domingo, 29 de septiembre de 2013

Aprendizaje

Otro interno le explicó más tarde el procedimiento con el cuchillo.
—Vos le tenés que agarrar así de atrás por su mandígula, chamigo. Levantarle la cabeza y pasarle la cuchilla así por el cogote.
Fue durante una comida. El tipo era un correntino que decía haber estado en Malvinas y degollado cantidad de gurkas de esa forma. Los demás presos no tomaban muy en serio su pasado bélico.
—Callate, paraguayo. ¿Qué vas a ir a la guerra vos?
Alguna experiencia tendría, porque a la mujer y al amante sí los había liquidado de esa forma.
Andrés se sentía intimidado. Llevaba poco tiempo en el penal y no tomaba confianza todavía. Creyó que la charla había quedado ahí cuando una mano le tapó la boca y lo tiró con violencia hacia atrás. El mango de una cuchara le recorrió el cuello de oreja a oreja, dibujando el contorno de su garganta. Los demás presos soltaron una carcajada pero al Oso se le cortó el aliento, y cuando el otro lo soltó se quedó todavía en la misma postura, incapaz de reaccionar.
—Así le tenés que hacer, che Oso. Si hubieran estado más correntinos por las islas, no se la iban a llevar tan fácil esos gringos añá membuí. 

(Emilio di Tata Roitberg, El Oso, Buenos Aires, Edhasa, 2013, pág. 35)


sábado, 28 de septiembre de 2013

Rasgos

A Andrés siempre le dijeron que parecía un oso. Así lo llamaban en su casa y en el barrio. En la escuela era siempre el más alto y robusto de sus compañeros. Dos veces repitió cuarto grado, y en la foto de quinto se puede ver que ya era una cabeza más alto que el maestro.
A los catorce entró a trabajar en la carnicería de su hermano Pascual, donde era capaz de cargarse una media res en cada hombro sin ningún problema; pero al mismo tiempo, cualquiera podía engañarlo o tomarlo para la chacota. Por eso cuando más tarde terminó preso por robo a mano armada e intento de homicidio, nadie en el barrio lo podía creer.
—¿Ese infeliz?
Muchos conocidos de siempre ahora se cruzan de vereda al verlo, o si lo saludan lo hacen muy a la pasada, sin el menor rastro de ironía. Andrés no cree haber cambiado demasiado en estos dos años, pero al parecer el resto de la gente no piensa así, y los mismos que antes lo veían como a un gordo salame ahora descubren en su rostro y en sus gestos los típicos rasgos de un bruto peligroso.

(Emilio di Tata Roitberg, El Oso, Buenos Aires, Edhasa, 2013, pág. 8)


martes, 24 de septiembre de 2013

Yo vivía en el Alto muy contento...

El oso, Emilio di Tata Roitberg

El Oso es Andrés Wladimir Quirós. Es un pibe de unos 20 años, grandote, torpe. Está volviendo al barrio, en las afueras de Bariloche, luego de pasar un par de años en cana. Lo condenaron por robo a mano armada e intento de homicidio. Aquella vez no estaba solo. Lo acompañaba Juancito, alias Zapatero. Pero Juancito zafó, porque tenía sólo 16 años.

El asunto es que el Oso está de vuelta, y tiene la intención de enderezarse. De que todo aquello quede como un terrible error de juventud. Pero no le será tan fácil. La gente del barrio que lo mira torcido. La familia que sigue igual o peor (un medio hermano, Pascual, comerciante tránsfuga; su hermano Roberto, apocalíptico evangelista; un padre jubilado, que mira la tele todo el día). La acción transcurre a mediados de los 90. Alguien ya había prendido la hornalla en la que se cocinaría, lenta, la crisis que herviría al país en diciembre de 2001. En ese ambiente los pibes que el Oso conoce están todos en la misma: robando, peleando, tomando pastillas. Así las cosas, no pasa mucho hasta que Andrés se ve metido en medio de una venganza entre la banda de Peña y Juancito, su excómplice. El Oso no la pasará nada bien cuando esta venganza estalle, al final de la novela.

El Oso es una novela corta. Poco más de 70 páginas. Felizmente corta, porque no le sobra nada. Es redonda, y se lee de un tirón. El personaje del oso Andrés está bien construido, sólido. Con pinceladas precisas. Di Tata Roitberg sabe cómo hacerlo: en lugar de ponernos a leer cómo “piensa” el Oso, lo pone a actuar y a hablar, para que el lector entienda lo que siente, lo que vive el personaje. En suma, lo que es. Aunque lo parece, esto que hace el autor no resulta nada fácil de lograr. Menos en una novela tan corta como esta. Hay tres o cuatro escenas que construyen al personaje y hacen que el lector empatice con él: por ejemplo, cuando Fatiga lo advierte acerca de una bandita que actúa en el barrio; o cuando el Oso se cruza con la chica del ombligo; o cualquiera de los diálogos con Roberto o con Pascual.

Como suele pasar con las grandes ciudades turísticas, a menudo opulentas, Bariloche también tiene su contracara, la ciudad oculta detrás del glamour y el cartón pintado. En este caso es el Alto, el barrio que es escenario de las andanzas de Andrés. Sin necesidad de descripciones exhaustivas, el autor logra que nos instalemos allí, en su pobreza periférica. Seguramente contribuye la recreación del habla callejera que despliega Di Tata, ajustada, verosímil,  evitando cualquier abuso de la jerga de esos que no resisten el paso del tiempo (El Oso fue escrita hace más de 15 años, y resiste).

Conocía de la existencia de esta novela desde hace un tiempo. Supongo que a través de la web, dado el esfuerzo de difusión que se nota que viene haciendo el propio autor, muy a pulmón, como suele pasar. En este caso, su trabajo sirvió, porque al menos yo había sido picado por la curiosidad. Sin embargo, nunca había podido conseguirla. Por eso, cuando la vi en las mesas de novedades de las grandes librerías de Buenos Aires, editada por Edhasa, me cayó muy bien.

Una historia redonda, bien contada, bien ambientada, con un personaje principal interesante —veremos cómo evoluciona Andrés en sus futuras historias, algunas ya publicadas en la Patagonia—. Una novela que, además de todo eso, tiene la virtud de la brevedad.


8/13

domingo, 15 de septiembre de 2013

Mañana

Me pica y me rasco. Gari-gari. Otra noche sin dormir. No he pegado ojo. Los ojos fatigados y doloridos. El sol de primera hora de la mañana ya entra por la ventana, iluminando el polvo y las manchas de la habitación de ella, el sonido de los martillazos infiltrándose junto con la luz.
Ton-ton. Ton-ton. Ton-ton. Ton-ton. Ton-ton
Me incorporo hasta sentarme en el futón. Me miro el reloj.
Chiku-taku. Chiku-taku. Llego tarde.
¡Idiota! ¡Idiota! ¡Idiota! ¡Idiota! ¡Idiota!
Me levanto del futón. Me pica y me rasco. Gari-gari. Me pongo la camisa y los pantalones. Gari-gari. Voy hasta el genkan. Gari-gari. Me ato los cordones de las botas. Gari-gari
Maldigo. Maldigo. Maldigo
Me giro para decir adiós.
Pero ella no se mueve, de espaldas a la puerta, de cara a la pared, al papel, a las manchas.
Me maldigo a mí mismo
Cierro la puerta y me alejo corriendo por el pasillo. Bajo las escaleras corriendo y salgo del edificio. Salgo de las sombras y me adentro en la luz. Esta mañana la luz brilla mucho y las sombras son muy oscuras, y entre ambas manchan y destiñen la ciudad hasta dejarla en blanco y negro. Las moles de cemento blanco, las ventanas negras y vacías. Las aceras y las calzadas blancas, los árboles y los postes de telégrafos negros. Las láminas de metal blancas, las montañas de escombros negras. Las hojas blancas, las hierbas negras. Los ojos blancos y la piel blanca de los Perdedores, las estrellas blancas y los uniformes negros de los Vencedores.
Ton-ton. Ton-ton. Ton-ton. Ton-ton. Ton-ton
Hoy no hay colores. No hay colores en esta luna.
         
(David Peace, Tokio año cero, Barcelona, Mondadori, 2013)


sábado, 14 de septiembre de 2013

Sindicato

—Antes de que nos pusieran en zona prohibida, cada una tenía quince clientes al día —me dice—. Cada cliente pagaba cincuenta yenes, y de eso la mitad era para el encargado y la otra mitad nos la quedábamos.
 —Eso es casi cuatrocientos yenes al día —dice Nishi, de pronto.
 —Casi cuatrocientos —dice la señorita Kato—. Pero eso era antes.
 —¿Y cuántos clientes venían al día?
—Por entonces casi cuatro mil al día.
—¿Y cuántas chicas había?
—Trescientas.
—Eso hace cien mil yenes diarios para la empresa —exclama Nishi—. ¡Cien mil yenes diarios!
—Pero eso era antes —repite la señorita Kato—. Antes de que nos declararan zona prohibida para los soldados.
—¿Y ahora? —le pregunto—. ¿Cuántos vienen ahora?
—Unos diez —dice ella—. Veinte como mucho.
—¿Y para qué tenéis un sindicato? —le pregunto.
—Para hacerle una petición al general MacArthur. —La señorita Kato sonríe—. Al encargado se le ocurrió que si escribíamos al general MacArthur como sindicato, pidiéndole que dejara que sus tristes y solitarios marines vinieran aquí, entonces el general permitiría que el International Palace volviera a abrir.
Niego con la cabeza. Les damos las gracias.
Les hacemos una reverencia. Nos marchamos.
Marcharse. Marcharse
Quiero irme de este sitio. De este país. Quiero huir de este lugar. De este corazón. Quiero encontrar al conductor. Ya
Vuelvo a entrar en uno de los barracones.
Nishi me sigue. Escaleras arriba.
En el pasillo hay una chica. En el pasillo hay una chica desnuda. En el pasillo hay una chica desnuda a cuatro patas. En el pasillo hay una chica desnuda a cuatro patas que no puede tener más de catorce años. En el pasillo hay una chica desnuda a cuatro patas que no puede tener más de catorce años y a quien está penetrando por detrás un Vencedor, mientras ella mira por el pasillo interminable en dirección a Nishi y a mí, con las lágrimas cayéndole por las mejillas, cayéndole por las mejillas y dentro de la boca, diciendo:
—Oh, qué bueno, Joe. Gracias, Joe. Oh, qué bueno, Joe. Gracias, Joe. Oh, oh, Joe…
Está mejor muerta. Yo estoy mejor muerto…
Esto es América. Esto es Japón. Esto es la democracia. Esto es la derrota. Ya no tengo país. De rodillas o de espaldas, con sangre y semen en los muslos. Ya no tengo corazón
Las piernas abiertas, el coño inflamado por las pollas y el pus.
No quiero tener corazón. No quiero tener corazón…
Gracias, emperador MacArthur.
No quiero tener país…
Dômo, Hirohito.
       
(David Peace, Tokioaño cero, Barcelona, Mondadori, 2013)