este género, de modo que me aboqué a la búsqueda de Monstruos perfectos. Descubrí que no se la podía encontrar en las grandes cadenas de librerías de Buenos Aires. Finalmente —ventajas de tener un blog—, me dejaron la dirección de la Librería de la Paz, en pleno San Telmo. Allí la encontré, ansioso, una fría mañana de sábado.
La historia de Monstruos perfectos es la historia de Miroslavo Hordt, y de cómo pasa de ser el adolescente algo retrasado y tímido que contempla atardeceres desde el techo de un galpón, al proyecto de delincuente que se ve envuelto en operaciones ilegales y tiroteos. La asombrosa transformación comienza cuando dos hombres —que me recordaron a los asesinos del famoso cuento de Hemingway— llegan a la casa de Karel y Marcelina, padres de Miro. La visita termina con unos disparos. Miroslavo los escucha desde cierta distancia, antes de caer desmayado de terror, escondido en el galpón.
Al día siguiente, con la ayuda del fiel indio Veinte Pesos, Miroslavo entierra los cadáveres y huye. Sabe que tarde o temprano van a buscarlo como sospechoso de los asesinatos. Comienza así un periplo en el que, con el despiadado comisario Velarde y sus agentes pisándole los talones, Miro no tardará en cruzarse con Hansen, un violento traficante de armas que lo iniciará en la vida delictiva. Mientras tanto y cerca de allí, el corrupto abogado Maciel organiza un golpe a un camión de caudales. El azar hará que las historias de todos ellos se crucen en una cruenta noche a orillas del Paraná…
Monstruos perfectos es una novela que me produjo sensaciones encontradas. Es una novela que no me ha gustado del todo, pero que aún así debe ser celebrada. Empiezo por enumerar los puntos altos que le encuentro a esta obra. Primero, el escenario: la poética descarnada de Molfino logra retratar la brutalidad de esa naturaleza hostil del Chaco, la marginalidad y la miseria de los que sobreviven a la vera de un río sucio de barro y de sangre. El primer capítulo instala al lector en medio de ese paisaje perturbador con una eficacia muy meritoria. Por otra parte, la trama tiene todos los elementos que hacen a una buena historia del género: el joven Miro fugitivo —iniciado en las armas por el peligroso traficante Hansen, y en el sexo por la voluptuosa Lucrecia—; los policías que, sabiéndose impunes en una tierra sin ley, arrancan confesiones y vidas a fuerza de golpes de picana; el Dr. Maciel y su banda de delincuentes cuasi aficionados; los mafiosos paraguayos, chinos y ¿¡mexicanos?! Molfino logra, además, una muy correcta reproducción de época. Por un lado, se apoya en los elementos más “fáciles”, casi costumbristas: marcas de cigarrillos, de ropa, de autos, Lucrecia como un homenaje a la Coca Sarli. Pero por otro —y acá está el verdadero mérito— reproduce un clima de época a través del lenguaje de algunos personajes, a través de la presencia ominosa y opresiva del poder militar, a través de la mención de las armas en juego: todos elementos que transportan al lector a una época de la Argentina en la que se estaba gestando el período más negro de nuestra historia reciente.
Sin embargo, hay algunos aspectos que deslucen estos puntos buenos. Por empezar, hay demasiados pasajes de la novela que parecen “descuidados” por el autor —¿o debería decir por el editor?—, en cuestiones bien técnicas del proceso de escritura. Me refiero a problemas de punto de vista, o a espacios activos ausentes o mal utilizados, o el uso algo caótico de las bastardillas reemplazando a los que son lisa y llanamente líneas de diálogo. Todos “detalles” —lamentablemente, cada vez más se los considera meros “detalles”— que incomodan la lectura, y que podrían perdonarse en una edición de autor, o en un primera publicación, pero que desmerecen a una novela con las aspiraciones que tiene Monstruos perfectos. Le cuestiono también algunos lugares comunes —el malo Uría, un millonario más propio de Bel Air que de Estero del Muerto; los contactos políticos de Maciel— y un coqueteo con el humor que desentona, que resta en vez de sumar, y del que Molfino no sale indemne.
Sin embargo, reafirmo lo dicho más arriba. Monstruos perfectos es una novela que, aún con sus defectos, debe ser celebrada porque no abundan novelas así: de color bien negro y de identidad bien argentina.
7/11